MADRID / Buniatishvili, en su salsa
Madrid. Auditorio Nacional. Sala sinfónica. 20-IX-2023. XIX ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. Khatia Buniatishvili, piano. Obras de Satie, Chopin, Bach, Schubert, Schubert-Liszt, Couperin, Bach-Liszt, Liszt y Liszt-Horowitz-Buniatishvili.
Volvió Khatia Buniatishvili al ciclo de Grandes Intérpretes, para abrir la XIX edición del mismo. Lo hizo la mediática franco-georgiana con su puesta en escena habitual, siempre aparatosa, exuberante y muy teatral. Léase en todo ello algo meramente descriptivo, porque cada cual tendrá su propia consideración sobre todo ello, incluido, naturalmente, quien esto firma. Pero aquí toca ocuparse de la cosa musical. El programa inicialmente previsto lo cambió la pianista apenas una semana antes, para recuperar el último que ofreció justo antes de suspender su actividad por la (en aquel momento, primavera de este año) próxima maternidad. Dicho programa comprendía una docena de piezas relativamente breves (la más larga no sobrepasaba los diez minutos) de variado estilo, con abundancia de títulos archiconocidos.
Menú, en definitiva, más de fácil digestión que de especial enjundia, donde se mezclaban la calma, la melancolía, el canto más lírico (Gymnopédie nº 1 de Satie, Preludio op. 28 nº 4, Mazurka op. 17 nº4 de Chopin, Impromptu nº 3 D 899 de Schubert, Serenade S. 560 nº 7 de Schubert-Liszt, sobre el “Ständchen” D 957 de Schubert, Consolación nº 3, S. 172 de Liszt) con guiños al barroco, originales (Les Barricades mystérieuses de Couperin) o en transcripción (la no identificada del Aria de la Suite nº 3 para orquesta BWV 1068 de Bach, o la del Preludio y Fuga BWV 543 S. 462 de Bach-Liszt), y con la bravura más encendida (Scherzo nº 3 y Polonesa Heroica op 53 de Chopin, y sobre todo el doble arreglo, de Horowitz y, sobre éste, de la propia Buniatishvili, de la Rapsodia húngara nº 2 de Liszt, que cerraba el recital, ejecutado sin pausa).
Un problema con la venta de entradas de última hora, que no impidió que el auditorio mostrara un aforo con saludable cobertura, culminó en una tardía entrada de público y en un retraso de 15 minutos en el comienzo del mismo. Pronto quedó todo ello en el olvido, porque Buniatishvili, que domina la escena como pocos, se metió al público en el bolsillo desde que salió a escena repartiendo simpatía.
Antes de entrar en materia de cómo y por dónde discurrió la escena musical, conviene hacer algunas consideraciones. El talento de Buniatishvili es, creo, indiscutible. Tiene una facilidad insultante y es capaz de dinámicas extremas, de exquisita delicadeza y de abrumador poderío, y también de producir un sonido redondo, de indudable belleza. La felina agilidad de sus dedos y la precisión de su mecanismo son dos características más de esa insultante facilidad apuntada. Es también, qué duda cabe, más que muy capaz de ofrecer momentos de gran sensibilidad. Otra cuestión es lo que hace con esas capacidades extraordinarias, y hasta qué punto la teatralidad escénica impregna también el acercamiento interpretativo, llevándolo en ciertos momentos a extremos que, al menos para algunos, pueden resultar excesivos.
La delicadeza con que llegó, pese a inclementes toses y algún móvil, la Gymnopédie nº 1 de Satie, que abría el programa, habla con elocuencia sobre su capacidad de producir un pianissimo de adecuada levedad, que no obstante hubiera ganado con una traducción más matizada de los reguladores prescritos, en esta ocasión algo aplanados. Plausible también la delicada lectura del Preludio chopiniano expuesto a continuación, sereno y bien matizado.
Más abierto a la controversia resultó su acercamiento al Tercer Scherzo del polaco. Quien esto firma no recuerda, entre las varias decenas de veces que ha escuchado esta obra en vivo, una interpretación de tan desatada velocidad como la ofrecida hoy por Buniatishvili. Cierto, la partitura indica Presto con fuoco, pero el tempo aplicado fue tal que apenas permite distinguir el dibujo (cinco negras) que abre la pieza. El resultado tuvo una energía indiscutible, pero la hubiera tenido igualmente con un par de puntos menos de velocidad, y a cambio se hubiera apreciado mejor el discurso. Tan rápido fue el punto de partida, que la reducción aplicada a la sección meno mosso prácticamente pasó inadvertida, y el juego descendente de corcheas, un tanto desdibujado en su articulación, que se antojaba de imposible nitidez a tal velocidad. Lo expuesto no es óbice para resaltar que la arrolladora bravura desplegada despertó el entusiasmo del respetable.
Muy romántico y sentimental, aunque de indudable belleza, el arreglo (ya se dijo que no identificado: tenía puntos en común con el de Siloti, pero no era el de éste) del aria de la suite bachiana, ejecutado sin las repeticiones. Bien cantado el Impromptu schubertiano, pero corto en el contraste, porque, aunque la partitura prescribe una dinámica entre ppp y ffz, lo escuchado se movió en un constante rango de p-pp, quedando así aplanada la expresión, por lo demás de plausible sensibilidad lírica.
La tuvo también una de las piezas más logradas de la tarde, la transcripción lisztiana de Ständchen, una de las canciones más conocidas del Schwanengesang schubertiano. Como el Impromptu, pudo haberse resaltado más algún momento de más efusión, pero el canto quedó muy bien expuesto y el tramo final admirablemente realizado en su diferenciación de matiz con el dibujo en eco escrito por Liszt.
La siguiente incursión en la bravura, la conocidísima Polonesa Heroica de Chopin, nos devolvió al escenario previo del Scherzo, aunque en esta ocasión, la velocidad aplicada parecía poco compatible con la indicación maestoso, y con el propio carácter solemne, épico, grandioso, de la pieza, que se antojó en cambio más volcada a la urgencia, al asombro, sin respiro, de las trepidantes octavas y los rotundos acordes. Hubo incluso algo de impaciencia en el comienzo, apenas audible porque, como en el mejor concierto de pop, la interpretación se inició sobre los aplausos de la obra previa. Como cabía esperar, tras lo escuchado en el Scherzo, esa trepidación desató el siguiente brote de entusiasmo en el público. El firmante no pudo evitar, sin embargo, recordar la magistral interpretación que de esta misma obra ofreció Evgeny Kissin hace poco más de dos años, en esta misma sala.
Quien esto firma apreció mejor el dibujo de la cuarta Mazurka del op. 17, bien cantada y matizada, aunque pareció excesivo el accelerando aplicado al final de su sección central. Les Barricades mystérieuses llegó con delicadeza de sonido, pero sin la deseable inflexión agógica y con un dibujo un tanto borroso y plano. Decididamente romántica la aproximación a la transcripción lisztiana del Preludio y Fuga BWV 543 para órgano de Bach. El húngaro fue muy respetuoso con el original del Cantor, y por ello no precisó tempo ni matices. Llevó la música de Bach al piano, pero, para entendernos, no hizo una “paráfrasis” romántica (del tipo de las que si hizo para algunas óperas). Buniatishvili optó por otro acercamiento. Dinámicas extremas e inflexiones de tempo muy generosas en el Preludio, y contundencia de las octavas de la mano izquierda (en su mayor parte, la escritura destinada en el original al pedal del órgano), que sería la adecuada para muchos momentos que en el original piden el “órgano pleno”, pero que en el piano conviene equilibrar para que no tapen la escritura de la mano derecha, lo que por desgracia ocurrió en algunos momentos de la Fuga, mejor diferenciada en las voces en su principio (con un matiz piano quizá algo excesivo, pero muy bien dibujado) que en su tramo final. La partitura del Cantor es una maravilla, y la brillantez con que concluye, bien resaltada por la pianista, especialmente en un arrebatado final, es una invitación al aplauso, que llegó, otra vez disparada por la brillantez, en generosa cantidad.
La penúltima pieza del programa fue, para el que suscribe, la mejor de la velada: la tercera de las Consolaciones de Liszt, cantada con exquisito ppp y con una expresividad elegante y sensible. De las obras que da la más genuina medida de lo que atesora Buniatishvili. La última, en cambio, es eso que los ingleses llaman una showpiece. Liszt ya dotó de suficiente virtuosismo a sus Rapsodias húngaras, pero entre Horowitz, primero y Buniatishvili después, le dieron un par de vueltas de tuerca (uno no deja de preguntarse, de forma retórica, si tales vueltas eran necesarias, más allá del ánimo circense). Buniatishvili se tomó muy en serio la segunda mitad de la primera indicación (Lento a Capriccio), y el dibujo de la parte lenta (lassan) de la rapsodia, quedó un tanto confuso. La rápida (Friska), marcada Vivace, se encaminó rápidamente a una apabullante demostración de pirotecnia, con agilidad digital inverosímil.
La apoteosis estaba servida, y la franco-georgiana, en su salsa, efusiva en sus saludos a la audiencia, respondió con un único regalo, el arreglo que ella misma hizo de La Javanaise, la canción de Serge Gainsbourg originalmente compuesta en 1963 para Juliette Gréco, muy bien delineada. El firmante se queda con la sensación de que las capacidades de Buniatishvili dan bastante más de sí de lo apreciado hoy en esta velada desigual, especialmente en las páginas de mayor bravura. Ello no es óbice para apuntar la calurosa recepción por el público, y el muy saludable aforo, lo que constituye un prometedor inicio de esta vigesimonovena edición del ciclo.
Rafael Ortega Basagoiti
[Foto: Valentina Moreno]