MADRID / Color y temblor. Eötvös y Debussy, la celebración sonora
Madrid. Auditorio Nacional. 10-V-2024. Isabelle Faust, violín. Orquesta Nacional de España. Director: Pierre Bleuse. Obras de Péter Eötvös y Claude Debussy.
Feliz acoplamiento: Péter Eotvös y Claude Debussy. Hay correspondencia entre ambos. El concierto de la Orquesta Nacional de España que ahora les reseño tendría que haberlo dirigido el propio Eötvös, espléndido director además de defensor de sus obras. El programa incluye dos piezas orquestales suyas muy recientes, Canción de las sirenas (2020) y Alhambra, su tercer concierto para violín (2018) tras Seven y Do-Re-Mi. Por el tratamiento de los temas, que en Eötvös son fugaces uno por uno, pero insistentes en secuencia; mas también por la exuberancia tímbrica, hay una correspondencia, una identificación no solo ligera entre los dos mundos sonoros de unos maestros que fallecieron con poco más de cien años de diferencia.
Evitaremos repeticiones. Scherzo ha proporcionado este mismo mes un hermoso dosier sobre Eötvös, y eso me permitirá no detenerme en detalles de gramática sino de pasada. Este dosier, además, se reparte en separata al público de los tres días, ayer, hoy y mañana. Es objeto de interés, también objeto de colección. Pero tengan en cuenta que Eötvös fue uno de los más importantes operistas de al menos cuatro décadas, las del tránsito del siglo, con inspiraciones en Chéjov o en García Márquez, Jean Genet o Tony Kishner.
Sirens’ Songs no es música de programa, sino cadena o incluso itinerario de sugerencias. El timbre, la frase (truncada), las células o motivos se sugieren sin modulación (se sugieren, no les da tiempo, en su fugacidad, a afirmarse), procedimiento debussyano, como cuando Debussy despliega unos treinta temas (nadie sabe en rigor cuántos) en Jeux, y pasamos de uno a otro sin apenas transición, o sin ninguna transición. En estas Sirenas de Eötvös el silencio cobra por momentos papel de transición de un clima a otro, mas no de una célula temática a otra. La tonalidad está presente, aunque solo sea para escindir la frase y dar motivo a otro tema o motivo que rehúye el desarrollo; todos juntos configuran la aventura que cuenta la Canción de las sirenas. Presente, sí, pero sin imponer nada; no haría falta decirlo, porque llevamos así un siglo y pico. Desde Debussy, claro está.
Algo parecido se podría decir del concierto ‘Alhambra’, pero solo en parte y mucho más allá, porque aquí el episodio es de una ambición superior en cuanto a aliento, juego de colores, métricas y, en especial, en lo que se refiere al juego de las dinámicas, de manera que partimos de algo parecido al silencio para recorrer un camino que nunca se permite el estruendo. Evitemos insistir en lo de siempre para con tan preciosa obra: sí, claro, G quiere decir sol en la nomenclatura de Europa Central; y G es Granada, y luego viene el juego con la Alhambra, la dialéctica árabe-hispánica, el amor a las naciones, pero no a la nación, todo eso. Después de todo, esta obra fue encargo del Festival de Granada, donde la estrenaron Isabelle Faust y Pablo Heras Casado. Hay otras líneas de juego semejantes, otros nombres, incluido el de Isabelle, la solista, y el de Pablo; son juegos que gustan a los músicos y tan útiles le son, desde Johann Sebastian hasta los vieneses del siglo pasado. Poco aportan al público, encantado con la luminosa morada construida sobre esas referencias secretas. Tampoco, hay que decirlo, aportan mucho las poéticas sugerencias del compositor sobre las sirenas para la obra anterior, con Homero, Joyce y Kafka (lo que enrabieta a Ulises, viene a decir Kafka, es que las sirenas no le cantan a él, y luego cuenta que no se puso tapones…, disculpen estas libertades). Una línea de violín que se separa y se sume en el conjunto recorre una auténtica aventura de virtuoso, ya desde la cadencia, hasta el crecimiento que abruma al público receptor, con un encanto que no es fascinación (pues permite seguir pensando) sino vivencia con mucho de exaltante. El disminuir de las sonoridades lleva, tangencialmente, a una apariencia de simetría: partíamos de sol y legamos a sol sostenido. De sol a sol.
Pero si el violín insuperable de Isabelle Faust es protagonista, no está, lo sabemos, sola, ni se lleva la parte más congrua. Ahí están, en formación tímbrica, instrumentos sutiles como la celesta o el laúd; la presencia habitual de los recorridos de las arpas; unas percusiones tan distintivas como el vibráfono, los crótalos, las campanitas, los tres triángulos. El juego de las maderas, desde el piccolo hacia “arriba” (es decir, descendiendo); la ocasional gravedad del metal; el apoyo de las cuerdas, de lo chirriante (si se tercia) a lo más grave de los contrabajos, todo un apoyo a la dramaturgia del concierto, no a los instrumentos ajenos a la familia de la cuerda, solo que juntos forman eso que va a desplegarse en timbres y en episodios imprevisibles. Qué inquietante placer escuchar música que no prevés, sin necesidad de que te sorpresa ni te de sustos.
Primera parte: gran triunfo de Pierre Bleuse y, en especial, de Isabelle Faust. Es el virtuosismo inteligente al tiempo que brillante. Discúlpenme mi atrevimiento al “descubrirles” la altura artística de Isabelle Faust.
La segunda parte resultó ya realmente abrumadora en cuanto al arte de la orquestación, el manejo de las dinámicas y, además, la sugerencia de las cosas, los pasos, la danza, el canto. El Preludio a la siesta de un fauno está fijado desde hace más de un siglo por la coreografía legendaria de Nijinski; pero algunos recordamos la deconstrucción que hacía Celibidache con esta obra, de manera que no se hubiese podido bailar con esas lentitudes. Después de todo, Debussy no la pensó para ballet, pero las músicas son a menudo danzas, ¿no es cierto? Después de un Fauno rico en invitaciones (magnífico solo flauta, espléndido recorrido nervioso, sin duda del fauno) llegó una Iberia soberbia, tres magníficos movimientos en los que pasan gentes y pasan fiestas, pasan coloridos y, nos aseguran, pasan olores, perfumes de la noche: sí, aceptémoslo, disfrutaremos más de esta orgía de timbres. Pero no pasan cosas, no hay relato; hay pintura, hay sugerencia. La emoción n o la proporciona el pathos, sino el color, que casi nos ciega. Pierre Bleuse y la Orquesta Nacional de España tuvieron uno de sus días buenos, de sus días mejores. Con el recuerdo de Péter Eötvös.
Santiago Martín Bermúdez