MADRID / Apoteosis beethoveniana de Kissin

Madrid. Auditorio Nacional. 10-II-2020. Evgeni Kissin, piano. Obras de Beethoven.
A punto de la cincuentena, el ruso Evgeni Kissin tiene ya a las espaldas una larga carrera (lleva en danza desde que apenas con 13 años interpretó y grabó en vivo los dos Conciertos de Chopin dejando pasmado al personal). Naturalmente, el joven prodigio pasó por las etapas de desarrollo correspondientes, y hoy se encuentra en una madurez vital y musical extraordinaria. No pude escucharle en su visita el pasado año, pero el álbum de Beethoven lanzado no hace mucho por DG (que no incluye ninguna de las sonatas interpretadas ayer en Madrid) prometía grandes cosas para el recital monográfico beethoveniano que presentó ayer en Ibermúsica, que precisamente este curso conmemora su medio siglo de existencia. Kissin viene acudiendo a la llamada de Ibermúsica desde 1988, y la de ayer fue la cuadragésimo segunda comparecencia… ahí es nada.
El gran pianista ruso se encuentra, como digo, en una madurez musical envidiable, conservando al mismo tiempo un apabullante dominio de todos los recursos técnicos. Los dedos son de felina agilidad y ofrecen una articulación de cristalina claridad, seguros en los saltos (los más que peligrosos, por reiterados y salpicados de adornos, de la variación XIII en las Variaciones Op 35), capaces de una contundencia asombrosa (el poderío de la mano izquierda es particularmente llamativo) pero también de mil y un colores, y de delicadezas exquisitas de matiz, como el espeluznante pianissimo del pasaje final de ese movimiento impagable que es el adagio molto de la Waldstein, uno de esos múltiples episodios en los que la imaginación beethoveniana para crear tensión parece no tener fin. Bien medido el pedal de resonancia, nunca emborrona el discurso, poderoso y sólidamente construido, de un Beethoven que, eso sí, mira con determinación al futuro.
Kissin no reinventa la rueda, ni recurre al capricho. Deja hablar a la música y, como decía Richter, sigue al compositor, y no pretende que el compositor le siga a él. Parece una simpleza, pero vemos con frecuencia a quien quiere innovar, como dicen los ingleses “for the sake of novelty”, por el mero hecho de lo nuevo. Kissin tiene bastante con el apabullante bagaje pianístico que posee, para servir las partituras con la intensidad que ya poseen (especialmente cuando se habla de alguien como Beethoven); no hace falta añadirles más. Abría el programa la conocidísima Sonata nº 8 Op. 13 “Patética”, afrontada con un Grave inicial solemne, de poderosos acordes (por momentos algún sf pareció más cercano al ff) y vibrante impulso en el allegro di molto e con brio. Elegante y cuidadísimo en el matiz, pero tal vez un punto corto en el aliento lírico del canto, el adagio cantabile, en el que destacó la sección central del movimiento, perfectamente dibujada. Bien cantado y con elegancia, sin desbocar, pero con envidiable impulso, el rondó final.
Completaban la primera parte las Variaciones y fuga Op 35, conocidas con el sobrenombre de Heroica, puesto que utilizan como tema la misma contradanza del propio Beethoven que serviría de tema para el último movimiento de la Sinfonía Heroica, también en forma de variaciones. La partitura habla de quince variaciones, y en realidad eso es casi una broma, porque para cuando “aparece” la primera variación, Beethoven ya ha efectuado tres digresiones tituladas “A due”, “A tre” y “A Quattro”, que en realidad no son sino tres variaciones más. De hecho, cuando llega el Finale – Alla fuga, allegro con brio, uno se encuentra con que, tras la fuga propiamente dicha, Beethoven sigue y sigue variando como si no hubiera mañana. La colección, fechada en 1802, poco antes de la Tercera Sinfonía, se asoma por momentos al Beethoven visionario y futurista de las Diabelli, y obtuvo ayer, de la mano de Kissin, una interpretación de un poderío y riqueza de contrastes extraordinarios. Desde la preciosa, casi danzable pero vibrante variación III, hasta el ímpetu arrollador de la última y de la fuga final, pasando por la riqueza de contrastes de la XIV (uno de esos momentos en los que asoma un Beethoven de, por entonces, casi insólito atrevimiento), la versión alcanzó una intensidad sobresaliente, contagiosa. La segunda parte se abrió con otra de las más conocidas sonatas de la colección, la nº 17, conocida como La tempestad. Incisivo y contrastado, con nervio, el primer tiempo, con sobresaliente construcción del desarrollo, muy bien planteados los compases marcados Largo, esa suerte de breve recitativo que marca un punto de suspense típicamente beethoveniano, y que en manos del ruso concentró toda la tensión posible. Recogido, tenso, con una sabia dosis de contenida ansiedad, el adagio central, y elegante pero a la vez enérgico el allegretto final, nuevamente con una mano izquierda de una intensidad extraordinaria, pero sin distorsionar el discurso.
Uno ya esperaba, para entonces, que la obra que cerraba el programa, la Sonata nº 21 “Waldstein”, iba a echar chispas. Y vaya si lo hizo. Vertiginoso el allegro con brio inicial, con un ímpetu tremendo, verdaderamente trepidante, respetuoso siempre con cada regulador dinámico. Y siempre articulado con una inverosímil agilidad y claridad. Hablé antes del adagio molto, otro de esos momentos de enigmático suspense beethoveniano cuya tensión supo construir Kissin de manera magistral. Y por fin, el Rondó final, que nace en una serena y bien cantada luminosidad y culmina en un torrente temperamental, exaltado y rotundo, traducido de manera apabullante por el descomunal pianista ruso. No hace falta decir que el éxito fue sencillamente apoteósico. Y más que bien merecido. Tras interminables ovaciones y salidas, Kissin desgranó hasta cuatro propinas: Dos Bagatelas Op. 33 (primera y quinta; esto de las Bagatelas como nombre tiene su gracia, porque cualquiera que las haya tocado sabe que de bagatelas solo tienen el nombre; tienen mucho más que tocar de lo que parece), Variaciones sobre un tema original Op 76 (el tema en cuestión sería luego la archiconocida Marcha de Las Ruinas de Atenas), traducidas con alegría y garbo, y las encantadoras pero poco escuchadas Escocesas WoO 83. Apareció en ellas el Kissin más sonriente, capaz de desplegar, además de toda la paleta riquísima de colores y matices que había ofrecido, el más genuino humor y gracejo. Un soberbio recital. El público, incluidos los numerosos jóvenes estudiantes que rodeaban al pianista en sillas emplazadas en el escenario, en lugares habitualmente ocupados por la orquesta de turno, así lo entendió, y no se cansaba de aplaudir. No es de extrañar.
(Foto: Rafa Martín – Ibermúsica)