MADRID / Aimard, Stefanovich y el aire de otros planetas
Madrid. Museo Nacional Centro de Arte Sofía. Auditorio 400. 15-IV-2024. Pierre-Laurent Aimard, piano. Tamara Stefanovich, piano. Obras de Ravel, Nicolau, Enescu, Knussen, Birtwistle y Messiaen.
Al igual que la soprano que canta el Cuarteto nº2 de Arnold Schoenberg respira “aire de otros planetas” la sensación tras el largo –y bien respetado por el público– apagamiento de la resonancia de los dos pianos tras la interpretación de Visions de l’amen (1943), de Olivier Messiaen (1908-1992), fue la del viaje a otra dimensión. Una obra como esta, aun temprana en el catálogo del francés, encierra un mundo armónico propio que sigue asombrando cada vez que se le presta la debida atención. Se podrá decir que Messiaen ya es un clásico, como Ligeti, y lo es. Lo son. Pero no es este un adjetivo que les haga honrada justicia. Esta es música que sigue sonando nueva, que continúa conectándonos con el ahora, por más que las Visiones vayan camino del siglo de historia.
Tamara Stefanovich y Pierre-Laurent Aimard llevan muchos escenarios recorridos con esta partitura, habiéndola fijado en disco (Pentatone) tras corroborar un abrumador dominio de esta. Se podrán preferir obras ulteriores del catálogo del compositor, pero las Visions de l’amen son, entiéndase, una Turangalila comprimida en dos pianos desbordados. Por su virtuosismo, por contar tantas cosas, por la insistencia en temas y en variaciones, por los colores, por los pasajes atronadores; cabrían una o dos orquestas en cada piano. Así parecieron entenderlo ambos solistas; su versión en el ciclo Series 20/21 del Centro Nacional de Difusión Musical no tuvo nada de introspección. Porque tampoco es algo que esté en las líneas místicas y reafirmadoras que llenan los siete capítulos del ciclo.
Si algo precisa esta música es claridad. Y de ella hubo en las texturas y en un control endiablado del pedal. También teatralidad, en los unísonos, en las cascadas de notas; otra dosis de sensualidad; la cosmogonía católica de Messiaen nunca estuvo exenta de ella. Aimard y Stefanovich intercambian papeles habitualmente y ambos demostraron conocer las tripas de una creación a la que no hurtaron, ni un segundo, sus rebosamientos emocionales, ya fuera en un pasaje melódico bien coloreado con rubato por Aimard (Amen du désir) que podría haber firmado el mismísimo Gershwin, ya en la épica libre de inhibiciones con la que construyeron el final (Amen de la consommation).
Lo que se ofreció en la primera parte no fue calentamiento, aunque la memoria empequeñecerá el recuerdo oído lo que vino después. Comenzaron con un Ravel un punto parco de enjundia cromática (Entre cloches, de Sites auriculaires), Stefanovich mostró uno de los Estudios de Vassos Nicolau (el 4º), tan ligetiano y tan soso a la vez. Mucho mejor el ceremonial Carillon nocturne de la Suite para piano nº3, op.18 de George Enescu que Aimard se llevó a su terreno, afilado y resonante. Olvidable la pieza Prayer bell sketch, op. 29 de Oliver Knussen. Concluyeron con una amplia página de Harrison Birtwistle, Keyboard engine, del año 2017, en la que algunas crípticas estructuras conformadas desde los dos teclados parecían arrimar al inglés a sus colegas de la nueva complejidad. Le alejaban sin embargo de lo enteramente severo una tendencia propulsora que los dos músicos supieron aprehender bien, sabiendo que estaban ante una brillante página de pura abstracción habilidosa.
Ismael G. Cabral
(foto: Rafa Martín)