MADRID / Debut de Les Siècles en Ibermúsica
Madrid. Auditorio Nacional. Ibermúsica 23-24. 17-IV-2024. Les Siècles. Director: François-Xavier Roth. Obras de Beethoven y Mozart.
El nuevo concierto de la presente temporada de Ibermúsica estaba dedicado a la memoria de Sir Neville Marriner. El inolvidable fundador de la Academy of St Martin in the Fields, que participó en muchas ocasiones en el ciclo, desde su presentación en 1973 hasta la última, en 2014, al frente de la Orquesta de Cadaqués, hubiera cumplido 100 años el día 15 de este mes. En una de aquellas visitas, en 1991, quien esto firma tuvo el placer de entrevistarle (la entrevista puede encontrarse en el número 55 de Scherzo, ya ha llovido), en una charla interesante y amena de la que guardo un recuerdo entrañable.
El evento suponía además la presentación en el ciclo de la Orquesta Les Siècles, conjunto historicista francés fundado en 2003 por quien dirigía el concierto, el también francés François-Xavier Roth (Neuilly-sur-Seine, 1971), que solo había actuado en Ibermúsica en una ocasión (2018, al frente de la Orquesta Gürzenich de Colonia). Debutaba también con Ibermúsica la solista de la ocasión, la violinista francesa de origen armenio Chouchanne Siranossian (Romans-sur-Isère, 1984), discípula de Tibor Varga y Zakhar Bron y posteriormente, en el campo historicista, del fundador de Musica Antiqua Köln, Reinhard Goebel. Siranossian ha sido concertino invitada por numerosos grupos punteros en el campo, como Anima Eterna o Collegium 1704.
El programa no necesita apenas presentación: Concierto para violín de Beethoven y Sinfonía nº 41 “Jupiter” de Mozart. Beethoven escribió su Concierto para violín, único fruto concertante para este instrumento, entre 1806 y 1807, una época muy productiva en la carrera del compositor, como bien apunta Irene de Juan en sus bien trazadas notas al programa, con obras coetáneas que se comentan solas: Cuartetos Razumovsky, Cuarta Sinfonía, Cuarto concierto para piano y Sonatas para piano Waldstein y Appassionata. Casi nada. Concierto en el que, como bien señala de Juan, el instrumento solista es tomado como una voz poética que partiendo del material temático que le presenta la orquesta, para construir un discurso eminentemente lírico y trascendente. Partitura de escritura muy melódica, que saca el mejor partido de esa cualidad del violín… y que, al mismo tiempo, lo hemos repetido en otras ocasiones, es tremendamente traicionera para el solista, porque la precisión en la afinación es puesta a prueba de manera continua y con la proverbial inclemencia beethoveniana. El asunto se vuelve incluso más comprometido en las interpretaciones históricamente informadas como la reseñada en este comentario, en las que la restricción del vibrato, de uso más austero y recorrido más corto, no acude precisamente en auxilio de quien no ha cosido con firmeza las costuras de la afinación y recurre al socorrido vibrato en busca del disimulo. Pero, ay, el gran sordo no solía sentir especial consideración por las dificultades que tenían que sufrir quienes ejecutaban sus partituras. Más allá de lo expuesto que el solista queda en este aspecto, hay un cierto alivio en tanto que la música no se refugia en el virtuosismo aparatoso, pero el discurso antes descrito sí demanda un espacio suficiente para que la expresión pueda expandirse con la anchura y profundidad que contiene.
Siranossian, con un instrumento del que no se ofrecían detalles, demostró rápidamente que la articulación llegaba con nitidez y su afinación era de una precisión excelente. No había grietas por ese lado. El sonido se presentaba con más belleza que presencia, pero probablemente el asunto de las cuerdas de tripa y hasta la propia afinación (a 430 Hz según se anunció, algo más baja que la de nuestros días) pueden haber contribuido a ello. La dinámica se antojó bien manejada dentro de esa amplitud solo relativa, y consiguió dotar de suficiente potencia a las contadas ocasiones en que se inclinó por el ff. Tradujo con envidiable acierto y especial delicadeza los matices piano, y dibujó correctas inflexiones agógicas. El discurso, fluido y de buena intención expresiva, pareció, no obstante, algo corto de contraste e intensidad, aunque mantuvo un canto plausible en el Larghetto.
Desplegó especial y brillante virtuosismo en la larga cadencia que si no lo era, se parecía bastante a la que el propio Beethoven escribió para la versión pianística (op. 61b) de este mismo concierto, con buen papel del timbal. En el rondó final, siguiendo una práctica muy frecuente en los grupos historicistas, se introdujeron pequeñas cadencias de “entrada” justo antes de cada aparición del estribillo. La partitura da pie a ello, aunque en las interpretaciones “tradicionales” raramente se hacía. En esta ocasión sí lo hizo, con buen gusto, Siranossian, y con la curiosidad añadida de que en dos de las ocasiones fueron realizadas por el solista de oboe y el de timbal (otro guiño muy justo al destacado papel que el timbal tiene en la obra desde su mismo inicio, por lo insólito que resulta que la obra empiece justamente con unos toques de timbal en piano).
Roth se acercó al acompañamiento con un contingente de cuerda de 8/7/6/5/3 (más el viento prescrito en la partitura), aunque yo solo llegué a contar 6 violines segundos, no 7, como se listaba en el programa de mano. Contingente que, a priori, puede considerarse suficiente, aunque si se tiene en cuenta la dimensión de la sala y el hecho de que las cuerdas de tripa, de muy hermoso timbre, no tienen la brillantez y presencia de las modernas, la cosa podía quedar algo corta de presencia. El director francés, generoso y expresivo en sus movimientos, no tanto en una gestualidad de plausible claridad, construyó un acompañamiento enérgico, de buenos acentos y esforzada intención de contrastes, pero, en efecto, un tanto corto de presencia, especialmente en la cuerda grave, en más de una ocasión audible en un evidente segundo plano. La orquesta respondió con presteza a su fundador, con momentos de notable fortuna (el comienzo del Larghetto en pp) y empaste generalmente bien conseguido. Bien las trompetas y trompas naturales, y algo menos fina la madera, con algún momento de entonación no del todo redonda del oboe.
La interpretación fue acogida por el público con entusiasmo palpable pero no desbordante, y Siranossian anunció (aunque se la escuchó a medias) la propina: un Capriccio de Pietro Locatelli que, si no falla mi oído, es el quinto movimiento de la Sonata nº 12 de este autor. Pieza de endemoniada, inverosímil dificultad y, al menos para quien esto firma, más que limitado encanto musical. Unos minutos de pirotecnia violinista sin más interés que la espectacularidad misma.
La sinfonía Jupiter de Mozart, por su parte, es la culminación magistral de un ciclo sinfónico que abarca casi toda la -corta- vida de su genial autor, y también el cierre asombroso de un maravilloso tríptico creado en un ramalazo fulgurante: en apenas un par de meses del verano de 1788 escribió Mozart las tres últimas sinfonías, que el gran Nikolaus Harnoncourt llegó a considerar una suerte de oratorio instrumental. Que tales creaciones vieran la luz en momentos de grave penuria económica y desgracia personal (su hija Teresa, de apenas seis meses, había fallecido en junio) no es sino motivo de mayor asombro. La Jupiter, además, es una creación grandiosa, llena de energía vital, intensa de principio a fin, elegante y bellísima, en la que apenas asoma cierta dulce melancolía en el segundo movimiento, pero en la que uno no deja de admirar la perfección del último, coronado con esa genial fuga a 5 voces donde aparecen los cinco principales temas de ese último tiempo.
La planteó Roth con contingente de cuerda idéntico al utilizado en Beethoven, aunque en esta ocasión, toda la orquesta tocó de pie, con la excepción de chelos, trompetas y timbales. Ignoro por qué, en la obra de Beethoven, no se hizo lo mismo. Después de escuchar a Beethoven, tuve paralelos temores respecto al tamaño de la plantilla, especialmente, me disculparán por insistir en este punto, si se tiene en cuenta el tamaño de la sala. Sobre el particular, puede resultar procedente recordar que el ya mencionado Harnoncourt, en su impagable volumen El diálogo musical, se refiere con cierto detalle a las plantillas utilizadas por Mozart. Y, si bien es cierto que las hay del más diverso tamaño, no lo es menos que menciona, en algunos conciertos benéficos vieneses después de 1781, plantillas de cuerda de hasta 20/20/10/8/10. No cabe pretender algo así hoy día, claro está, pero entre estas cifras y las plantillas casi esqueléticas que se manejan en más de una ocasión hoy en día (para salas bastante más grandes), hay una distancia considerable. Tendríamos que hablar de instrumentistas realmente excepcionales para, con esos instrumentos y en esa sala, ofrecer una presencia sonora suficiente con esos números.
No era el caso de Les Siècles, una formación de clase notable, pero que no alcanza esa excepcionalidad: agilidad y empaste en general muy conseguidos, pero puestos al límite por el exigente tempo de Roth en el último movimiento, el discurso no siempre consiguió la medida última de la claridad. Salvo por lo comentado en cuanto a presencia, la cuerda sonó muy bien, algo descompensada en contra de la sección grave, más corta de volumen que el resto. Notable la madera (mejor que en Beethoven) e impecables trompas y trompetas naturales. Roth, por su parte, se decantó por tempi vivos, pero tampoco excesivamente arrebatados, aunque sí, como en el molto allegro final, casi al límite de lo compatible con no quebrar el empaste en los pasajes de mayor demanda de agilidad. Su acercamiento, de indudable energía en acentos y contrastes, se movió en coordenadas bastante convencionales y no terminó de alcanzar la intensidad que otros grupos (Currentzis hace tres años, en este mismo ciclo, por ejemplo) han conseguido en esta misma partitura. Algún detalle imaginativo (la prolongación del silencio del compás 80 del primer movimiento bastante más allá de la duración prescrita) añadió alguna que otra gota de tensión, pero la interpretación, de impecable factura en cuanto a construcción, no terminó de transmitir la tensión que indudablemente contiene. Para el anecdotario, la fulminante mirada que el director dedicó al criminal del móvil que, naturalmente, no podía faltar a la cita, y realizó su impertinente incursión justo al principio del trio del minueto.
El éxito fue notable, pero sin alcanzar gran temperatura, y no hubo, detalle bastante ilustrativo, propina por parte de la orquesta. Debut, en fin, relativamente gris el de este conjunto francés en el ciclo de Ibermúsica.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: Rafa Martín/Ibermúsica)