MADRID / Apabullante ‘Salomé’ por Afkham con la Nacional
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 24/26-VI-2022. Concierto sinfónico 23 de la temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España. R. Strauss: Salomé op. 54 (ópera en versión de concierto). Director: David Afkham. Solistas: Lise Lindstrom, soprano (Salomé), Tomasz Konieczny, barítono (Jochanaan), Frank van Aken, tenor (Herodes), Violeta Urmana, soprano (Herodías), Alejandro del Cerro, tenor (Narraboth), Lidia Vinyes Curtis, soprano (Paje), Josep Fadó, Pablo García-López, Vicenç Esteve y Ángel Rodríguez Rivero, tenores (Judíos I-IV), David Cervera, tenor (Judío V, Nazareno I), Tomeu Bibiloni, bajo (Nazareno II, Soldado I), David Sánchez, bajo (Soldado II), Pedro Llarena Carballo, bajo (Capadocio), Francesca Calero (Esclavo). Susana Gómez (concepto de escena).
Se esperaba con ganas, y más tras la suspensión del Fidelio beethoveniano, arrollado por la pandemia, la ópera en versión de concierto que ofrecía esta temporada la Nacional. Es bien cierto que las óperas en el auditorio son harto problemáticas, y más por la logística que conlleva montarlas en una sala que no está prevista para tal fin. Pero los resultados hasta ahora han sido tan estupendos (recordemos Electra, Holandés, Tristán) que ante esta Salomé straussiana las expectativas eran justificadamente altas, más aún por cuando se trata de un repertorio por el que el titular de la formación, David Afkham, tiene indudable afinidad. Los resultados hablan por sí mismos.
Por esas jugadas (¿o no?) del destino, Salomé ocupaba el auditorio madrileño justamente el día de la festividad de San Juan Bautista. Estrenada en diciembre de 1905, sobre el texto del drama de Oscar Wilde, traducido para la ocasión al alemán por Hedwig Lachmann, con pinceladas de adaptación del propio Strauss, la obra catapultaría a su autor a la celebridad como compositor operístico, hasta el punto de que, como ha señalado con acidez Morten Kristiansen, sirvió para financiar la villa del compositor bávaro en Garmisch. Dice bien el oboísta de la Nacional, Ramón Puchades, en sus excelentes notas al programa, que la partitura tiene una textura muy novedosa, y está repleta de conflictos tonales y de cromatismos que parecen no tener fin. La opulencia orquestal es apabullante. Una orquesta masiva (solo la cuerda reclama 60-62 instrumentistas, distribución que se respetó ayer, con la excepción de un par de instrumentistas en cada sección de violines; añádanse 13 de viento madera, 11 de viento metal, 9 percusionistas, 2 arpas, celesta y órgano) capaz de generar sonoridades de una contagiosa y seductora efusividad, con evidentes ecos de sus grandes poemas sinfónicos, pero también con rasgos de atrevida modernidad y desgarrada crudeza. La Salomé straussiana es como el mismo personaje protagonista. Mortensen lo expresa bien: lleva la explotación del colorido sonoro a nuevos límites, más allá de Wagner. Puchades lo ilustra también con acierto: voluptuosa y brillante a la par que decadente, sinuosa.
Hay también en ella un raro encanto y hasta un punto de desconcertante contradicción. La perversa Salomé de Wilde es tratada musicalmente por Strauss en algunos momentos con casi sorprendente amabilidad, mientras el Bautista, también dibujado por el autor británico con trazos poco cercanos a la santidad, obtenía una música que transpira más grandeza que intimidación. Dice Puchades que a Strauss le encantaban las diabluras. Y uno no sabe si encerró una de ellas (¿caramelo envenenado?) en su decálogo para el joven director de orquesta de 1925, cuando daba la siguiente instrucción: “Dirija Salomé y Electra como si hubieran sido escritas por Mendelssohn: música ‘de duendes’”. Francamente, cuando uno escucha la auténtica orgía sonora de esta colosal partitura, a uno le cuesta evocar al compositor de Hamburgo, aunque es cierto que hay momentos, en este sorprendente y fascinante caleidoscopio edificado por Strauss, en el que se mezclan con rara maestría la perversión, la seducción, el amor, la fe y la tragedia, en los que asoma un lirismo de refinada elegancia que sí se acerca, en el clima, al dibujado por el compositor de El sueño de una noche de verano.
Es bien lógico que tan complejo entramado y tan variado y cambiante espectro musical resulte en una partitura que es un verdadero miura para todos los participantes: demanda extraordinaria para la orquesta, exigida al máximo; también para los cantantes, que han de superar una escritura inclemente, con límites extremos enfrentados a una orquesta que no puede hacer concesión alguna, y para la batuta, que ha de saber no solo ensamblar el complejo entramado, sino extraer toda ese contrastante, a menudo ambigua y muchas veces desconcertante paleta de colorido sonoro y expresivo.
Digamos inmediatamente que lo presenciado ayer tuvo un magnífico nivel. Hay que aplaudir en primer lugar el excelente concepto escénico de Susana Gómez, que aprovechó al máximo las necesariamente limitadas posibilidades disponibles de la sala, con excelentes resultados, sin extravagancias y con buena imaginación. Estuvieron, por ejemplo, muy bien resueltas tanto la Danza de los siete velos (seductora en sus inicios, y con discreto mutis de la cantante después, dejando que la orquesta luciera su evidente protagonismo) como el tramo final de la obra.
La parte vocal obtuvo sobresalientes prestaciones en los cuatro papeles principales. La californiana Lindstrom posee una poderosa voz de soprano dramática y ofreció todo lo que uno espera de la perversa y seductora Salomé: desde la fanática y enloquecida que llega a la necrofilia hasta la mujer capaz de emborrachar al más pintado con su capacidad de seducción. La voz le acompañó desde los más delicados matices hasta el intencionado pero estremecedor desgarro en algún registro grave cuando reclamaba la cabeza del Bautista. Superó con sobresaliente el trance de enfrentarse en la peor tesitura (justo delante de la orquesta) en el verdadero tour de force que supone el tramo final de la obra, y el arrollador torrente orquestal no la ahogó en ningún momento.
Espectacular la prestación vocal y teatral de Tomasz Konieczny, bajo-barítono que compuso un imponente Bautista. La voz corre con apabullante presencia incluso cuando canta “fuera de escena” (en concreto tras la cadereta del órgano), y su “duelo” con Salomé tuvo una intensidad realmente espeluznante. Una formidable interpretación de enorme impacto, de principio a fin. Para quien esto firma, probablemente el mejor de la noche.
Frank van Aken presentó un Herodes con muy buen equilibrio teatral y más que convincente nivel vocal. Entre Strauss y Wilde dibujan un Tetrarca que tiene una mezcla, por decirlo amablemente, poco atractiva: baboso, egocéntrico (esa frase cuando ve el cadáver de Narraboth, sorprendiéndose cuando lo ve muerto: “Yo no he ordenado que lo maten”, como si la gente solo pudiera morirse porque él lo ordena, lo dice todo), pervertido y, al fin, cobarde. Es fácil caer en lo histriónico, y Van Aken, con una voz de envidiable presencia y unos recursos expresivos más que plausibles, no lo hace. Sin renunciar a la intensidad teatral, que debe cuidar, no obstante, porque en uno de sus entusiasmados gestos el líquido de su copa se derramó y estuvo a punto de hacerlo sobre la solista de violas (Alicia Salas, que por cierto estuvo estupenda). Lo hizo en todo caso sobre el suelo, y la cosa pudo haber terminado mal si se hubiera producido un inoportuno patinazo de alguien.
La veterana lituana Violeta Urmana, que ya ha dejado excelente impresión en ocasiones anteriores (entre otras su Brangania en el Tristán de la Nacional en 2019) volvió a lucir con una también imponente y autoritaria Herodías, verdadera encarnación de la perversión malvada e intimidante. El santanderino Alejandro del Cerro cumplió en su encarnación de Narraboth, aunque el volumen anda justo para enfrentarse al tremendo contingente orquestal. Cumplieron con solvencia los demás secundarios, especialmente David Sánchez.
La Nacional evidenció una vez más que está en un envidiable estado de forma, y que es perfectamente capaz de las mejores prestaciones en una partitura endemoniada como esta. Sonó con calidez, opulencia, empaste y riqueza de colorido en todas sus familias. Desde los solistas de viento madera (estremecedor el contrafagot, Miguel Simó) hasta el concertino Miguel Colom, la mencionada Alicia Salas, los percusionistas… todo tuvo esa difícil mezcla de opulencia, calidez, brillantez y refinamiento. La Danza de los siete velos llegó en una interpretación realmente seductora, magnífica.
Todo ello, naturalmente, no hubiera sido posible sin un mando detrás como el de Afkham. El alemán demostró un dominio absoluto de la partitura, no sólo en la letra (indicada a sus músicos con absoluta precisión y atención minuciosa al detalle), sino en matices, acentos y colores. La suya era una labor especialmente compleja, no sólo por la partitura en sí, sino porque el balance se veía afectado al no estar la orquesta en foso y al tener, durante casi toda la ópera, a los cantantes casi a su espalda. Pero Afkham demostró de nuevo que es un estupendo director, y más en este repertorio. Su Salomé nos llegó con todo ese rico, complejo y fascinante caleidoscopio descrito al principio de esta crónica.
Las ovaciones atronadoras no dejaron lugar a dudas: la velada fue, como cabía anticipar, uno de los más grandes eventos de una temporada que no ha estado corta de ellos. Uno solo puede decir: maestro, más, por favor.
Rafael Ortega Basagoiti