MADRID / Aguirre, Albiach y la Nacional: el tirón de lo español
Madrid. Auditorio Nacional (Sala Sinfónica). 19-II-2022. Concierto sinfónico 13 de la Orquesta Nacional de España. Director: Álvaro Albiach. Solista: Rafael Aguirre, guitarra. Obras de Albéniz-Fernández Arbós, Rodrigo, Richard Strauss y Falla.
Programa netamente español, o, si se prefiere, de acusadas resonancias españolas, dado que, además de la selección de la Iberia de Albéniz orquestada por Fernández Arbós (se ofrecieron Evocación, El Puerto y Triana en el concierto de ayer), el archiconocido Concierto de Aranjuez de Rodrigo y la segunda suite de El sombrero de tres picos de Falla, el Don Juan de Richard Strauss no deja de ser de inspiración española, por mucho que el compositor bávaro tomara como referencia el poema de Lenau sobre el libertino.
Dice pues bien Justo Romero en el inicio de sus notas al referirse a “miradas y perfiles de España y a España” como resumen de lo ofrecido este fin de semana por la Nacional. La españolidad del recorrido se vio además reforzada por la presencia del guitarrista malagueño Rafael Aguirre (1984), encargado de la parte solista en el Concierto de Rodrigo. Y los acontecimientos quisieron resaltar esa españolidad más aún, por cuanto una enfermedad apartó del podio al director previsto, el titular de la formación, David Afkham (a quien deseamos desde aquí una pronta recuperación), que fue reemplazado por el valenciano Álvaro Albiach (Llíria, 1968).
Como bien relata Romero, Arbós solo llegó a orquestar cinco de las doce piezas que componen la maravillosa colección albeniziana. Y tratándose de obra tan pianística, el trabajo de Arbós fue, sin la menor duda, brillante. Cierto es, sin embargo, que, de las tres piezas ofrecidas ayer, es quizá Evocación, al menos para quien esto firma, la que discurre con menos fortuna en las aguas orquestales, tal vez porque es precisamente la sugerencia que contiene su título y que tan bien aflora en manos tan magistrales como las de la inolvidable Alicia de Larrocha, la que tal vez no llega a conseguirse de forma tan completa en la versión orquestal, pese a la estupenda labor de Arbós. En cambio, la briosa y más festiva y extrovertida Triana parece asumir con más facilidad esa textura orquestal, quizá por su carácter algo más sinfónico en origen.
La tradujo de manera notable la Nacional, comandada por Albiach. El valenciano, a quien no había tenido la ocasión de ver en directo anteriormente, se antojó un maestro de mando firme y claro, en correspondencia con un concepto que, se coincida o no con él, parece sólidamente asentado y nítidamente transmitido. La mano derecha es precisa en la indicación y el carácter, y la izquierda, aunque a veces comparte rol, en otras señala de forma diáfana matices, planos o acentos. Albiach es de los que utiliza, creo que con acierto, todas las posibilidades del lenguaje corporal. A algún colega, poco amigo de los movimientos generosos en el podio, puede parecerle excesivo. Personalmente, siempre he pensado que, administrado debidamente, como él lo hace, un lenguaje corporal “que diga” es más inspirador para los músicos que el gélido hieratismo de quien, manos aparte, apenas mueve un gesto o algún otro músculo del cuerpo (ya que estaba en el programa, hay que decir que Strauss, magnífico director, era en su madurez, si bien dicen las crónicas que no en su juventud, un notable representante de tan inexpresivo proceder; pero eran otros tiempos).
En esta orquestada selección de Iberia, el valenciano trazó con acierto un discurso sólido, bien conseguido el clímax en Evocación. Hubo gracia y vibración en El Puerto y envidiable carácter festivo en la mencionada Triana. Buena respuesta general de la orquesta, con mención destacada para el solista de corno inglés, José María Ferrero, magnífico toda la tarde, y el estupendo solo de flauta de José Sotorres, igualmente acertado en toda la velada.
Joaquín Rodrigo es, además de uno de los compositores más apreciados de nuestra reciente historia, autor especialmente querido por la Nacional. Hace pocos años dedicó la orquesta una grabación monográfica a obras concertantes para guitarra del maestro saguntino, que protagonizó como solista uno de nuestros más renombrados guitarristas actuales, Pablo Sainz Villegas. Aquella grabación incluyó la Fantasía para un gentilhombre (que el de Logroño repetiría con la propia Nacional el pasado año) y el archiconocido Concierto de Aranjuez (que el mismo guitarrista ofrecería, junto a la Filarmónica de Berlín, en el concierto de San Silvestre del año 2020). Y a finales de 2021 llegaba un nuevo monográfico de la orquesta con otras obras del compositor levantino.
Poco hay que decir del ya mencionado y archiconocido (y por desgracia también a menudo maltratado) Concierto de Aranjuez, la obra más conocida y quizá la más conseguida de su autor. Si la partitura en general nos lleva por la gracia y el garbo de mucha música popular de nuestro país, el Adagio es una maravilla de encanto melódico y poético, pero también, especialmente en muchos pasajes del solista, de sugerente fantasía. Cierto es, como apunta con tino Romero en sus notas, que Rodrigo eludió acertadamente la confrontación de solista con la orquesta, contienda en la que la limitada sonoridad de la guitarra siempre saldría perdiendo. Sin embargo, esa limitación de volumen es aún patente cuando se enfrenta al instrumento con una sala de 2300 personas de aforo. De ahí que, aunque escandalice a algunos, se recurra a una amplificación muy discreta pero suficiente para que puedan escucharse en detalle todos los encantos, que son muchos, de la parte solista de la obra.
Desde quien la estrenó, Regino Sáinz de la Maza, hasta otros nombres ilustres de la guitarra española como Yepes, o más recientemente el ya mencionado Pablo Sáinz Villegas, no es corta la relación de ilustres guitarristas españoles que han interpretado la partitura. El malagueño Rafael Aguirre nos hizo llegar ayer una magnífica lectura. Exquisita claridad de articulación, magníficos matices, riqueza de colores, garbo y emoción en el discurso, sobresaliente fantasía y aroma poético en el adagio y gracejo espontáneo en el desenfadado final. El acompañamiento de la Nacional fue cuidado por Albiach, aunque quizá (las cuestiones de siempre en las obras concertantes) algún ensayo adicional podría haber ajustado algún ataque conjunto de solista y orquesta que no siempre quedó cuadrado. Precioso, formidablemente traducido, el solo de corno inglés del antes citado Ferrero en el Adagio. El éxito, como cabía esperar en obra tan querida y tan admirablemente traducida, fue clamoroso, y Aguirre, que el viernes había dado dos propinas, regaló ayer solo una (creo que el tiempo debió ser una limitación), pero maravillosamente expuesta: los Recuerdos de la Alhambra de Tárrega, que sonaron en sus manos con una delicadeza y una evocadora carga de poesía verdaderamente emocionantes.
La segunda parte del concierto se abría con ese torrente desbordante de vitalidad y desenfreno que es el Don Juan de Richard Strauss, poema sinfónico de un veinteañero pero brillantísimo compositor y orquestador, que ya desde el arrebatado inicio pone a la orquesta a prueba, con una trepidante escritura para la cuerda, reiterada luego varias veces. Lo saben los violinistas por las audiciones para incorporarse a las formaciones sinfónicas, porque ese pasaje inicial es todo un compromiso que deben superar en tal tesitura. En sus menos de veinte minutos, Strauss nos lleva por el ímpetu, el desenfreno, la fantasía, la seducción y la tragedia.
Planteó Albiach la obra con firmeza, energía y buen impulso en el comienzo, dibujado por la Nacional con precisión no ideal pero sí suficiente para el propósito expresivo. Hubo encanto en las partes más líricas, con la cuerda luciendo bella sonoridad y empaste, excelentes solos del concertino Miguel Colom y el oboe Robert Silla y también intensidad en la parte más dramática. Pudo pedirse, sin embargo, tal vez algo más de anchura y fluidez en las inflexiones de tempo, en las que quizá algo más de libre vuelo (sin duda algo difícil de conseguir) hubiera proporcionado mayor fantasía y exaltación (por ejemplo, en el tema de Don Juan). Respondió la orquesta con brillantez en todas sus familias, pese a algún roce esporádico de las trompas en el tema mencionado de Don Juan.
Cerraba la sesión una de las obras más populares de Falla. La segunda suite de El sombrero de tres picos, partitura extraordinaria, llena de colorido y sabor, que a la orquesta le es tan familiar como los valses de Strauss lo son a la Filarmónica de Viena. Albiach mostró de nuevo sus mencionadas virtudes y construyó una interpretación notable, sólida, con garbo y gracilidad en la Danza de los vecinos inicial, y suficiente energía y brío en la Danza del molinero (contundente la cuerda y nuevamente brillantes Silla y Ferrero en sus solos de oboe y corno inglés, respectivamente; también más precisas en esta ocasión las trompas). La jota final llegó con la jubilosa alegría y brillantez que demanda, aunque el firmante echó de menos, como antes en Strauss, algo de flexibilidad en esas inflexiones de tempo que ayudan a crear expectante tensión, y así como algo de fluidez en la progresión final.
El éxito fue muy grande, y el lleno de la sala (a rebosar) de un público que, al menos en parte no era avezado (los aplausos, pocos pero extemporáneos, justo al final del clímax straussiano y rompiendo el silencio que precede a la ominosa conclusión resultaron, en este sentido, reveladores) transmite sin duda un mensaje: lo español, tiene tirón. Y cuando se ofrece como nos llegó ayer, no extraña. A las pruebas me remito.
Rafael Ortega Basagoiti
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