MADRID / Buen ‘Requiem’ de Brahms por Hengelbrock
Madrid. Auditorio Nacional. 15-II-2024. Ibermúsica 23-24. Coro y Orquesta Balthasar Neumann. Director: Thomas Hengelbrock. Solistas: Eleanor Lyons, soprano; Domen Križaj, barítono. Brahms: Un réquiem alemán, op. 45.
Thomas Hengelbrock (Wilhelmshaven, 1958) fundó el coro Balthasar Neumann en 1991, y cuatro años después hizo lo propio con la Orquesta, desde el planteamiento de afrontar interpretaciones históricamente informadas. El Coro, con su fundador, se presentó en Ibermúsica en 1996, aunque en aquel momento lo hicieron junto la Orquesta Barroca de Friburgo. La orquesta Balthasar Neumann apenas acababa de nacer en aquel momento, por lo que el concierto que se comenta supone su debut en Ibermúsica. Los dos solistas vocales, la soprano Eleanor Lyons y el barítono Domen Križaj eran también debutantes en el ciclo.
Hengelbrock, violinista él mismo y antiguo miembro del Concentus Musicus de Viena que fundó el inolvidable Harnoncourt, es maestro de gesto bastante claro y habitualmente fogoso (aunque en esta ocasión pareció más contenido en muchos momentos). Con los años, algunos de sus conceptos parecen haberse moderado un tanto. Ha ofrecido actuaciones en Madrid muy notables (su último Réquiem de Mozart y una excelente Misa en si menor de Bach, mucho más afortunada que su grabación de la obra, años atrás) y otras no tanto (bastante grises Vísperas de Monteverdi, hace ya siete años). Afrontaban en esta ocasión una obra bien conocida del romanticismo, a la que los grupos historicistas (empezando por el de Gardiner, pero siguiendo por otros) se han ido acercando cada vez más: el Réquiem alemán de Brahms, que se presentaba por vez primera en el ciclo (hecho sorprendente, teniendo en cuenta que es una obra bien asentada en el gran repertorio y que Ibermúsica lleva en marcha más de medio siglo) en un concierto que contó con la presencia, aplaudida, de la Reina Emérita, y se dedicaba a la memoria del arquitecto José María García de Paredes, fallecido en 1990 y que diseñó el auditorio madrileño y otras grandes salas en nuestro país (Palau de la música en Valencia y Manuel de Falla en Granada entre otros).
Réquiem que no sigue, al contrario que otros, como los de Mozart o Verdi, la secuencia ni los textos de la Misa de difuntos católica, y que por ello justifica el título especial de Un réquiem alemán. Escrito por Brahms bajo el impacto del fallecimiento de su madre en 1865, y también del anterior de su mentor y amigo Schumann en 1856, la obra es una grandiosa meditación, con textos de la biblia luterana, que despierta emociones evidentes, acercándose al dolor y la tristeza con inefable serenidad y paz, con evidente mirada a la esperanza (como más tarde, desde otra perspectiva, hará Fauré), sin adentrarse en el rotundo desgarro que encontramos en el mencionado Réquiem mozartiano o en el intenso dramatismo de la obra homónima de Verdi. Señala oportunamente Arturo Reverter, en sus pertinentes notas, que el propio compositor declaraba que habría querido encabezar cada sección con las palabras “el dolor se tornará en alegría”, porque, en efecto, tal es el carácter que transpira en toda la obra, una llamada en la que la tristeza da la mano a la esperanza y la luz. Música estupendamente escrita por Brahms, porque momentos como el escrito para la soprano y el coro en quinto número, Ihr habt nun Traurigkeit, son de una dulzura y emoción irresistibles. Emoción que también despierta el sereno dolor del primer número, y la solemnidad del último, culminado en su tramo final, en un guiño de magistral efecto, con un retorno al motivo inicial de la obra. Emoción que, en otro clima, también despierta la colosal marcha fúnebre del segundo número o la triunfal fuga que lo corona.
Se acercó Hengelbrock a la obra con un contingente de cuerda en el que, salvo que la vista me engañara, conté 12/8/8/6/5, más la pareja de arpas y las maderas, metales y percusión prescritas por Brahms. A quien esto firma le tiene aún sorprendido, y más en una formación históricamente informada, la decisión de utilizar un órgano electrónico (que además pasó inadvertido excepto por su presencia física) teniendo disponible el gran órgano Grenzing de la sala sinfónica. La única razón que se me ocurre (puede haber otra, pero la desconozco) es que la afinación de la orquesta estuviera (algo que es posible) a una altura diferente del instrumento de la sala sinfónica. Los órganos electrónicos modernos permiten, en ese sentido, una flexibilidad rápida. No pude contar (no tenía la visión completa) las voces empleadas en el coro, pero calculo que rondaría el medio centenar.
El espigado director alemán no sorprendió con un planteamiento especialmente individualista ni poco convencional. Tempi razonablemente juzgados, buena planificación, matices bien dibujados, como el susurrado pianissimo inicial, dinámica ancha, bien manejada en reguladores, y sonoridad bien empastada y de plausible nitidez de planos. Un discurso de impecable corrección, bien servido por unos conjuntos de indiscutible solvencia. Quedó correctamente construido el gran crescendo de la marcha inicial del segundo número, aunque quien esto firma hubiera preferido una graduación más pausada del mismo, con una tensión que llegara de forma más progresiva. Buena intensidad en el allegro non troppo de este mismo número, cuyo final pudo haber tenido más recreado reposo.
Correcta pero gris la contribución del barítono Križaj, tanto en el tercer número como en la menos extensa del penúltimo. Voz sin especial encanto ni presencia que deslumbre, con cierta tendencia a alcanzar las notas altas a base de portamento. Sus dos intervenciones (números tercero y sexto) pasaron más bien sin pena ni gloria, lo que no deja de ser una lástima, porque la música, especialmente en el tercer número, es realmente emocionante. Tampoco deslumbró la australiana Lyons, que sirvió, como su compañero, con gris corrección (y con alguna inseguridad inicial) el bellísimo y emotivo canto del mencionado quinto número.
Lo mejor de la interpretación vino de la mano del coro, no excepcional, pero sí de notable calidad en sus voces, bien cohesionadas y seguras, capaz de muchos matices de gran belleza. Muy notables, aparte de los dos números iniciales, ya mencionados, la fuga que cierra el tercer número y el lírico canto del cuarto. Estupenda también la solemne fuga sobre las palabras Denn es wird die Posaune schallen, intensa y dibujada con la adecuada grandeza y solemnidad desde la batuta. Sobresaliente también el último número, planteado con acierto por Hengelbrock con un tránsito desde la tranquila solemnidad del principio hasta la serenidad de un final que, sin dejar la tristeza, transmite esperanza. Irreprochable la orquesta, de sonoridad cálida y bien empastada en todas sus secciones, y muy segura en las trompas, trompetas y trombones naturales.
Casi milagroso resultó que, tras reiterados e irritantes ataques de toses incoercibles y móviles pertinaces (molestos siempre, pero más aún en obra como esta), Hengelbrock consiguiera (y eso sin pedirlo) que el aplauso se contuviera bastantes segundos después de concluida la última nota. Por una vez, ese estupendo pp final pudo desvanecerse en un largo silencio que prolongó adecuadamente el recogimiento necesario de tan emocionante final. Luego sí llegaron las ovaciones, particularmente calurosas, como casi siempre, para la contribución coral. Éxito grande para una buena interpretación de esta preciosa obra, que esperemos aparezca más veces en este ciclo.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: Rafa Martín / Ibermúsica)