MADRID / Danzas rusas, colores de fiesta

Madrid. Auditorio Nacional. 22-V-2019. Orquesta Sinfónica de Madrid, Orquesta de la Comunidad de Madrid, Orquesta Sinfónica de la RTVE, Orquesta Nacional y Joven Orquesta Nacional (JONDE): Director: Josep Pons. Obras de Chaikovski, Stravinsky, Shostakovich, Borodin, Rimski-Korsakov y Prokofiev.
¡Qué vienen los rusos! es una buena divisa para esta secuencia de músicas con protagonismo de Chaikovski y Stravinski, con invitados importantes como Prokófiev, con presencia de Borodin y Shostakóvich. El sinfonismo parecía fuera de lugar aquí, ya tuvo plena presencia en las tres ediciones anteriores de estas sesiones orquestales continuas, de la mañana a la noche (Beethoven en 2013, con López Cobos, más las treinta y dos sonatas en la sala de cámara; Chaikovski, con Juanjo Mena, 2015; las nueve novenas, con Victor Pablo Pérez, 2017). Lo que se desprende las obras que hemos oído es que el protagonista era la danza. Incluso en obras no compuestas para ballet, como la fantasía Romeo y Julieta, de Chaikovski, la música sirve para la acción dramática y, además, para diseñarla mediante el baile. Es lo que acerca el poema sinfónico a la partitura de ballet de antaño, cuando los ballets contaban historias, conflictos, dramas, fantasías. Además, en el concierto inaugural de la jornada rusa, esta poema sinfónico servía de pórtico al ballet del mismo título y temática de Prokófiev. Y ahí se lucía el sentido danzante del rey de la semicorchea (ah, la vivacidad a que sometían Pons y la Sinfónica a la danza inquieta de la jovencilla Julieta).
Este primer concierto ya tendría que habernos advertido de una pauta muy propia de Pons, acaso en general, pero de manera evidente en esta jornada: la renuncia al pathos. Tanto por la elección del Romeo de Prokófiev, dramática en ocasiones pero nunca especialmente patética (ni siquiera en el supuesto kitsch que algunos han visto en la Danza de los caballeros, llamada Montescos y Capuletos en la suite), como en la negativa a las condolencias (por decirlo así) de la fantasía de Chaikovski. Esta actitud antipathos se confirmaba en el segundo concierto, con la ORCAM, en el que lo que importaba era esa deconstrucción de de Scheherezade, de Rimski, en que la narrativa parecía surgir de una vivisección de la línea y hasta del timbre. No era análisis, era radiografía de una partitura de la que Pons cuenta los secretos, los pone al descubierto, como si diera por sentado que conocemos aquello de sobra, y que es hora de sugerir su intimidad nada arcana que tan excelente efecto ha producido en los auditorios durante casi siglo y medio.
Me perdí el tercer concierto, con la OSRTVE (Suite de El Lago de los cines, suite de El pájaro de fuego), pero con lo que llevaba visto y oído, y lo que vi y escuché en el cuarto, creí comprender que había una especie de crescendo en la propuesta de Pons. Y si no me equivoco, se trata de una propuesta por encima de las propuestas concretas de cada concierto. Los tres ballets de Stravinski de antes de la primera guerra eran una buena base para explorar crecimientos tanto dinámicos como tímbricos. Y a la (nueva) radiografía del Vals de las flores, del Cascanueces de Chaikovski, le seguían las danzas imparables de Petrushka, ese milagro de 1911 (aquí en la edición de 1947, la que preparó el abuelo Igor para evitar que sus derechos de autor quedaran a la intemperie) que cambió muchas cosas más allá o al margen de las gramáticas vienesas. Fue el punto culminante de estos conciertos, un logro auténtico con la Orquesta Nacional de España, de la que Pons fue titular y para la que consiguió importante presencia en públicos más amplios de los del Auditorio Nacional. Espléndidos los solistas de la madera y el metal que desplegaron, entre otros bailes, el de la bailarina y el moro.
No sé si es subjetiva la siguiente impresión: el vals de cierre de la suite de La bella durmiente (Chaikovski, de nuevo, en virtud de este sabio emparejamiento triple que tanto le habría gustado a Igor Fiodórovich) se desplegó con el suficiente fraseo de amplia proyección como para desmentir las deconstrucciones de los conciertos anteriores, y motivó por contraste el estallido que siempre trae La consagración de la primavera, por su propia lógica. Y en ese crecimiento este ballet supuso el finale presto en que desembocaba la lógica de la progresión sonora. Si Petrushka culminaba, La consagración elevaba todo a la cima y concluía con la dinámica y la dramática de la danza de la elegida. Puestos a considerar si fue Petrushka, con la Nacional; o La consagración, con la JONDE, lo más destacado, lo mejor de la jornada, a uno le entran las dudas, y en especial duda uno si es justo tal planteamiento. Aquí hubo musicalidad, entrega y potencia de la buena. Sorprenden estas cinco orquestas, con su entrega. Y nos sigue pasmando, una vez más, la JONDE, que por la naturaleza de sus componentes es siempre otra orquesta, por el entusiasmo y el gozo visibles en sus músicos ante la dirección de Pons y la ejecución de esta obra que ya han interpretado con él. Más que merecidas fueron las ovaciones a los solistas que en esta obra destacan, desde el espléndido fagot que, en tesitura aguda, abre el ballet, como en el amplio despliegue de maderas y metales, sostenidos siempre por una cuerda y una percusión sin descanso.
Ahí concluía, con brillantez y con la agresividad musical que sigue desplegando esta obra más de cien años después, una nueva jornada loca del CNDM, dirigido ahora por Francisco Lorenzo. No es su comienzo, ya hemos saludado los verdaderos, pero era su bautismo ante este tipo de sesiones sinfónicas, y el resultado ha sido excelente.
Pons cumplió con creces su hazaña, y las cinco orquestas respondieron con ese acierto que se da cuando sabes (saben los músicos) que esto no es una cita más ante el público. Sino otra cosa.
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