MADRID / András Schiff, en su salsa
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 27-VI-2022. XXVII ciclo de grandes intérpretes de la Fundación Scherzo. Sir András Schiff, piano. Obras de Bach, Mozart, Haydn, Beethoven y Schubert.
La séptima presencia del húngaro Sir András Schiff en el ciclo de Scherzo, tras el forzado paréntesis pandémico, estuvo rodeada de un punto de suspense, porque el artista no desveló, hasta el mismo día del evento, lo que iba a tocar, lo que obligó a eliminar el programa de rigor y entregar un simple folio con el listado de obras, imprimido a última hora. No es Schiff el primero, ni probablemente será el último, en tomar esa senda (cierto Friedrich Gulda gustaba de transitar por ese camino), lo que no es óbice para que el firmante exprese su poco aprecio por ella. No sé si porque el suspense me gusta más en el cine de Hitchcock que asociado al interrogante del contenido de un concierto, o porque atisbo cierto tufillo de excesivo peso del intérprete de turno en perjuicio de los compositores programados. Por lo demás, un concierto tiene ya bastante incertidumbre implícita en lo que concierne a su resultado, por lo que intrigas añadidas son, creo, innecesarias.
Dicho lo anterior, no cabe duda de que Sir András Schiff es uno de los grandes pianistas de la actualidad. Es difícil, muy difícil, encontrar alguien con más y mejor capacidad para extraer un sonido más bello y redondo que el que el húngaro extrae del piano en toda su gama dinámica. Tampoco es fácil hallar alguien con un legato más fluido y perfecto elaborado desde la mano, lo que permite un empleo del pedal de resonancia que busca más efectos y ecos singularísimos que ayudar a enlazar un legato para el que los dedos ya se muestran sobrados. Schiff es, además, un músico de alto bagaje intelectual, sabio constructor de unas interpretaciones con las que se puede o no coincidir, pero que indudablemente poseen una solidez extraordinaria y evidencian un conocimiento profundo del compositor y su obra. El acercamiento técnico, con mucho énfasis en la mano y muñeca, con una articulación exquisita y con ese más que mesurado (en general) empleo del pedal, parece idóneo para el acercamiento al repertorio barroco y clásico. En difícil, en fin, imaginar alguien capaz de dibujar, con asombrosa facilidad, un discurso de más refinada elegancia en ese repertorio.
Tiene Schiff, sin embargo, una cierta tendencia, tal vez por un peso en ocasiones demasiado grande de esa aproximación de granítica solidez analítica, a una contención expresiva que a veces puede constreñir en exceso la amplitud de la agógica. Tal contención, apropiada en determinadas ocasiones, puede en otras estrechar demasiado el espectro expresivo y limar contrastes, acentos o cambios, incluso sacudidas en el clima que podrían muy bien estar en la intención última del compositor.
De todo ello hubo en el recital ofrecido ayer que, digámoslo inmediatamente, se saldó con un éxito clamoroso, pese al (de nuevo, desgraciadamente) solo mediado aforo de la Sala sinfónica del Auditorio Nacional. En el menú, como puede apreciarse en la ficha, aparecían compositores que pertenecen todos a lo más apreciado y frecuentado por el gran pianista húngaro. Como suele decirse: son todos los que están, aunque no estén todos los que son (alguno más apareció en las propinas).
La entrada bachiana no podía faltar. Llegó en la Suite francesa nº 5 BWV 816 en sol mayor. Y llegó, como cabía esperar, sin sorpresas. Sonido exquisito, dinámica de finos matices pero intencionadamente limitada amplitud, buscando evitar cualquier atisbo de exceso romántico, articulación cristalina, respeto escrupuloso de las repeticiones, debidamente adornadas con mesura y gusto, y pedal apenas ocasional para buscar, de manera absolutamente esporádica, ecos y resonancias puntualísimas. Dibujados con tino los ritmos de danza, sonaron serenas la Allemande, la Sarabande y la Loure (que quizá por la precipitada impresión del programa no figuraba en éste), y con la debida animación la Courante, la Bourrée y la Gigue, ésta con una envidiable vitalidad y perfecta transparencia del contrapunto. Deliciosa igualmente la Gavotte, planteada con sonriente gracejo.
Un buen rasgo de la sabiduría de Schiff fue programar la Pequeña Giga K 574 de Mozart justo a continuación de esta suite. No solo porque esta obra, fruto maduro del Mozart de 1789 durante su estancia en Leipzig, y con evidentes resonancias de homenaje al Cantor (la proximidad que algunos sugieren a la última fuga del primer libro del Clave bien Temperado) sino por su cercanía rítmica a la Gigue de la suite que acababa de sonar. La interpretación, como cabía esperar, tuvo más tintes de ese Bach que acabábamos de dejar que del Mozart que firmó la partitura, pero, teniendo en cuenta las connotaciones de esta obra en particular, tal planteamiento parecía bien plausible.
Haydn, a continuación. No me cansaré de repetir que el conocimiento y entendimiento de la capital obra pianística de Haydn es imprescindible para la certera asimilación del Beethoven que vino después. La Sonata Hob XVI:20 en do menor, trigésimo tercera de la serie en la numeración de Landon, escrita en 1771, es tal vez la primera de las obras clave en el amplio ciclo pianístico del compositor y, con pocas dudas, una de las más bellas del periodo (y no solo de Haydn), con una riqueza de contrastes y un brillante virtuosismo, especialmente en su movimiento final, que la dotan de un atractivo muy especial. Asoma aquí el maestro de la sorpresa, la sonrisa, los silencios (¡qué pocos hacen tanto de los silencios como Haydn!) y la contagiosa energía vital, pero también el del encanto cantable (ese inefable Andante con moto con su bellísimo dibujo de notas a contratiempo) de una elegancia exquisita.
Schiff lució, qué duda cabe, todas las virtudes enunciadas al principio de esta crónica: allí comparecieron la refinada elegancia, el cuidadísimo sonido, la fina articulación y el pedal justísimo. El desenfado, el desparpajo y hasta algún contraste dinámico pudieron haber tenido más ancho espectro, pero sobre la materia ya se comentó con anterioridad.
Todavía, antes del descanso llegó una de las cumbres de la tríada final beethoveniana: la Sonata op. 109 en mi mayor. Tuvo el primer tiempo buen contenido expresivo, con especial énfasis en la demanda de los p espressivo reiterados por el compositor antes que con evidencia de punzantes sfz. Pareció algo moderado en el tempo y restringido en el poderío de los ff el a priori más temperamental Prestissimo. El maravilloso Andante molto cantabile ed espressivo final llegó con buenas dosis de esta indicación, siempre con refinada elegancia (primera variación), pero se echó en falta algo de animación en algunos momentos (segunda variación, en la que el toque leggiero fue, sin embargo, extraordinario) y más contraste temperamental en otros (tercera). Dibujos extraordinariamente iniciados (cuarta) quedaron algo recortados en una segunda mitad en la que Beethoven (ahí están los ff) buscaba probablemente una más enérgica determinación. Serena, tal vez de nuevo algo frenada en su contenido de profunda y emotiva nostalgia, la última variación, en la que sí pudo apreciarse la magia sonora de Schiff: el complejo y largo trino sobre el sol natural en el registro grave tuvo el peso justo para soportar, pero no esconder, el dibujo de la mano derecha, que casi sugiere una improvisación. Interpretación, en suma, tal vez más bella que trascendida.
El principio de la segunda parte nos devolvió al Mozart de 1787 con el hermosísimo Rondó en la menor K 511. Desde el inicio, parece evidente que asistimos a un canto de profundo lamento. El pianista norteamericano Robert Levin considera esta obra como una que dibuja desesperanza, opinión con la que quien esto firma coincide. Schiff, por el contrario, parece encontrarse más cerca de Horowitz, que consideraba la partitura como algo más liviano. Su interpretación cantó con elegancia y ligereza, pero sin que el drama que, creo, subyace en estos pentagramas.
Schubert cerraba la sesión. Nada menos que su Sonata en la mayor D 959, penúltima de la serie y fruto, como las otras dos de la tríada final, de su último año de vida. Y como las otras dos, tiene también todos los ingredientes del último Schubert: tristeza, drama, rebeldía vital, resignación y, naturalmente, el canto siempre en el trasfondo. De nuevo comparecieron las características apuntadas del pianismo del húngaro. El sonido lució exquisitos coloridos y matices, muy especialmente en el desarrollo del primer movimiento, el nostálgico comienzo del segundo o la elegante levedad del tercero. Momentos en los que el canto llegó con la irreprochable elegancia que es marca de la casa. Quien suscribe, sin embargo, hubiera deseado algo más de flexibilidad en algunas inflexiones del fraseo que hubieran podido permitir un ensanchamiento de los contrastes. Sirva de ejemplo puntual el tormentoso episodio central del segundo movimiento, un canto desgarrado de estremecedor dramatismo, que llegó con tan perfecto respeto por la letra como cuidadísimo orden, como una tempestad para la que la música parece reclamar algo más de un arrebato que no llegó. Con todo, un Schubert con evidentes virtudes y magnífico nivel pianístico.
El éxito, ya se dijo, tuvo proporciones colosales. Y Schiff, a quien se veía lógicamente encantado en sus ademanes curiosamente zen, regaló cuatro propinas. El Brahms del Intermezzo op. 118 nº 2 reflejó nuevamente lo apuntado, y el acertado dibujo de la voz intermedia no pudo evitar que se echara de menos una mayor libertad en el canto, que llegó demasiado medido. Por el contrario, es difícil imaginar dos Romanzas sin palabras de Mendelssohn (op. 19 nº 1 y op. 67 nº 4) planteadas con más y mejor refinada elegancia. Auténticas y maravillosas delicatessen que probablemente fueron lo mejor de una tarde en todo caso excelente. Schiff cerró el ciclo con una sencilla y sonriente traducción del Fröhlicher landmann, décima de las piezas del Álbum para la juventud op. 68 de Schumann. Lo dicho: Schiff, en su salsa.
Rafael Ortega Basagoiti