MADRID / Argerich-Goerner: contagiosa energía vital
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 3-IV-2022. Ciclo Liceo de Cámara XXI del CNDM en coproducción con “La Filarmónica”. Martha Argerich y Nelson Goerner, pianos. Obras de Mozart, Debussy y Rachmaninov.
El concierto ofrecido como parte del Liceo de Cámara XXI del CNDM, en colaboración con La Filarmónica, tenía sin duda un atractivo especial. Y así se demostró cuando pudo verse la sala sinfónica del auditorio nacional (tomen nota los agoreros) abarrotada hasta la bandera. Ese atractivo especial tiene nombre y apellido: Martha Argerich (Buenos Aires, 1941). La argentina, esa mujer que, como escribí hace tiempo parafraseando su propia expresión, no quiso en realidad ser pianista y terminó siendo una de las más grandes de la historia reciente, es una artista de colosal dimensión, con un gancho especial, y muy comprensible, para el público. La cosa fue muy patente por la larguísima y cariñosa ovación de bienvenida que el público obsequió ayer al dúo de pianistas que protagonizaba el recital: la mencionada Argerich y su más joven paisano Nelson Goerner (San Pedro, 1969).
Argerich es un verdadero fenómeno de la naturaleza, digno de estudio. Quienes se afanan en encontrar fuentes de energía tal vez hicieran bien en estudiar a la argentina, poseedora de una que aparentemente no se acaba, pasen los años que pasen. Su temperamento arrollador, su fuerza, su vitalidad contagiosa parecen inmunes al paso del tiempo. Y sin embargo, ahora parece haber alcanzado esa dimensión artística la que solo se llega tras décadas de conocimiento, estudio y experiencia. Esa dimensión en la que el artista disfruta tal vez más que nunca transitando músicas queridas y mil veces estudiadas y tocadas, pero en las que ahora se siente tal vez más capaz de destilar su esencia con especial libertad.
Para asombro de propios y extraños, sigue en posesión de una agilidad inverosímil, de una exquisita claridad de articulación y de un sonido primoroso, generado a través de un equilibrio envidiable en sus movimientos. Sigue también, cómo no, siendo dueña de una electricidad contagiosa, si bien ahora tiene menos (y digo menos, pero no ninguna) tendencia a que de vez en cuando roce lo desbocado. Su personalidad es fuerte, y eso es algo evidente porque sus dúos con otros intérpretes no siempre han resultado del todo equilibrados, precisamente porque en ocasiones Argerich apabulla a quien tiene al lado, probablemente sin querer, simplemente como fruto de la asombrosa fuerza que atesora.
Así, sus dúos con Barenboim, el llorado Nelson Freire, o el trágica y prematuramente desaparecido Nicolas Economou, han sido probablemente los que han ofrecido el más alto rendimiento artístico precisamente por ese equilibrio. En otras combinaciones, con Alexandre Rabinovitch o Mischa Maisky, por ejemplo, ha habido estupendo entendimiento, pero no un equilibrio tan bien conseguido como con los citados. El compañero de Argerich ayer era Nelson Goerner, que no hace mucho (febrero) nos visitó en el ciclo de La Filarmónica, con la orquesta del Mariinski y Valery Gergiev, para firmar un correcto pero no deslumbrante Segundo Concierto de Brahms.
Goerner y Argerich tienen, evidentemente una excelente, muy entrañable y, vista desde fuera, simpática conexión. Salieron a escena de la mano, y paseaban por el mismo saludando atrás y adelante, a izquierda y derecha, mientras departían amigablemente. Colocados inicialmente para tocar En blanc et noir de Debussy con Argerich a la izquierda del escenario, a cargo del piano I de la partitura, y Goerner a la derecha (piano II), se hizo evidente que la argentina no estaba del todo cómoda. Parecía un problema de banqueta, y la cosa se solucionó aparentemente con un cambio de banquetas, aunque el firmante tuvo la sensación de que -luego se cambiaron los papeles para las otras dos obras, en las que Argerich asumió el piano II- no terminó de encontrarse del todo cómoda, no sé si porque no veía bien a su compañero.
La partitura de Debussy, escrita poco después del comienzo de la primera guerra mundial y con el compositor ya enfermo del cáncer de colon que terminaría con su vida tres años más tarde, es, entre las pianísticas suyas, especialmente elusiva. Parece engañosa la rotundidad de la danza inicial, tras la cual subyace una energía no exenta de amargura, y tiene evidentes dosis de un misterio a menudo ominoso el segundo número, con el último (que incluye alguna cita evidente al Pájaro de fuego del dedicatario, Igor Stravinski) dibujando una mezcla de inquietud y alto voltaje en la que hay evidente desasosiego.
Hubo en la interpretación de Argerich y Goerner excelente fusión sonora y envidiable energía, aunque el primer número, el vals dibujado a notable velocidad, pudo haber tenido algo más de claridad. En el segundo encontramos las dosis adecuadas de misterio y en alguno de los rotundos acordes finales el encaje debió haber sido más preciso. Bien planteado el scherzando final, sutil en su comienzo, inquietante en su desarrollo y final.
Se intercambiaron papeles (y banquetas, claro está) en la siguiente obra: la Sonata K 448 de Mozart, con Argerich ahora la derecha (piano II). La sonata del salzburgués, fruto de 1781 y por tanto contemporánea de bellezas como Idomeneo o la Gran Partita, es, desgraciadamente, la única obra del género que nos ha llegado de su autor. Y digo desgraciadamente porque es difícil imaginar, en el repertorio para dos pianos, obra más vital, luminosa, elegante, refinada y divertida que esta, por mucho que recientemente se nos haya cansado con el debate acerca de un controvertido – con todo fundamento – estudio sobre sus presuntas cualidades antiepilépticas.
Un incesante diálogo, fulgurante en sus maneras, domina el contagioso Allegro con spirito inicial, esta vez con la repetición de la exposición respetada. Tranquilo y cantable el andante, y luminoso, sonriente, el animado final. Quien esto firma percibió en esta ocasión una más palpable diferenciación tímbrica entre ambos artistas, con Goerner produciendo un sonido un punto más afilado, siendo el de Argerich más redondo y lleno. En todo caso, envidiable y contagiosa vitalidad en el decir de ambos, con sobresaliente resultado global.
La segunda parte se ocupaba con el arreglo que el propio Rachmaninov escribió para dos pianos de sus Danzas sinfónicas, partitura en la que los pianos ambicionan, como cabría esperar, una sonoridad mucho más ampulosa, que rememore la considerable orquestación (incluyendo un generoso grupo de percusión) del original para orquesta. Fue en esta partitura, de densa escritura vertical pero de gran impulso rítmico y considerable colorido, donde el dúo Argerich-Goerner consiguió la que probablemente fue su mejor interpretación de la tarde, la más empastada y de mejor fundida sonoridad, con un final de tremenda intensidad, verdaderamente electrizante.
El público, que como antes señalé ya estaba entregado de entrada, recibió con alborozo tan brillante conclusión. Y los reiterados paseos, siempre cogidos de la mano, departiendo de manera entrañable, para saludar a un lado y otro del auditorio, despertaron aún más ovaciones. Llegaron entonces las dos perlas regaladas por el dúo argentino. Primero fue el delicioso Bailecito de Carlos Guastavino, sonriente y contagioso en su ritmo. Y tras ello, fue el turno del tercer número de Scaramouche de Darius Milhaud, la preciosa, divertida e irresistible Brasileira, con la que Argerich y Goerner terminaron de entusiasmar a una audiencia agradecida por tanta y tan buena música, tan bien servida. Interpretación esta última más cercana a la realizada por la argentina con Nelson Freire en el año 2003 que a la arrolladora y rapidísima realizada no mucho antes (2001) por la propia Argerich junto a Evgeni Kissin.
Aunque hemos visto a la argentina, como antes se señaló, en dúos más equilibrados, el concierto de ayer empezó en notable y terminó por todo lo alto, en un sobresaliente redondo. Lo dije en su momento cuando las Labecque nos visitaron (Ibermúsica) el pasado año. Los conciertos para dúo de pianistas, en cualquiera de sus formatos, deberían prodigarse más. El repertorio lo merece. Y cuando la cosa llega con esa contagiosa energía vital que disfrutamos ayer, más.
Rafael Ortega Basagoiti
(Foto: Rafa Martín)