MADRID / Brillante Orquesta Estatal de Baviera, con Zimmermann y Jurowski
Madrid. Auditorio Nacional. 20-III-2024. Ibermúsica 23-24. Bayerisches Staatsorchester. Director: Vladimir Jurowski. Solista: Frank Peter Zimmermann, violín. Obras de W.A. Mozart, Respighi y Brahms.
Hace casi treinta años que la Orquesta Estatal de Baviera debutó en el ciclo de Ibermúsica (1995), pero esta, su octava actuación, se produce casi 18 años después de la última (2006). La formación alemana es la que ocupa el foso de la Bayerisches Staatsoper, cuyo titular es, desde 2021, quien dirigía el concierto que se comenta, Vladimir Jurowski (Moscú, 1972), visitante asiduo del ciclo, en el que participó el pasado año. Orquesta que celebró en 2023, se dice pronto, sus 500 años, y cuya nómina de directores titulares impresiona a cualquiera: Hermann Levi, Richard Strauss, Felix Mottl, Bruno Walter, Hans Knappertsbusch, Sir Georg Solti, Joseph Keilberth, Wolfgang Sawallisch, Zubin Mehta, Kent Nagano y Kirill Petrenko, entre otros. Tampoco conviene olvidar que Carlos Kleiber dejó algunos testimonios inolvidables de su arte con esta formación, como las filmaciones de El Caballero de la Rosa de Richard Strauss y El Murciélago de Johann Strauss II.
El programa de esta nueva visita de la formación bávara seguía el clásico esquema obertura-concierto-sinfonía, aunque los nombres de las piezas no fueran, estrictamente, estos. Se anunció, en nombre del maestro Jurowski, que la Sinfonía nº 32 K 318 de Mozart era en realidad una obertura para una pieza escénica y que, como tal, sus tres movimientos se ejecutarían sin interrupción. Cierto es que la duración (menos de diez minutos) de sus tres movimientos y el propio dibujo en el estilo de obertura italiana (rápido-lento-rápido), como bien apunta Gonzalo Lahoz en sus notas, parecen apuntar en esa dirección, pero también es verdad que el posible destino de la obra como obertura (Thamos, Rey de Egipto K 345, Zaide K 344) no está nada claro.
Generosamente orquestada (parejas de flautas, oboes y fagots, cuatro trompas, dos trompetas, timbales y cuerda), la obra es casi sorprendentemente exultante (teniendo en cuenta que fue escrita en 1779 en Salzburgo, poco después de volver de París, donde había fallecido su madre), rotunda y brillante. Más allá de que se considere o no como una obertura, es indiscutible que cumple a la perfección tal papel. Jurowski la planteó con un orgánico de cuerda que a priori podría parecer excesivamente nutrido (10/10/8/6/4) pero está bastante próximo al que había en el Concert Spirituel parisino para el que Mozart había compuesto la Sinfonía K 297 apenas un año antes (según el propio Zaslaw, 11/11/5/8/5). Con trompas y trompetas naturales, el maestro ruso, de gesto bastante claro, pero nada aparatoso, dibujó una interpretación que, sin arrebatar el tempo, tuvo indudable ímpetu, aunque sin aristas especialmente incisivas (las de Harnoncourt lo eran bastante más). Respondió con brillantez y prontitud la orquesta, incluidos los metales naturales, con un ff muy bien conseguido por las trompas en el tramo final.
Las dos obras que completaban el programa eran, además, primicias en el ciclo de Ibermúsica, lo que añadía interés al mismo. La primera venía de la mano de Ottorino Respighi, que escribió en 1921 su poco frecuentado Concierto gregoriano para violín y orquesta, una partitura en la que la inspiración gregoriana se encuentra no solo en los motivos del canto, sino en el ambiente de serena meditación que subyace a menudo, con la característica solemnidad de la pluma de su autor, siempre de un colorido casi cinematográfico. Nos gana, en todo caso, la serena belleza del trazo, bien inclinado a un sobrio dibujo que sólo ocasionalmente se torna más efusivo y exuberante, especialmente en el tramo final de la obra. Han pasado ocho años desde la última presencia de ese magnífico violinista que es Frank Peter Zimmermann (Duisburgo, 1965), solista de la ocasión para esta pieza. Con el Stradivari “Lady Inchiquin”, de 1711, Zimmermann lució, a lo largo y ancho de la partitura de Respighi, sus bien conocidas virtudes: sonido lleno, de exquisita belleza, rico en matices, de precisión milimétrica en la afinación, vibrato fluido, natural y equilibrado, empleado con la cantidad justa para enriquecer, no exagerar, la expresión, y arco, en fin, de impecable flexibilidad y limpieza de ataque.
Se fundió con buen entendimiento con Jurowski, que inició con sutil delicadeza el comienzo casi místico de la pieza, con contribuciones estupendas de la madera y las trompas. La entrada de Zimmermann en el primer movimiento fue de una belleza extraordinaria. Y la breve cadencia final del mismo, justo antes del Andante que conecta sin solución de continuidad, fue resuelta de manera extraordinaria. Emotivo, solemne, el canto planteado por el solista en ese Andante, secundado por un perfecto acompañamiento en el que brillaron trombones y trompas, y en el que hubo momentos de exquisita belleza, muy bien expresada, como el hermoso canto del violín sobre el acompañamiento de la celesta en el pasaje indicado Tempo I. Ya comentamos antes que el Allegro enérgico final es el más exaltado de la obra, y Zimmermann lo presentó con la brillantez apropiada, siempre manteniendo un fraseo impecable del canto. De singular belleza el original pasaje del solista acompañado solo por el timbal. La sobresaliente interpretación de un concierto que ganó sin duda adeptos entre quienes no lo conocían, fue recibida con justo calor, y Zimmermann regaló una propina de inhumana dificultad: el Capricho que Heinrich Wilhelm Ernst escribió sobre el lied Erlkönig de Schubert, resuelto de manera plausible por el estupendo violinista alemán.
La segunda primicia era la Serenata nº 1 de Brahms, pieza que representa el primer esfuerzo sinfónico completado de un Brahms cuyo camino inicial en este campo, como es sabido, resultó arduo: la primera sinfonía, iniciada en 1855, solo la terminaría 21 años más tarde, en 1876. La sombra de Beethoven (como también le ocurrió a Schubert) pesaba demasiado. La Serenata, de duración generosa (en el entorno de los 50 minutos), cumplía bien, en el concierto de hoy, el papel que tendría una “sinfonía” al uso. El veinteañero Brahms pudo completarla en un tiempo mucho más breve, entre 1857 y 1858. Estructurada en seis movimientos cuyo modelo bien podrían ser las serenatas de Mozart, es una partitura de ambiente festivo, incluso pastoral (en el primer tiempo, por ejemplo), pero con indiscutible aire de danza en buena parte de su curso, y con un final, como bien comenta Lahoz, indudablemente radiante. Obra en la que el movimiento de más enjundia expresiva, el de mayor carga emotiva, es tal vez el muy bello Adagio non troppo, pero en la que no puede dejarse pasar la elegante y grácil ligereza de los dos scherzi y de los dos minuetos.
Jurowski la planteó con un orgánico de cuerda que pareció idéntico al de la sinfonía mozartiana. Desde el gesto claro, sin excesos, a menudo más dado a sugerir línea de expresión, no tanto al compás, el ruso tradujo con extremo acierto ese clima luminoso, alegre que domina la serenata brahmsiana. Bien equilibrados los tempi, con nitidez en los planos, muy expresivo el fraseo y exquisito manejo de la dinámica, con fino dibujo de los reguladores, cuidados hasta el mínimo detalle. Buenas pausas (antes de la reexposición del primer tiempo, por ejemplo), oportuno aire de danza en scherzi y minuetos (con precioso canto de los chelos en el primer scherzo, por cierto), y muy hermoso fraseo general, incluyendo un fino rubato en el primero de los minuetos, y una elegancia indudable en el segundo. Sirva también como ejemplo de ese hermoso fraseo el canto de las violas en la exposición del segundo motivo del adagio non troppo. Acertó Jurowski al extraer el mejor jugo expresivo de este movimiento, auténtico centro de gravedad de la partitura.
La respuesta de la orquesta, como cabía esperar, fue magnífica en todas sus secciones. La cuerda, de cálida sonoridad y bien empastada, lució especialmente en una sobresaliente sección de chelos. Los solistas de madera mostraron su gran clase en toda la velada: clarinetes, oboes, flautas y fagots. Lo mismo puede aplicarse a los metales, impecables tanto en su versión natural (trompas y trompetas) en la sinfonía de Mozart como en su versión moderna. Magnífico también el timbalero, e impecables contribuciones de arpa y celesta en la obra de Respighi.
Éxito considerable de orquesta y director, que regalaron una vibrante, ajustada interpretación de la obertura de Las bodas de Fígaro de Mozart. Un concierto sobresaliente, con un programa interesante, en buena medida no habitual, servido por interpretaciones de gran categoría.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: Rafa Martín/Ibermúsica)