MADRID / Brillantez orquestal y poco más (Ashkenazy en Madrid, II)
Madrid. Auditorio Nacional. 25-IV-2019. Ibermúsica (XLIX Ciclo Orquestas y Solistas del Mundo). Elena Bashkirova, piano. Philharmonia Orchestra. Director: Vladimir Ashkenazy. Obras de Mendelssohn, Mozart y Elgar.
Rafael Ortega Basagoiti
Volvía al ciclo de Ibermúsica una formación habitual en este ciclo, la excelente Philharmonia Orchestra, a la que hemos escuchado en España muchísimas veces, algunas con batutas ilustrísimas (Giulini) o que entonces empezaban una carrera que luego ha sido brillante (Rattle). Lo hacía con su director laureado, el octogenario pianista Vladimir Ashkenazy, con el que lleva muchos años manteniendo una relación especialmente cercana. La orquesta londindense, que desde el 2008 tiene a Esa-Pekka Salonen como titular, no descuida la detección del talento joven, y ha incorporado como Director Invitado Principal, junto a Jakob Hrusa, al joven finés Santtu-Matias Rouvali, que el pasado año dirigió a la Orquesta Nacional y sorprendió muy gratamente con una interesantísima Segunda de Sibelius. Ayer, Ashkenazy abrió el programa con una más correcta que sutil lectura de la obertura Mar en calma y viaje feliz de Mendelssohn, partitura sencilla, elegante y directa, como solía ser proverbial en el aún muy joven (19 años) compositor, que sin embargo había ofrecido ya más fantasía en la asombrosa obertura de El sueño de una noche de verano. La rusa Elena Bashkirova, había pasado tiempo sin presentarse en el ciclo de Ibermúsica, con un largo paréntesis desde el 2009 hasta que el año pasado lo hizo con la Orquesta de Valencia. No tuve la ocasión de escucharla entonces. Esta vez afrontó (con partitura, algo poco habitual, aunque a mí tampoco me escandaliza en absoluto) el Concierto nº 21 K. 467 de Mozart, uno de los más hermosos y conocidos del genio de Salzburgo. Además de los genes, Bashkirova tiene sin duda una excelente escuela, porque a su padre Dmitri Bashkirov, le hemos escuchado grandes cosas y por sus manos, en la Escuela Reina Sofía, han pasado grandes pianistas del presente, como Volodos, Alexeev, Gerstein, Demidenko o Kozhukhin, por citar solo algunos. Lució un bonito y cuidado sonido, generalmente bien matizado y con especial cuidado de no abusar del poderío del gran cola que tenía en sus manos, algo que hubiera resultado inapropiado para una música como la de Mozart, pretendida en todo caso para un instrumento de sonoridad bien diferente. Encomiable, en ese sentido, su toque leggiero, que dotó a su aproximación de la deseable levedad sin caer en la blandura. Su articulación fue generalmente nítida, aunque hubo algún pasaje trabado en el desarrollo del primer tiempo, en la cadencia del mismo y también en algún momento del último. Adornó con gusto aquí y allá, e introdujo pasajes libres apropiados en las entradas cadenciadas cuando Mozart da ocasión a ello. Más elegante que contrastada, su lectura resultó sin embargo globalmente plausible más que dotada de especial encanto o riqueza de contrastes (y en la música de Mozart, los hay), que aquí se antojaron un tanto limados. La rusa dio luego como propina el Rondo K. 485 en una lectura un tanto apresurada, también con algún pasaje trabado y, en resumen, sin especial atractivo. No fue la suya, digamos, una prestación de las que levanta entusiasmos encendidos. En la segunda parte, Ashkenazy afrontaba una de las obras paradigmáticas del repertorio británico, las Variaciones Enigma, música hermosa que tiene, como tantas veces Elgar, mucho de grandilocuente, de esa grandilocuencia victoriana que “tiene que sonar”, pero también de esa refinada delectación que nos deparan variaciones como Nimrod, que creo el momento más conseguido de una obra por lo demás rica en colorido expresivo. Quien esto firma tiene un recuerdo gris de la última vez que la escuchó a una orquesta inglesa. En aquella ocasión era la Royal Philharmonic bajo el mando de Pinchas Zukerman. Si no me falla la memoria, creo que se trató de un concierto de la serie de La Filarmónica, hace un par de años. Pero, a cambio, guardo todavía en la memoria una memorable interpretación por esta misma Philharmonia Orchestra, en el Teatro Real, hace muchos años, a cargo de un jovencísimo Simon Rattle, en un concierto para recordar, acompañado de una extraordinaria Sinfonietta de Janacek. Me temo, por desgracia, que, aunque lo que ayer escuchamos estuvo bien por encima de la tosca y gris de Zukerman antes mencionada, quedó a mucha, muchísima distancia de lo que Rattle nos ofreció en su día. La introducción pareció ya corta de encanto lírico, la segunda variación (H.D.S-P.) careció de sutileza en el matiz. La orquesta ayudó cuanto pudo con brillantez notable, como en la séptima variación (Troyte), donde se lucieron los metales, o en la X (Dorabella), donde el juguetón diálogo de maderas y cuerdas quedó muy bien dibujado. Espléndido el clarinete solista en la decimotercera variación (Romanza) y estupendos violonchelos y violas en la duodécima (B.G.N.). En cambio, en la mencionada Nimrod, una música que ha de expandirse con morosa recreación en el generoso tempo lento (indicación metronómica de negra = 32), y crecer hasta el clímax cerca del final, se echó en falta desde el podio ese decir grandilocuente que tantos maestros, de Boult al mismísimo Solti (o el antes mencionado Rattle) nos han ofrecido con extremo acierto. La dirección de Ashkenazy en momentos como ese adoleció de rigidez y de corto vuelo, sin que aquello terminara de crecer como debía. No faltó brillantez orquestal en muchos momentos, clausura incluida, pero sí esa combinación de grandeza y elegancia que tanto hacen en esta música. Justo es reconocer que el éxito fue grande para el siempre simpático maestro ruso y la orquesta, aunque en esta segunda parte no hubo propina. Pero a quien esto firma el concierto se le antojó de más nivel en la ejecución que de enjundia en lo interpretativo.