MADRID / Brillante Rachmaninov de Volodin
Madrid. Auditorio Nacional. 10-XI-2020. XXV Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. Alexei Volodin, piano. Obras de Mozart, Schumann, Chopin y Rachmaninov.
Este concierto lo iba a interpretar Angela Hewitt con un programa bien distinto: las Variaciones Goldberg de Bach, partitura bien conocida de la canadiense hace años, y que ha llevado al disco en dos ocasiones, la última hace apenas cinco. Pero se cruzó el virus, y ya se sabe que, parafraseando a don Mendo, el virus “nos hizo mal cruce”, porque los cruces de este maldito bicho solo traen desgracias. La de esta ocasión fue que Hewitt no pudo viajar, restricciones mediante, y se encontró sustituto en el ruso Alexei Volodin (San Petersburgo, 1977), que ya estuvo presente en este ciclo en el año 2012.
El programa era variado y accesible: Sonata K 457 de Mozart, Arabeske Op. 18 de Schumann, Cuarta Balada de Chopin y 10 Preludios de Rachmaninov, en concreto los Op. 23 nº 2, 4, 5, 7 y 10 y los Op. 32 nº 1, 6, 7, 10 y 12. Como de costumbre, el recital se interpretó sin descanso, aunque la duración fue algo superior a lo que se viene dando últimamente (unos noventa minutos, frente a los aproximadamente 75 de buena parte de los conciertos sinfónicos que se ofrecen en estos tiempos).
El protocolo de seguridad funcionó como de costumbre en la Fundación, es decir, bien, con recolocación creo que cuidadosa y personalizada de los abonados en función del plan de aforo del auditorio (otra vez: igualito de lo del Real, que tuvo la amabilidad de comunicarme el otro día que mi localidad quedaba cancelada el resto de la temporada, y que, o aceptaba reubicarme junto a una persona no conocida ni conviviente, o que no me quedaba más remedio que cancelar el abono de toda la temporada; así está el patio). Observé, al contrario que en el de Aimard, alguna que otra tos (pocas), y continúa, qué le vamos a hacer, la profusión final de ¡Bravos!, aunque espero que con los consejos crecientes de que se guarde silencio en el transporte público la gente empiece a entender que las manifestaciones de entusiasmo deben, en estos tiempos, adquirir otras formas que no sean las que emiten gran cantidad de aerosoles potencialmente peligrosos.
Volodin es pianista de buena escuela (entre sus maestros, la gran Virssaladze nada menos), tiene medios técnicos excelentes que extraen un sonido poderoso, quizá no el más hermoso ni aterciopelado, pero sí redondo, con cuerpo y suficiente, aunque no deslumbrante, en los matices. Su acercamiento al último Mozart pareció enérgico, decidido, con tempi muy vivos en los movimientos extremos y quizá alguna tendencia al exceso puntual en el pedal de resonancia. Dibujó con serenidad y buena expresión el Adagio. En conjunto, un Mozart plausible en cuanto a energía e intensidad. Al firmante no le terminó de convencer una Arabeske que, con excepción del tramo final, pareció un tanto apresurada y poco clara en la figura del acompañamiento de la mano izquierda. Mejoraron las cosas bastante en la Cuarta Balada de Chopin, donde contrastes y transiciones entre la lírica nostalgia y la intensidad dramática quedaron dibujados por el ruso con indudable acierto.
Sin embargo, resultó evidente que, de los autores programados, es Rachmaninov en el que Volodin se mueve como pez en el agua. Desplegó en su música toda la brillantez, virtuosismo y pasión que uno espera en buena parte de esta música (como por ejemplo los Op. 23 nº 5 y sobre todo el nº 2 que cerró el recital), pero también buena dosis de intimidad lírica, como en los dos nº 10 de ambas series Op. 23 y 32, hermanados con lógica en el orden de ejecución. Mostró Volodin en la música de Rachmaninov la fluidez y convicción que no terminamos de encontrar en Schumann y, en parte, en Mozart. Éxito considerable y justo para él, y dos regalos que no podían ser de otro que de Rachmaninov, en forma de dos de sus Etude-Tableaux.
Rafael Ortega Basagoiti