MADRID / Alta e inquietante tensión en ‘El ángel de fuego’
Madrid. Teatro Real. 22-III-2022. Prokofiev: El ángel de fuego. Ausrine Stundyte (Renata), Leigh Melrose (Ruprecht), Dmitry Golovnin (Agrippa von Nettesheim / Mefistófeles), Agnieszka Rehlis (La Madre Superiora / Vidente), Mika Kares (El Inquisidor), Nino Surguladze (Posadera), Dmitry Ulyanov (Fausto), Josep Fadò (Jackob Glock / Doctor), Gerardo Bullón (Mathias / Posadero), Ernst Alisch (El Conde Heinrich / El Padre), David Lagares (Camarero), Estibaliz Martyn (Novicia I), Anna Gomà (Novicia II). Coro y Orquesta Titular del Teatro Real. Director: Gustavo Gimeno. Director de escena: Calixto Bieito. Nueva producción del Teatro Real en colaboración con la Opernhaus de Zúrich.
Que a estas alturas se estrene una ópera de Prokofiev en España puede parecer atípico, aunque en realidad no lo es tanto. Al fin y al cabo, El ángel de fuego, tras una tortuosa historia de composición entre los años 1919 y 1927, padeció luego rechazos varios, en parte por el argumento y el libreto y en parte por la inclemente exigencia vocal, por lo que no fue estrenada hasta 1954 (y aun en esa ocasión, en versión de concierto), más de un año y medio después de la muerte de Prokofiev. Prohibida en la Rusia soviética, tendría un discreto estreno en Perm, en el tramo final de la URSS, y no sería sino en 1991, ya caído el muro, cuando vio la luz, ahora ya sí con plenitud, en el Mariinski. De forma que aquí la cosa ha sido tardía… ma non troppo. Y hay que recordar que en España estamos acostumbrados a estrenos retrasados, y si no que nos lo digan a quienes asistimos al de la Octava de Bruckner en Madrid en 1978, casi cien años después de su composición… y aún entonces con reacciones sorprendentes en el mismo mundo de la crítica.
Nos dice Joan Matabosch en el programa de mano que la historia imaginada por Briusov, sobre la que Prokofiev construyó el libreto de su ópera, de una mujer aparentemente embrujada que sufre visiones satánicas, es arquetípica del simbolismo ruso de principios del siglo XX. Y tiene razón al apuntar la diferencia significativa del libreto respecto a la novela, en cuanto a la presencia explícita de lo sobrenatural, que Prokofiev elude para evitar, según sus palabras, caer en una mera mascarada teatral. En su afán por mantener al margen dicha mascarada, lo cierto es que el libreto del compositor ruso resulta abigarrado y un tanto confuso. De hecho, su maniobra de eludir esa presencia de lo sobrenatural queda en cierta medida coja, porque quedan entonces sin conexión plausible escenas como la estremecedora del exorcismo último. Pero ese libreto confuso tiene la virtud de resultar eficaz en tanto que la trama, bastante inaprensible por demás, destila finalmente una mezcla de raro magnetismo en sus ingredientes.
Decía Calixto Bieito, en la entrevista que acaba de hacerle Asier Vallejo Ugarte para SCHERZO (nº 382 de este mismo mes de marzo), que su idea, al trasladar la ópera a los años 50, era que no tuviera época (la acción original se supone situada en la Alemania preluterana del XVI), para eludir (en cierto modo siguiendo la senda de la intención de Prokofiev) convertir la historia en un mero cuento de brujas. Quien esto escribe no es particularmente aficionado a las propuestas escénicas del director de Miranda de Ebro, que a menudo se me antojan innecesariamente provocadoras, pero su intención última en este caso parece plausible. Más artificial y hasta forzada se antoja la transformación adicional hacia —palabras de Bieito en la citada entrevista — “una historia de una pequeña comunidad que abusa de una persona y la aniquila por ser diferente, por tener una sensibilidad extrema y diferente”, aunque es cierto que la transformación del libreto por Prokofiev sugiere una historia de traumas y abusos en la infancia.
De hecho, se me antoja que libreto (y música) nos traen a una protagonista en la que la posesión parece en realidad el trasunto de un delirio, una psicosis. Renata es presa de oscilaciones y contradicciones continuas, de alucinaciones, el ánimo siempre convulso, traspasado por una angustia permanente, en una prolija mezcla de obsesión, pasión, pánico, cegada fascinación (por Heinrich), deseo y rechazo, y sí, en último término, un intento de escapar a algo que asfixia su mente, y que por momentos resulta incluso desconcertante, pero siempre estremecedor. Hay escenas (la última del acto IV) en las que la idea del abuso grupal parece más patente, pero en general el trasfondo es, creo, el descrito: esa rara mezcla en la que no se sabe qué clase de mal psicótico atenaza a la protagonista, pero sí nos llega (y en eso acierta Bieito con su idea) un estado permanente de tensión, inquietud y desasosiego. Dice Ruprecht, tras escuchar el relato inicial de Renata, que “es una historia extraña”. Y es, en efecto, un buen resumen. La historia es extraña, y por eso mismo de difícil aprehensión. Pero hay algo indudable en ella: es inquietante.
En este sentido, la idea de la escenógrafa Rebecca Ringst para la propuesta de Bieito, que Matabosch describe con acierto como “un fantasmagórico bloque de pequeños apartamentos como metáfora de compartimentos de un cerebro entre bloqueado y descompuesto”, instalado sobre la plataforma giratoria en la escena, aunque tal vez algo forzada, funciona. Lo hace aún más el juego de fotografías grandes superpuestas sobre dicho bloque en tono sepia, sobre todo las que ilustran una mirada casi enloquecida de la protagonista. También algo forzado, pero eficaz, el juego de la bicicleta como recuerdo continuo del pasado traumático, finalmente incendiada “a modo de expiación”, en palabras de Matabosch. Quizá entendibles, aunque también se podría prescindir de ellos sin merma del impacto escénico (pero son, claro está, marca Bieito), detalles como la presencia extemporánea del actor que encarna al conde Heinrich y al padre en un apartamento infantil o, sobre todo, el gabinete ginecológico en el que se practican abortos (momento este que motivó la deserción de algún que otro espectador).
Por su parte, Prokofiev, sabio compositor de bandas para películas, elabora una partitura que tiene todos los ingredientes para resaltar lo inquietante de la trama: desgarro, amargura, tensión, ambiente siniestro, violento, en ocasiones desagradable, con solo esporádicos ramalazos de tranquilidad pero siempre con una gran angustia subyacente. La reiteración obsesiva de algunos dibujos musicales (muy evidentes ejemplos son las repetidas exclamaciones de Renata en su inicio, sobre las palabras ¡Vete! ¡Fuera! o ¡Piedad!) resalta ese clima de angustiada obsesión, del intento frustrado de escapar a una pesadilla destructora. El siniestro trasfondo coral de la última escena es digno de la mejor película diabólica que imaginarse pueda, aunque el compositor intentara eludir esa presencia de lo sobrenatural. Hay una tensión permanente en toda la música, buena parte de la cual sería más tarde trasplantada a su tercera sinfonía.
Entre las dificultades que encontró la obra para su aceptación por los teatros, no es la menor el hecho de que el papel protagonista es literalmente devastador. Demanda no solo una resistencia vocal de primera, por una escritura desgarrada, de gran exigencia de volumen, con largas y poderosas peroratas, sino también una actriz de primera, capaz de traducir todo ese delirio psicótico con la necesaria credibilidad pero sin exceso histriónico.
Y fue en lo musical donde ayer vino, sin duda, lo mejor (siendo la escena, como se apuntó, suficientemente eficaz e impactante). La velada empezó de manera emotiva, con el anuncio por megafonía del rechazo del Teatro Real a la invasión rusa de Ucrania, y la subsiguiente interpretación, por parte de la orquesta, del himno de Ucrania, con todo el teatro en pie. Un homenaje justo y oportuno, dado que el mismo Prokofiev era ucraniano.
Después, la lituana Stundyte se encargó de asombrar desde el mismo inicio con un retrato sobrecogedor de la protagonista, de una enorme riqueza en sus registros vocales y sobre todo dramáticos. Soberbia actriz y magnífica cantante, se sumergió en el personaje hasta hacernos beber de un trago esa borrachera psicótica, obsesiva, delirante, aterrada y contradictoria que antes comenté. Derroche de poderío, de precisión, con el grado justo de tensión pero sin caer nunca en el exceso de destemplar o romper la voz. Asombrosa demostración, además, de resistencia, porque llegó incólume al tramo final de la obra (desarrollada, por cierto, sin interrupción, lo que hace de su esfuerzo algo aún más agotador).
Magnífico igualmente el británico Melrose, un Ruprecht intenso, entregado, vocalmente impecable y dramáticamente sobresaliente. Dibujó con acierto el desconcierto de su personaje, que transita por el amor, la violencia, el dolor y la correspondiente angustia que también le acompaña.
En el resto, notable prestación de Golovnin en su doble papel, imponente la polaca Rehlis en su encarnación de la Madre superiora y la vidente, y estupendo igualmente el Fausto del ruso Ulyanov. Irreprochables las prestaciones de Surguladze, Fadò, Bullón, Lagares, Martyn y Gomà. Buen inquisidor del finlandés Kares, del que solo echamos en falta algo más de presencia vocal en un papel que debiera intimidar más de lo que lo hizo.
Junto a la pareja protagonista, creo que la gran estrella de la noche fue Gustavo Gimeno. El maestro valenciano volvió a dejar muestra de su gran categoría con una dirección atenta, cuidada, magníficamente construida y extrayendo lo mejor de cantantes, coro y orquesta. Sonaron estos últimos como en las mejores ocasiones, con un empaste y riqueza de matices extraordinarios, y sin que la variada y poderosa orquestación estorbara nunca a las voces. Más aún, Gimeno supo recrear con exquisito acierto, en los largos interludios orquestales de la partitura, esa singular tensión, esa inquietante y a menudo siniestra mezcla expresiva escrita por Prokofiev. Su dirección fue soberbia toda la noche, pero la del tramo final, sensacional, merece quizá una mención aparte.
Aunque la recepción del público pareció inicialmente tímida, fue creciendo en temperatura y tanto la pareja protagonista como Gimeno recibieron ovaciones tan calurosas como merecidas.
El estreno español de esta (como bien dice Luis Gago en su interesante artículo del programa) “joven, atractiva y aún muy desconocida y seductora treintañera” ópera (en alusión a su “estreno ruso” de 1991) que es El ángel de fuego de Prokofiev, bien puede calificarse, pues, como un éxito rotundo del Real. Un gran espectáculo, sin la menor duda. Y de alta e inquietante tensión.
Rafael Ortega Basagoiti
[Fotos: Javier del Real / Teatro Real]