MADRID / Bach por la Nacional, con Ucrania en el fondo
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 9-IV-2022. Bach: Misa en Si menor BWV 232. Robin Johannsen, soprano; Sophie Harmsen, mezzosoprano; Jeremy Ovenden, tenor; Konstantin Wolff, bajo. Coro Nacional de España. Orquesta Nacional de España. Director: David Afkham.
Más allá de los avatares sobre su composición, narrados con detalle por Luis Gago en sus notas al programa de mano (en esta ocasión más extensas que en la anterior, para el CNDM, sobre la misma obra interpretada en enero por Thomas Hengelbrock al frente del Balthasar Neumann Chor & Ensemble el pasado enero), la Misa en Si menor de Bach es una colosal partitura, de una grandeza y perfección abrumadoras, que nos deja boquiabiertos y emocionados cada vez que la escuchamos. Una obra que se sitúa muy cerca, tal vez hasta incluso a la altura, de otro monumento descomunal de la historia de la música, la Pasión según San Mateo. Una, como dice Gago, gran misa católica, la otra, un gran oratorio de ámbito protestante. Ambas, simplemente grandiosas, salidas de la pluma de un luterano militante, sin duda uno de los mayores genios musicales de la historia, si no el mayor.
Más allá de satisfacer la curiosidad por la erudición, poco importa si la Misa en Si menor fue concebida como un todo o no. Cuando uno se enfrenta a números de una grandeza artística inabarcable, es trascendente la infinita belleza, emoción, coherencia y consistencia que destilan estos pentagramas. Nos gana inmediatamente la solemne serenidad del Kyrie inicial y la fuga del postrero. Emocionan la alegría exaltada del Gloria, el júbilo contagioso del Cum sancto spiritu o del Et resurrexit y el Et expecto resurrectionem, y sobrecogen el misterio del Et incarnatus o la desolación del Crucifixus. Pocos momentos hay en la historia musical más estremecedoramente emocionantes que la doliente súplica del Agnus Dei, que finalmente corona un Dona nobis pacem de una majestad, paz y grandeza inalcanzables, en el que Bach, muy inteligentemente, retoma la maravillosa música desplegada antes en el Gratias agimus tibi.
Si el coro tiene la parte del león, los solistas, además de la maravilla ya mencionada del Agnus, disponen igualmente de arias exquisitas, desde los dúos que encontramos en el Christe eleison, Domine Deus o Et in unum dominum hasta esas bellezas formidables del Laudamus te, Qui sedes ad dexteram patris, Quoniam tu solus sanctus, Et in spiritum sanctum (incluyendo la mención a la fe en la Santa Iglesia Católica y Apostólica) o el prodigioso Benedictus. Tienen en ellas intervención distinguida algunos solistas instrumentales, como violín, flauta, oboes d’amore y trompa, pero es también bellísima, aunque comprometida, la partitura de las trompetas en algunos coros.
Servir este verdadero festín musical no es tarea fácil, porque el Cantor, según su inveterada costumbre, despliega un complejo entramado contrapuntístico de nada fácil desentrañamiento. Sirvan de ejemplo el coro a 8 voces en el Osanna o la combinación de polifonía y gregoriano en el Credo. Quienes siguen con alguna regularidad mis reseñas de la Nacional saben que tengo en la más alta consideración la talla artística de David Afkham, cuya labor al frente de la Nacional hay que considerar, sin la menor duda, extraordinaria. El maestro alemán ha llevado a la orquesta a otro nivel, y la alta calidad de sus conciertos es casi una norma. Lo anterior no es óbice, sin embargo, para señalar que, en lo tocante a la música del Cantor, y dentro de una labor generalmente encomiable, hay decisiones interpretativas que, al menos al firmante, le resultan un tanto desconcertantes.
La velada empezó con un breve parlamento (en impecable español) de Afkham explicando que querían dedicar el concierto, y especialmente por tratarse de esta obra en particular, a la gente que sufre, personalizada en las víctimas de la guerra en Ucrania. El público respondió con calor a la más que adecuada idea en forma de una larga ovación. En efecto, es fácil que partitura tan maravillosa despierte los más hondos sentimientos del ser humano. Si no lo hace esta, pocas lo harán. Y la ocasión no podía ser más apropiada.
El planteamiento de Afkham, como antes en el Oratorio de Navidad (no pude escuchar en su día la Pasión según San Mateo), se acercó, con medios actuales, a algunos postulados historicistas. Pero, como ocurrió en la obra navideña, no siempre con cierta coherencia. Aunque atípica en las formaciones modernas de nuestros días, pareció lógica (es lo que hacen la mayor parte de grupos historicistas) la ubicación del contingente instrumental, con la cuerda mayormente concentrada en la zona izquierda y central del escenario (con excepción de los dos contrabajos, ubicados atrás y a la derecha), la madera (flautas, oboes y fagot) a la derecha, trompetas y timbal al fondo a la izquierda y trompa (en su solitaria intervención), atrás y en el centro.
En cuestión de contingentes, la comparación con los utilizados por el antes citado Hengelbrock es ilustrativa. El director del Balthasar Neumann Chor & Ensemble empleó una cuerda de 6/6/4/4/2, más el viento prescrito (2 flautas, 3 oboes, 2 fagots, 3 trompetas, trompa y timbales) y órgano. Afkham utilizó un contingente parecido (6/6/4/3/2), idéntico equipo de viento y, en algunos números, clavecín en lugar de órgano. Hubo, sin embargo, diferencia significativa en las voces: 42 en el caso del coro Nacional, frente a las 33 utilizadas por Hengelbrock.
En su momento (la selección de cantatas del Oratorio de Navidad antes citado) comenté que parecía sorprendente que quien, como Afkham, se decanta por trompetas naturales para las sinfonías de Beethoven, se incline por los trompetas con pistones para obras como aquella o, como ayer, para esta Misa. Las trompetas utilizadas no solo tienen una sonoridad mucho más brillante que las pretéritas, sino unas posibilidades que permiten (como así ocurrió) ornamentaciones que pueden parecer excesivas y que desde luego serían inejecutables en el instrumento original (además de no estar prescritas).
El asunto de las ornamentaciones daría para un tratado, pero parece haber coincidencia entre los expertos de lo históricamente informado que la libertad ornamental que fomentaba el Cantor era más que relativa. Afkham, como ya hizo en Navidad, deja a sus solistas generosa libertad en ese campo. Y como sus solistas son estupendos instrumentistas, la utilizan. Y lo hacen, qué duda cabe, estupendamente. Otra cuestión es que la medida en la que lo hagan parezca o no adecuada. Pareció bastante razonable la utilizada por el concertino Miguel Colom (Laudamus te), el flautista Álvaro Octavio (Domine Deus, Benedictus) o los oboístas Víctor Manuel Ánchel y Ramón Puchades (Qui sedes ad dexteram patris). El trompa Salvador Navarro, que salvó de forma sobresaliente su complicado cometido en el Quoniam tu solus Sanctus, evitó con buen criterio ir más allá de lo prescrito. Los trompetistas, encabezados por el siempre magnífico Manuel Blanco, parecieron inicialmente más contenidos que en el Oratorio de Navidad, hasta que, llegado el Osanna, dieron rienda suelta al entusiasmo ornamental y adornaron por doquier, algo que al firmante resultó un exceso manifiesto y, en algún momento, inadecuado (alguno de los adornos ejecutados pareció otorgar al pasaje un sorprendente aroma marcial).
Hubo otro par de decisiones algo sorprendentes por parte de Afkham. La primera llegó en el Kyrie inicial. Planteado con adecuada solemnidad y recogimiento en los compases iniciales, sorprendió la excesivamente recortada articulación de los grupos de corcheas (por ejemplo en los c. 61 y siguientes) sobre la primera vocal de la palabra “eleison”. Cierto, en la cuerda aparece prescrita una ligadura entre las corcheas segunda y tercera y sexta y séptima, pero nada hay que indique que las restantes hayan de ejecutarse (y más en las voces, donde no hay indicación alguna) de forma tan ásperamente recortada. El fraseo coral queda así excesivamente entrecortado y, al menos para quien esto firma, antinatural. Tampoco termino de entender la razón de ese mismo recorte, además acentuado, sobre las sílabas Ky-ri-e del kyrie conclusivo. La seca contundencia de esa articulación parece convertir lo que es una súplica (Señor, ten piedad) en una orden imperativa.
Hay que señalar también que es perfectamente plausible, aunque no figure prescrita, la utilización en determinados momentos del esquema concertino-ripieno. Lo hizo, con más que plausibles resultados, en algunos momentos, Hengelbrock. Se me escapa, sin embargo, la razón por la que en algunos momentos (pongo como ejemplo el Agnus Dei, pero hubo otros), Afkham empleó todo el contingente de cuerda aguda (violines primeros y segundos) enfrentado a solo los solistas de violonchelo y contrabajo (Ángel Luis Quintana y Antonio García Araque, respectivamente; ambos, dicho sea de paso, estupendos en sus cometidos respectivos). Si se opta solo por esos dos solistas en la cuerda grave, tal vez la utilización de los primeros atriles de violines para tal combinación se habría antojado, creo, más equilibrada.
Y hablando de la cuerda grave, creo que las notas repetidas de chelos y contrabajos en el Crucifixus hubiera podido queda mejor articulado y tal vez acentuado en sus partes fuertes para resaltar más el desgarro que el cromatismo descendente de todo el pasaje transmite. Por terminar, en fin, con las posibles objeciones, en una interpretación en la que los tempi parecieron muy bien elegidos en general, debo comentar que el aplicado al Laudamus te pareció excesivamente acelerado. Aunque Miguel Colom dibujó su parte de manera impecable, es inevitable perder algo de claridad cuando el tempo se acelera en exceso. La mezzosoprano Sophie Harmsen superó también el nada fácil trance de decir su parte a tan veloz trazado.
Dicho todo esto, Afkham, magnífico músico y director, ofreció una interpretación globalmente muy disfrutable, expresiva, bien planificada, matizada con gusto y emotividad. Acertó en el encendido júbilo donde la partitura lo demandaba, como el final del Gloria o los momentos más exaltados del Credo, y en el recogimiento y devoción de otros, muy especialmente de los dos últimos. Sin duda, el titular de los conjuntos nacionales tiene un sentimiento profundo por la obra. Y se nota para bien, más allá de que puedan expresarse discrepancias como las apuntadas. Si uno ha de quedarse con dos momentos de esta interpretación, probablemente serían el sereno, hasta apropiadamente moroso, Agnus Dei, planteado con acierto como una doliente súplica, y el Dona nobis pacem, que creció desde el devoto ruego hasta la serena pero grandiosa gratitud, en un arco sabiamente dibujado desde el podio. Bien construido también el difícil comienzo del Credo, con el cantus firmus apropiadamente resaltado.
La respuesta instrumental fue extraordinaria. Brillaron los solistas ya mencionados, más los encargados del continuo (a los ya citados hay que añadir a Daniel Oyarzabal, siempre una garantía, y el fagot José Masiá). Una labor impecable de toda la orquesta. En la parte vocal, se lucieron especialmente la soprano Johannsen y el tenor Ovenden. Ambos con bonita voz y buen volumen, además de impecable articulación y línea de canto. La mezzosoprano Harmsen pareció algo corta de volumen en sus dúos con Johannsen, pero defendió de forma notable el citado Laudamus te y firmó un Agnus Dei magnífico, profundamente emotivo y exquisitamente matizado. El bajo Wolff, por su parte, salvó con apuros sus dos intervenciones (más la encomendada del Et iterum venturus dentro del coro del Et resurrexit), con evidentes limitaciones de volumen y patentes apuros para colocar con seguridad el mi agudo de su tesitura.
El Coro Nacional ofreció una prestación en general correcta, no especialmente bien empastada y con algunos apuros en las sopranos más allá del sol agudo (la entonación de los tenores en el inicio del Credo también hubiera podido ser más precisa) pero con correcta articulación de episodios como el muy vivo y comprometido final del Gloria y expresiva, sentida interpretación del mencionado Crucifixus.
Concierto, en fin, de alta carga emocional, centrado en una de las más grandes creaciones de la historia musical, recibido con justificado calor por el público. Cuando la obra es un monumento de este calibre y se ofrece con los niveles de competencia que en estos momentos tienen los conjuntos nacionales, es difícil no disfrutarlo. Aunque, solistas aparte, uno se sienta, en esta obra, más cerca del concepto que escuchamos en enero a Hengelbrock que del ofrecido ayer por Afkham. Los conjuntos nacionales estrenaban indumentaria. No era muy evidente el cambio en el frac de los músicos de la orquesta. Sí lo fue el de los nuevos modelos para el coro. Materia sobre la que corresponde opinar a los expertos en moda.
Rafael Ortega Basagoiti