MADRID / Bajar al infierno para subir al cielo

Madrid. Basílica Pontificia de San Miguel. 27-X-2020. FIAS 2020 (Edición Otoño). Tiento Nuovo. Director, clave y órgano: Ignacio Prego. Obras de Rosenmüller, Finger, Pandolfi Mealli, Schmelzer, Bertali y Biber.
El siglo XVII sembró Europa de guerras, plagas y hambrunas. En medio de tan desolador panorama, surgió un nuevo género musical, el Stylus Fantasticus, que era una especie de grito de libertad y de rebeldía. Nació en el norte de Italia, pero pronto se extendió por la Europa Central. El polímata Athanasius Kircher, uno de los más grandes cerebros que ha alumbrado la humanidad, lo definió así en su obra Musurgia Universalis: “Es el método de composición más libre y desenfrenado, no está ligado a nada, ni a la palabra ni a la melodía. Fue instituido para mostrar el genio y enseñar el diseño oculto de la armonía y la ingeniosa composición de frases armónicas y fugas”. Aquellos músicos que abrazaron con entusiasmo el Stylus Fantasticus habían tenido que bajar al infierno de la devastada Europa para poder subir después al cielo de la música.
El concierto de ayer, a cargo de Tiento Nuovo, estaba programado para el pasado mes de marzo, pero se lo llevó por delante, como a tantos otros, el confinamiento antipandemia. Cuando Ignacio Prego, director del grupo, lo diseñó, no imaginaba ni por asomo, al igual que nos ocurría a todos nosotros, la que se nos venía encima. Este mundo de ahora no difiere demasiado de aquella Europa del XVII: hay guerras (la del Alto Karabaj la tenemos bien reciente), hay epidemias y empieza a haber hambre a consecuencia de la deplorable gestión sanitaria y de la no menos lamentable gestión económica de algunos gobiernos (tampoco hace falta que busquemos muy lejos para comprobarlo). Y, lo que es peor, cada día hay menos libertad, tanto individual como colectiva. Cuando tomarte una cerveza con unos amigos (no más de cinco, por supuesto, no vaya a ser que te caiga un multazo) o viajar a cincuenta kilómetros de casa se convierte en algo parecido a un lujo oriental, es que esta sociedad no funciona. Por eso, hay que aprovechar todas y cada una de las pequeñas posibilidades que se nos presentan para encontrarle algún sentido a nuestra existencia en este tiempo interminable de congoja. Y la música, esta música, es un paliativo que nos hace comprender mejor lo que debían de sentir aquellos europeos del XVII y, de paso, es una forma de respirar un gramo de libertad. A nosotros también nos está tocando bajar al infierno para poder, ojalá, subir algún día al cielo.
El ambiente no era alentador: fuera de la Basílica Pontificia de San Miguel, frío y viento; dentro de ella, poca gente debido a la reducción de aforo (que, al tratarse de un templo, es aún más severa que las que sufren teatros y auditorios). Pero en cuanto empezó a sonar la primera obra, la Sonata Ottava a 6 de Johann Rosenmüller (indecente ser humano por su pederastia enfermiza, pero monumental compositor), la iglesia se llenó de calor. De calor vital. Le siguieron un ground arreglado para violín de Godfrey Finger, la Sonata “La Castella” de Giovanni Antonio Pandolfi Mealli (otro despreciable ser humano que apuñaló hasta la muerte en Mesina a un castrato que se negó a seguir sus instrucciones y que, en su huida, acabó en Madrid, donde falleció en 1679, no muy lejos del lugar en el que se celebraba este concierto), la Séptima sonata del Sacro-profano concentus musicus de Johann Heinrich Schmelzer, la famosa Ciaccona de Antonio Bertali, una nueva sonata (la Sexta) de Rosenmüller y, como punto final, la Pars III en La Menor de la Mensa Sonora del inigualable Heinrich Ignaz Franz von Biber.
Tiento Nuovo (los violinistas Vadym Makarenko y Daniel Pinteño, el violista Daniel Lorenzo, la violonchelista María Martínez, Ismael Campanero con el contrabajo y el violone, Pablo Zapico con la tiorba y la guitarra, y el propio Prego con el clave y eal órgano positivo) sonó mejor que nunca. O eso se me antojó a mí, arrobado como estaba por la inasible belleza de estas piezas representativas del Stylus Fantasticus. Pareciera como si los miembros del grupo llevaran toda la vida tocándolas. Fue una hora taumatúrgica, que nos ayudó a evadirnos de la cruda realidad que nos rodea. Al otro lado de la enorme puerta de madera maciza de la basílica, nos esperaba de nuevo el frío. El atmosférico y el vital.
Eduardo Torrico