MADRID / Brillante clausura de la temporada de La Filarmónica con Macelaru y Kantorow
Madrid. Auditorio Nacional. Sala Sinfónica. 23-V-2024. Ciclo La Filarmónica. Orquesta Nacional de Francia. Director: Cristian Macelaru. Solista: Alexandre Kantorow, piano. Obras de Fauré, Chopin y Prokofiev.
La Filarmónica despidió esta temporada con un concierto de la Orquesta Nacional de Francia, dirigida por su titular actual (lo es desde 2020), el rumano Cristian Macelaru (Timisoara, 1980). La formación gala, apenas a diez años de cumplir 100 desde su fundación en 1934, tiene una historia ilustre, y la nómina de titulares que han desempeñado su jefatura deja poco lugar a la duda sobre ello. Basta mencionar a André Cluytens, Charles Munch, Jean Martinon, Sergiu Celibidache y Lorin Maazel, o más recientemente a Danielle Gatti, para confirmar que la orquesta ha estado casi siempre bajo mandos de primerísima fila. Toda una garantía.
El programa se abría con la relativamente breve Pavana op 50 de Gabriel Fauré, escrita originalmente para piano y orquestada por el propio compositor. Su lánguida pero elegante y hermosa melodía bailable a cargo de la flauta (y luego otros instrumentos de viento madera) es la gran protagonista de esta obra, que se ejecutó sin la parte añadida de coro que el mismo compositor consideró opcional. Fue evidente desde apenas comenzada la obra (y salvando, naturalmente, la impertinente intrusión del móvil de turno en los primeros compases) que el maestro rumano cuidaría con mimo sonoridades, planos y matices, dibujando con precisión reguladores y consiguiendo de su orquesta el refinamiento tímbrico que una página como esta demanda. Estupendas prestaciones de los solistas de flauta, oboe y clarinete, y también de una cuerda redonda, muy bien empastada y sólidamente apoyada en una sección grave particularmente imponente.
No era tampoco cualquier cosa el solista de la ocasión, también francés, el joven Alexandre Kantorow (Clermont-Ferrand, 1997), que afrontaba la pieza concertante del programa, nada menos que el bellísimo Concierto nº 2 de Chopin que, como es sabido, lleva ese ordinal porque fue el segundo en publicarse, aunque llevaría el primero si se hubiera seguido el orden de composición. Como su hermano, el concierto es otra prueba más del talento superlativo del compositor polaco en la escritura pianística, con la apasionada efusión como protagonista esencial de los movimientos extremos, pero siempre cercano, en su refinada elegancia y su exquisito modo de hacer cantar al instrumento, a la belleza de su adorado bel canto. Cercanía que, aunque siempre presente, lo está especialmente en el bellísimo Larghetto, una pieza de sublime encanto y asombrosa y emotiva creatividad en la floritura que adorna el motivo principal, que se nos presenta variada, en un derroche de imaginación, con cada reiteración de dicho motivo.
Lo de Chopin no era la orquesta, como es bien sabido, y eso es algo que repiten a menudo muchos directores, de forma que los acompañamientos son tan a menudo aseados como rutinarios. Solo Krystian Zimerman, en una libérrima concepción de esos acompañamientos, dejó hace años una interpretación tan atractiva como atípica en el segundo de sus registros de esos conciertos, en el que asumió la parte solista y la dirección orquestal, consiguiendo desvelar rincones desconocidos para quienes llevábamos décadas escuchado esos conciertos. Macelaru, como queriendo alejarse de quienes no aprecian esa parte orquestal, pareció desde el principio resuelto a mostrarnos su convencimiento de que se le puede sacar partido. Y sin llegar a lo de Zimerman, lo logró en buena medida. El suyo fue un acompañamiento intenso, decidido, generalmente bien cuadrado con el solista (asunto no fácil, teniendo en cuenta que éste tiende, como es lógico, a dibujar su discurso con el rubato de rigor). Quizá pudo Macelaru haber cantado de manera más expresiva el segundo motivo del primer tiempo, que pareció algo rígido en la orquesta y solo adquirió el vuelo necesario en las manos de Kantorow. Pero por lo demás, irreprochable trabajo del maestro, muy bien secundado por su orquesta.
El joven francés atacó con contundente energía el movimiento inicial y desplegó una bravura de envidiable nervio en los pasajes más apasionados. Apoyado en un sonido de gran presencia y belleza, con una articulación de nitidez cristalina y sobresaliente agilidad, sin que el pedal emborronara nunca lo más mínimo, Kantorow ofreció un discurso expresivo, magníficamente cantado, con el rubato justo para conseguir la expresión necesaria de efusión apasionada. Pudo tal vez el segundo motivo antes mencionado haberse liberado algo de la contención con la que sonó, pero en todo caso nunca careció de la necesaria expresión.
El Larghetto fue una verdadera maravilla de canto, de delicadeza sonora, de emoción. Había en sus notas esa refinada y exquisitamente elegante melancolía tan típica del mejor Chopin, con las florituras antes mencionadas ejecutadas con un estupendo toque leggiero, que respondía perfectamente a la demanda del compositor: delicatissimo. De principio a fin, una interpretación magnífica de este movimiento sublime. Animado, muy vivo, ágil y, de nuevo, extraordinariamente articulado el Rondó final, con el pasaje que la cuerda acompaña col legno planteado con sonriente sabor rústico.
Éxito grandísimo y bien merecido del joven pianista francés, que ofreció como propina el movimiento lento de la primera sonata de Rachmaninov.
La segunda parte estaba ocupada por una generosa selección (11 números) de las tres Suites orquestales que el propio Prokofiev elaboró partiendo de su ballet Romeo y Julieta. Partitura de un colorido, impulso rítmico e intensidad dramática extraordinarios, pero también testimonio de una formidable maestría por parte de Prokofiev en el manejo de la paleta orquestal. Todo ello nos llegó con claridad por parte de Macelaru y la formación francesa. La lectura del maestro rumano, siempre preciso y claro en su gesto, y evidenciando un oficio de notable solidez, tuvo colorido, gracejo elegante y vivacidad en piezas como Romeo en la fuente, Danza matutina (esta muy viva, y con estupenda respuesta de la cuerda) o La joven Julieta (brilló aquí el solista de clarinete, y Macelaru acertó de pleno en su uso del rubato; delicioso también el più tranquillo, con excelentes solos de flauta y chelo).
Pudo tal vez tener más tensión y misterio el inicio de Capuletos y Montescos, pero el famosísimo, imponente, allegro pesante que le sigue alcanzó una intensidad envidiable, con brillante sonoridad en metales y poderosísima cuerda grave. En el Madrigal brilló la cuidada atención de Macelaru a las inflexiones de tempo, y en Romeo y Julieta antes de partir pudimos disfrutar de un excelente solo de viola. Fue el concertino, en cambio, el que tuvo, y aprovechó, su ocasión para el lucimiento en la Danza de las jóvenes de las Antillas, que llegó sugerente, con muy buena prestación de clarinete y percusión. Gran tensión en La muerte de Teobaldo, en la que la cuerda fue exigida al máximo en un Presto fulgurante que fue ejecutado con más que notable precisión. Adecuadamente lúgubre, en fin, el último número, Romeo en la tumba de Julieta, de tremenda intensidad en su momento más desgarrado, y con una delicada y serena desolación final, bien adecuada a la indicación pp dolcissimo.
Interpretación, en fin, sobresaliente, a cargo de una orquesta que evidenció una gran clase. Bien cohesionada, muy uniforme en cuanto al nivel de sus familias, y con algunas secciones (la cuerda grave, pero también algunos solistas de madera y metal) muy destacadas. El éxito fue grandísimo, y se vio correspondido con una propina de insólita generosidad y dimensión: el Bolero de Ravel (el que suscribe ha escuchado muchas veces esta obra, pero no recuerdo haberla oído como propina), en una interpretación de dinámica muy bien graduada por Macelaru (aspecto este que es, sin duda, el más importante) y en el que la orquesta lució un excelente nivel general, apenas matizado por un pasaje de afinación no ideal del flautín y un mínimo roce del trombón solista en el inicio de su solo. Minucias, frente a una interpretación que fue estupenda y quedó coronada por el éxito, grande y merecido. Una brillante clausura para una sobresaliente temporada.
Rafael Ortega Basagoiti