MADRID / Couperin-Alard: la perfección hecha clave
Madrid. Fundación Juan March. 1-II-2020. Benjamin Alard, clave. Obras para clave de Louis Couperin, François Couperin y Armand-Louis Couperin.
¿Es Benjamin Alard el mejor clavecinista vivo? En la última década se ha asentado una prodigiosa generación de clavecinistas cuya calidad ha elevado tantísimo el listón que, francamente, han dejado muy atrás a sus mayores. No soy amigo del neísmo ni del efebismo musical, que conste, pero esta realidad, compartida por casi todos los que frecuentamos el repertorio, me parece incuestionable. Dentro de esa generación descuella la figura de Benjamin Alard, un músico muy serio, muy profesional, con una técnica prodigiosa y una calidad artística inconmensurable. Sus logros en disco son bien conocidos, pero el privilegio de escucharle en concierto supone siempre y sin excepción una experiencia única. Pasó el año pasado en esta misma bendita Fundación Juan March (¡gracias, gracias, gracias!), hace unas semanas en el Palacio Real de Madrid y ahora el milagro ha vuelto a repetirse.
De los tres protagonistas del breve ciclo Couperin que tan acertadamente nos ha ofrecido la fundación, en principio quien más alejado parecía estar de la familia de teclistas franceses era justamente Alard, no obstante su nacionalidad. El único que no los ha grabado, por ejemplo. Alguien tan centrado en J.S. Bach a priori no perecía el más adecuado para un concierto que giraba en torno a la figura de François Couperin, dueño de la llave de la más exquisita sensibilidad, muy alejado del rigor constructivo y polifónico del turingio. Pero ¡quiá! Esta apreciación no tuvo en cuenta la inmensa profesionalidad y musicalidad de quien, por decirlo de alguna manera, está en el secreto. Y ha resultado que, al contrario de lo esperado, el ciclo fue de menos a más, logrando con Alard un salto cualitativo que lo sitúa, literalmente, en un nivel fuera de lo común.
El concierto se ordenó cronológicamente, comenzando con Louis, de quien se organizó una suite en La menor, que incluyó una pieza tan famosa como el Prélude à l’imitation de Mr. Froberger. Aquí podemos escuchar la manera en que el decano de los Couperin asimiló el estilo de la tocata italiana, vía Froberger, tras la estancia de este en París. Un prodigio de elementos improvisatorios mezclados con una fuga, esto es: a la manera de Froberger. Aquí, como en el resto del concierto, pudimos comprobar que todo arte interpretativo de nivel exige una base técnica de primera y un trabajo muy duro: estudio, estudio y más estudio. Y luego llega el arte. Sólo el dominio técnico de la partitura permite el aporte personal, la lectura que deja la impronta del artista. Lo contrario nos lleva directamente a la catástrofe. Alard demostró un dominio insuperable; la facilidad, el aplomo, la seguridad con que iba desgranando las composiciones fue asombrosa. Manejó la complejísima ornamentación como si la estuviese añadiendo de su cosecha y dotó a cada pieza de una dimensión arquitectónica soberbia. Otro momento sobresaliente se situó en el Tombeau de Mr. de Blancrocher, donde hizo una lectura morosísima, delicada, paladeante, diciendo cada frase con un sentido, una pureza y una elocuencia sensacional.
De François se incluyeron íntegros los ocho preludios y la alemanda de L’art de toucher le clavecin. No es frecuente, ni tal vez lo más recomendable, hacer esta música de corrido, pero las piezas son tan buenas y la interpretación tan fabulosa, que resultó una experiencia maravillosa. Seguidamente se situó una selección del Décimo cuarto orden (Tercer libro), con un total de cinco piezas, donde Alard demostró que su dedicación casi obsesiva al cantor de Leipzig no le impide dominar como pocos la desbordante sensualidad de Couperin le grand. Todo el encanto de Le rossignol-en-amour, la jovialidad de su double, el exquisito dolor de Les fauvétes plaintives, la ingenuidad naif de le Carillon de Cithére o la apabullante sencillez de Le petit-rien, todo ello se sirvió con generosidad por el intérprete. Para sorpresa de propios y extraños, quizá todavía mejor (¿es eso posible?) fue su Armand-Louis, representante de la tercera generación. ¡Qué delicadeza en La Chéron! ¡Qué afligida sensibilidad en L’Afligee! ¡Qué elegante perfección La Françoise! Y, para remate, una lectura al tiempo ágil y delicuescente de Les baricades mistérieuses. Frente a cierta tendencia de moda en los últimos años, Alard no se empeñó en ser original. No optó por tempos extraños, articulaciones peculiares o fraseos amanerados. No abusó de las alteraciones rítmicas ni impuso por encima del discurso la variedad agógica. Todo fluyó con una sencillez y naturalidad tan asombrosas como eficaces.
El extraordinario clave que Yago Mahúgo tiene en depósito en la Fundación Juan March sonó como nunca –algo ya apreciado la temporada pasada con el programa Bach– en manos de Alard, quien extrajo unos colores inauditos, haciendo extenso uso de las posibilidades tímbricas de sus registros.
Creo que puedo decirlo con total seguridad y sinceridad: el mejor concierto para clave al que he asistido.
Javier Sarría Pueyo
(Foto: Fundación Juan March)