MADRID / Brillo de Schager en un ‘Ocaso’ gris

Madrid. Teatro Real. 26-I-2022. Wagner, El ocaso de los dioses. Andreas Schager (Siegfried), Lauri Vasar (Gunther), Martin Winker (Alberich), Stephen Milling (Hagen), Ricarda Merbeth (Brünnhilde), Amanda Majeski (Gutrune), Michaela Schuster (Waltraute), Anna Lapkovskaja, Kai Rüütel, Amanda Majeski (las tres Nornas), Elizabeth Bailey (Woglinde), Maria Miró (Wellglunde), Marina Pinchuk (Flosshilde). Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Director musical: Pablo Heras-Casado. Director de escena: Robert Carsen.
Ha culminado, desarrolladas sus dos últimas jornadas un tanto a trancas y barrancas por mor de la pandemia, la tetralogía wagneriana en la producción de la ópera de Colonia ideada por Robert Carsen, cuyo primer episodio, El Oro del Rin, se ofreció en 2018. Es sin duda encomiable el esfuerzo del Real por llevar a cabo el empeño a despecho de las dificultades impuestas por el virus. No solo por las eventuales bajas por contagios (inevitables en cierta medida por mucho protocolo de seguridad que haya, cuando uno se enfrenta a variante tan contagiosa como Ómicron), sino por las limitaciones adicionales que imponen la distancia entre los músicos de la orquesta cuando la exigencia de plantilla en la partitura es tan grande que incluso un foso de tamaño considerable como el del Real queda pequeño. En tales condiciones, la entrega de quienes componen los equipos del coliseo madrileño es sin duda digna de elogio.
Otro gallo canta en lo tocante a la producción en sí misma. Se ha defendido desde su inicio que la posición filosófica de Wagner y el repetido asunto del cambio climático están detrás del enfoque ecologista de la idea de Carsen. Es cierto, sin duda, que Wagner admite muchos planteamientos escénicos, algunos decididamente abstractos o, podría decirse, indeterminados (el de Kupfer con Barenboim, o yendo más atrás, las sugerentes ideas de Wieland Wagner), otros de tecnología más moderna pero bastante respetuosos con la esencia (Lepage en el Metropolitan, con Levine/Luisi), y otros que en su día motivaron escándalo (el ya antiguo de Chereau, con aquellos protagonistas vestidos de esmoquin lanza en mano). La propuesta de Carsen empezó, en opinión del firmante, de manera delirante en el mundo de vertederos retratado en El Oro del Rin, y porfió en el desatino en una Valquiria fea y absurdamente militarizada. No puedo opinar sobre Sigfrido porque no pude verlo, pero lo ofrecido anoche en el cierre de la monumental serie wagneriana no terminó de mejorar la cosa y se cerró con un descomunal despropósito en la última escena.
El objetivo de concienciación ecologista de Carsen, se comparta o no, apareció de manera entre intermitente y deslavazada. El prólogo nos trae a unas nornas dedicadas a la fregona en la roca de la Valquiria que en realidad parece un habitáculo destartalado y sucio que no se sabe muy bien qué es y en que, con una oscura iluminación (la oscuridad es un factor bastante constante en buena parte de la obra), pasan luego a tejer “la cuerda dorada del mundo” (expresión del programa de mano), sin que ni el decorado ni el movimiento escénico terminen de tener un sentido evidente. La segunda parte del prólogo convierte la roca en un escenario inclinado y desnudo, con lo que parece ropa desperdigada por el suelo. La militarización ya mostrada en Valquiria reaparece aquí con un Sigfrido en uniforme de camuflaje.
La cosa militar se prolonga en el acto I, donde el castillo Gibichungo es un ampuloso despacho, una sala más bien, con una enorme mesa de trabajo en la que Gunter, con el inevitable uniforme protonazi y Hagen vestido de paisano destilando aires de Gestapo, que luego materializa cuando pasa a vestir un uniforme militar negro tras el cual es fácil recordar a las infaustas SS. Cuando Siegfried aparece, se suma al uniforme militar, esta vez, formal. Gutrune, en cambio, se presenta como una dama con vestuario tipo años 20. El resto del acto nos devuelve a la roca del final del prólogo. El acto II se desarrolla en la misma sala que la primera parte del acto previo. En el tercero, las hijas del Rin parecen unas pordioseras en un vertedero, bailando sobre un neumático desechado, siempre con la iluminación mortecina antes descrita.
Allí se desarrolla todo el acto hasta que Carsen sorprende con un golpe que seguramente quiere ser de efecto y que en muchos, el que suscribe entre ellos, despierta más indignación que otra cosa. Cuando Brunilda se adentra en su soliloquio final, lo hace adelantándose en la escena, hasta casi alcanzar el foso orquestal. Los espectadores contemplaron, creo que con buena dosis de desconcierto (no exento de irritación), como un telón negro bajaba tras ella para, literalmente, eliminar por completo todo decorado y dejar el recortado escenario en una mini plataforma incluso de menos profundidad que la que disfrutamos en muchos recitales.
Progresaba Brunilda en su escena de la inmolación, pero nada hacía adivinar la misma, completamente hurtado cualquier decorado y escenografía. Solo en el tramo postrero se levantó el telón para mostrar un fuego posterior sobre un decorado desnudo. Fuego que resultó apagado por una lluvia final, en lo que imagino es otra alusión (francamente casi cómica) al cambio climático, porque otra explicación a que Brunilda, más que inmolada, quede empapada, no termino de encontrar.
Vistos el prólogo y el primer acto, el firmante se preguntaba a dónde nos llevaba la propuesta de Carsen. La respuesta, contemplada toda la obra, es, probablemente a ninguna parte. ¿Es ese el destino pretendido por el reputado escenógrafo? Puede ser, aunque personalmente no le encuentro sentido, como tampoco se lo encontré a las otras óperas de la serie que he podido ver de esta producción oscura, con mucha fealdad, suciedad y un militarismo protonazi que, al menos a algunos, ya nos cansa por tan constantemente traído a colación sin que venga a cuento, se llame Wagner, Verdi o Mozart.
En la parcela musical hubo de todo. Destacó en el elenco (como, según las crónicas, bastante unánimes en eso, ocurrió en Sigfrido, con el mismo protagonista) el austriaco Schager, un tenor con excelente presencia escénica y voz poderosa y segura. Compuso un Siegfried intenso, bien matizado y dramáticamente muy convincente, más allá de la desafortunada propuesta escénica, culminada en el despropósito de ejecutar su llamada de trompa en el acto final soplando en un trozo de manguera. Su excelente prestación le erigió, sin duda, como el triunfador de la velada. Su largo monólogo en el tercer acto, justo antes de ser asesinado por Hagen, es un buen ejemplo de una interpretación sobresaliente.
A distancia considerable, pero en todo caso con buena entidad, y con una prestación que fue a más, el danés Milling. Su Hagen empezó con más presencia escénica que vocal, porque la voz, bien timbrada y manejada, pareció algo corta de cuerpo al principio. Fue ganando enteros a medida que progresaba la obra y terminó dibujando con notable acierto el Hagen perverso e imponente que cabía esperar. Muy convincente también Winkler, que repetía como Alberich tras su aparición anterior en Sigfrido, y que lució excelentes maneras y convincente maldad en su breve cometido. Correcto, sin especial brillo, pero también sin mácula, el Gunter del estonio Vasar.
La parte femenina del reparto tuvo, me temo, menos fortuna. Correctas las tres nornas, con la incorporación de Anna Lapkovskaja como sustituta de última hora de la prevista Claudia Huckle, y también solventes las hijas del Rin (aquí fue Marina Pinchuk la que reemplazó a Huckle como Flosshilde). La Gutrune de la estadounidense Majeski mantuvo también un tono general de corrección, aunque su agudo completamente destemplado en el tercer acto empañó una labor por lo demás plausible. La bávara Schuster empezó de manera muy convincente su intervención como Waltraute, al punto de elevarse algunos enteros por encima de Brunilda en la tercera escena del primer acto. Sin embargo, en el tramo final de la misma acabó por destemplar mucho la emisión, con un vibrato excesivo.
Aunque tiene una reputación no desdeñable como especialista en Wagner y Strauss, el que suscribe debe confesar que la Merbeth no le ha convencido en ninguna de las apariciones wagnerianas previas en Madrid que he podido presenciar. Ni en el Holandés errante (2016) ni en La Valquiria (2019). La de anoche, desgraciadamente, no fue la excepción. Merbeth tiene una voz potente, sin duda, y su vis dramática es indudable. Cuando se mueve en el piano o la media voz, consigue estupendos matices y colores, pero la emisión más allá del mezzoforte camina con facilidad hacia lo desabrido, con notoria tendencia a lo chillón y un vibrato tan amplio que compromete repetidamente la entonación. El público también lo entendió así, y la diferencia en la recompensa a los dos protagonistas fue considerable.
En la consideración de la parcela orquestal y la dirección de Heras-Casado hay que tener en cuenta algunos ingredientes que influyen en el contexto. El primero, y no menor, es el pandémico. La plantilla requerida por Wagner es más que considerable. Si hacemos caso a la edición Schott, que según el programa de mano ha sido la utilizada, Wagner demanda una cuerda de 16/16/12/12/8. No pude desde mi localidad ver el foso, pero si la plantilla empleada es la que figura en el programa, encontramos igual número de violines primeros, pero contingentes recortados en el resto de la cuerda (16/11/11/12/7), supongo que por limitaciones de espacio impuestas por la necesidad de mantener la distancia, quedando los vientos, percusión y arpas en las mismas (enormes) demandas de la partitura.
El espacio, en todo caso, sigue siendo insuficiente, y de ahí que se decidiera ubicar parte de los metales en los palcos de la derecha del escenario, y las seis arpas y una pequeña parte de la percusión en los palcos de la izquierda. La antifonal distribución conlleva inevitables problemas, no sólo de ajuste (que también), sino de equilibrio, porque con los metales situados en un plano superior y la cuerda parcialmente recortada, mantener el adecuado equilibrio para la cuerda se torna un ejercicio casi imposible (o sin casi). La cosa puede bien agravarse si desde el podio se favorecen, como es el caso tempi de rapidez considerable. Es una elección habitual del maestro granadino, que en sus acercamientos previos a Wagner siempre se ha empleado a notable velocidad.
Señala Chris Walton, en su artículo del programa de mano, que “la orquesta debería asumir el papel del coro de la tragedia griega, comentando la acción al tiempo que va tejiendo una red sinfónica de motivos musicales que representen a los diferentes personajes dentro de la acción que está desarrollándose sobre el escenario”, y no puedo estar más de acuerdo. En el Ocaso, además, hay largas peroratas orquestales entre escenas que deben ayudar a crear atmósferas y climas. La orquesta ha demostrado en otras ocasiones (el Parsifal dirigido por Bychkov en 2016, sin ir más lejos), que es capaz de las mejores prestaciones wagnerianas.
Pero la de ayer hay que considerarla dentro del contexto de una geometría y contingente condicionados, y en este sentido, la contribución, especialmente de vientos (salvando algún esporádico roce de trompas) y percusión (espléndido el timbalero, autor de unos pianissimi de escalofrío), fue muy notable. Las arpas, también alejadas del foso, aunque viendo al director a través de una pantalla de televisión, no evidenciaron siempre el mejor de los empastes. La cuerda, por su parte, pareció en muchos tramos un tanto empequeñecida y no siempre clara. Los mejores momentos vinieron en los episodios orquestales más calmados, donde se alcanzaron matices y atmósferas más intimistas, como en el principio de la última escena del primer acto.
Otros, bien conocidos, como el viaje de Sigfrido por el Rin, o incluso la marcha fúnebre en el tercer acto, quedaron demasiado afectados por la conjunción mencionada del desequilibrio y la velocidad. La dirección de Heras-Casado se antoja intensa, pero para más de uno puede parecer un tanto acelerada, y esa velocidad puede también afectar a la sonoridad de la cuerda, ya en desventaja por la razón antes apuntada, que también dificulta el ajuste.
Aunque a quien esto firma el resultado orquestal distó de entusiasmarle, hay que tener en cuenta los condicionantes apuntados, y quizá por ello, el público tuvo en cuenta la entrega del maestro y sus músicos y la recompensó con generosidad. Junto a Schager, sin duda, los más celebrados protagonistas de la velada.
Un Ocaso, en fin, muy condicionado, de escenografía un tanto gris, con un muy desafortunado final, y en el que brilló, de forma muy especial, el Sigfrido de Schager.
Rafael Ortega Basagoiti
(Fotos: Javier del Real – Teatro Real)