Los maestros del cine y la música / Andrei Tarkovski: el escultor del tiempo
El 10 de diciembre de 1975, Tarkovski anota una cita de Stendhal en su diario: “La vida es demasiado corta y no hay que pasarla arrastrándose ante canallas”. No resulta casual que el cineasta ruso rubricara la colección de sus confesiones más íntimas bajo el término Martirologio -vocablo que hace referencia a las actas judiciales aperturadas por el Imperio Romano contra los primitivos cristianos-, ya que fue perseguido por las instancias culturales soviéticas, preocupadas en alimentar a las masas con un cine políticamente controlado. El suyo, abstracto e intelectual, humano y simbólico, resultaba indeterminado y por tanto peligroso. En su país natal y tras el éxito de la primera de las siete películas que rodó a lo largo de tres décadas –La infancia de Iván, León de Oro en Venecia-, Andrei Rubliev era retenida por las autoridades y exhibida, después de cinco años de severo escrutinio, gracias a la presión de importantes sectores de la crítica internacional, El espejo estrenada durante dos ridículas semanas en cines de la periferia moscovita, y Stalker saboteada por un problema con el revelado del material, lo que condujo a un exhausto Tarkovski a planificar y rodar una segunda versión entre dos ataques al corazón.
¿Cómo es posible que, en ese ambiente deprimente y represivo, luciera como uno de los autores más personales de la historia del cine? Quizás debido a su fuerza de voluntad o a la profunda creencia en un Dios protector al que evoca en su diario para superar las adversidades, lo cierto es que el hijo del poeta Arseni Aleksándrovich Tarkovski -cuya obra evoca en tres de sus cintas- fue un intelectual que consideró el cine como una joven disciplina con la capacidad de poder mirar a los ojos a otras artes mucho más antiguas como la música, la pintura o la literatura. El propio Tarkovski, cuyo pensamiento ha quedado inmortalizado a través de la publicación de dos ensayos literarios y un diario que abarca su vida desde 1970 a 1986, define su labor como la de “un escultor del tiempo donde cada imagen supone una realidad intransferible, cada toma un tiempo propio que el director debe reconocer para ser capaz de desechar lo insustancial”. Esbozar mínimamente algunas de esas claves resulta ineludible si lo que se quiere es entender las necesidades que la música -sería más apropiado, en su caso, hablar de sonoridades– cubre dentro de esa distintiva imaginería cinematográfica.
El director como epicentro del pensamiento fílmico
Las películas de Tarkovski encierran señales de un universo recurrente. El mundo de la infancia, los recuerdos, los sueños, y el hogar en el campo -la dacha-, constituyen los puntos cardinales sobre los que se forja el carácter del hombre adulto. La aparición repetida en su cine de determinados objetos, seres e imágenes, ayudan a remarcar el hábitat en el que éste se desenvuelve. A través de una observación detallada de la naturaleza y sus fenómenos, la lluvia, el fuego, la niebla, los animales -perros y caballos-, el fluir del agua o un concepto tan bressoniano como el de la representación pictórica, se presentan como esencias y entes de una realidad a la que debe aspirar el artista, no como símbolos en sí mismos. Este cine no pretende, como axioma central, la representación metafórica de una idea superior. En Stalker, por ejemplo, La Zona es sencillamente la zona, un espacio: “la vida que el hombre debe atravesar y en la que muere o sigue adelante”. Que resista depende de su capacidad de adaptarse para distinguir lo fundamental de lo superfluo. Tarkovski no escoge los tres viajeros al azar: el científico representa el raciocinio, el escritor la imaginación, Stalker, el guía, la creencia y la fe.
La idea de la debilidad en el hombre es otra máxima en su obra. Su cine no habla de héroes, pero sí de personajes de una resuelta convicción interior que acaban comprometiéndose con los demás. El monje Rublev, a pesar de estar rodeado de las atrocidades más insospechadas, consigue sobreponerse a todo y apoyarse en la bondad y el amor como fuente de perdón. En el Kelvin de Solaris, la voz de la conciencia triunfa para responsabilizarse por la vida propia y ajena. Domenico, en Nostalgia, elige un camino lleno de sufrimientos, inmolándose por una humanidad ya perdida. En Sacrificio, Alexander se alimenta de su misma impotencia, rodeado de personajes en conflicto que buscan una liberación, compartiendo con Domenico la capacidad de cometer acciones de motivación exclusivamente espiritual. Sólo Ivan parece trascender esa idea. En la opera prima del director, los personajes constituyen el reflejo de una guerra que les ha tocado sufrir, un hecho fatídico que les viene impuesto. Ivan se presenta como máximo exponente de la barbarie en tanto es hijo de ella, se alimenta del odio y del coraje. Por eso, Tarkovski le reserva la muerte, ya que resulta imposible su subsistencia fuera de este marco atroz.
A partir de un cine directo donde rehúye los trucos de dirección, Tarkovski introduce espacios vacíos entre las escenas como partes integrantes de una estructura narrativa única. Esos huecos deben ser rellenados por el propio espectador, de forma que se produzca la representación individual de la obra, una aspiración que le acerca al fin último de las imágenes literarias, pictóricas y musicales. Para ello, “la única posibilidad que le queda al artista es la de limitar las explicaciones a cuanto menos mejor. Es a partir de este menos que el espectador debe crearse su opinión sobre el todo. Ese pensamiento trasciende también a la relación que debe mantener el artista con sus más estrechos colaboradores. La tarea del director consiste en verter su idea en el recipiente que conforman las manos de cada uno de ellos y velar, después, para que ninguno la derrame. El trabajo de los colaboradores artísticos debe orientarse a conservar la idea, lo que supone que el director nunca debe compartirla”, escribe en Atrapad la vida, uno de sus ensayos sobre estética cinematográfica. De este modo, la única característica propia del cine, la que le ayuda a desprenderse de las influencias de las otras artes que le son afines, es la conservación del tiempo, porque “una auténtica construcción cinematográfica une imágenes del mundo en la propia imagen del tiempo”.
El sonido como arma emocional
En un marco que, como éste, requiere de la colaboración y el esfuerzo ineludible del espectador, y donde las imágenes se desvinculan de cualquier referencia exterior como pudiera ser una trama narrativa, el elemento musical no puede resultar banal. Para que la dramaturgia cinematográfica alcance valor, Tarkovski apela a “conocer bien las formas de las obras musicales -la fuga, la sonata, la sinfonía-, porque en la narración fílmica no es importante la lógica por la que fluyen los acontecimientos, sino la forma de ese flujo, la forma de su existencia dentro del propio material cinematográfico”.
En el pensamiento tarkovskiano, la música no sólo refuerza e ilustra un contenido vertido en imágenes paralelas a ella, sino que abre la posibilidad a una impresión nueva, cualitativamente distinta, de dicho material. De hecho, puede jugar un papel funcional cuando el material visual tiene que experimentar una interpretación en su recepción por el espectador, pero siempre evitando que la música sea percibida como un aura emocional de los objetos representados. Es un elemento natural del mundo sonoro, una parte de la vida del hombre.
Tras Andrei Rublev, un mundo sonoro naturalista, al que suma otros sonidos más sofisticados creados de manera artificial, pasa a tener la misma consideración jerárquica, dentro del discurso cinematográfico, que la esfera estrictamente musical. Con el paso del tiempo se percibe no sólo cómo el lenguaje de Tarkovski va madurando, sino también cómo su cine se hace autorreferencial a través de la repetición constante de ciertos motivos e ideas, de modo que traslada su gusto y pensamiento artístico al propio escenario donde la realidad está siendo esculpida. Si nos paramos a pensar las consecuencias en el plano musical, ese pensamiento parece lógico: la imagen del mundo no surge solo gracias a la vista, sino también al oído. Por eso la realidad que resuena se utiliza de un modo similar a las imágenes que se suceden, con el objetivo de crear un desarrollo conceptual. Si en El espejo, su película más autobiográfica, satura la mezcla de La cabalgata de las valkirias de Wagner con ruidos desconcertantes, en Stalker transforma armónicamente la Novena de Beethoven con la adición de sonidos artificiales, lo que demuestra su creciente interés por los ritmos sónicos como modo de expresar el estado de ánimo de los personajes. La técnica se hace más evidente en Nostalgia, donde los sonidos envuelven a los personajes actuando contra la lógica de la escena: desde el eco de ladridos resonando sobre la carcasa vacía de una iglesia derruida, hasta el murmullo sónico propio de una fábrica en el interior del hogar de Doménico. Tarkovski va un paso más allá, utilizando un recurso muy innovador con el empleo de una pieza de Beethoven -un bellísimo pasaje coral, otra vez, de la Novena-. Andrei, el escritor, acude a casa de Doménico, camina por sus habitaciones y se detiene ante un espejo, mientras un travelling continúa recorriendo la estancia semivacía. De repente, el comentario musical cesa de manera brusca, perdiendo su carácter incidental. Andrei se gira a cámara y Doménico, fuera del plano, declara ser plenamente consciente de ese pasaje sonoro -“¡Has escuchado eso!, era Beethoven”, le exhorta-. La música no es que provenga de un plano diegético, ya que no se encuentra en la realidad de los personajes, sino que emana de la mismísima mente del director, revelando ante aquellos su condición de observador/creador. Nunca antes en el cine se había ido tan lejos.
La tentación de puntuar la acción narrativa con una arquitectura musical proveniente del campo clásico es prolija en la obra cinematográfica de Tarkovski. Beethoven, Pergolesi, Purcell y, en especial, Bach, forman parte importante de ese impulso. Son los compositores que admira y sobre los que construye su ideal de belleza. Pero, además, de una exaltación de ese ideal como posicionamiento artístico, Tarkovski es consciente de la necesidad de una música aplicativa que sea capaz de otorgar una textura, un latido, una identidad sonora específica a cada una de sus películas. A la búsqueda de ese grial, encuentra dos músicos de primer orden: Vyacheslav Ovchinnikov y Edward Artemiev.
Con el primero la relación se remonta a sus días en el VGIK, la principal institución de enseñanza cinematográfica soviética. En esta colaboración -que se iniciará con el mediometraje de fin de carrera, El violín y la apisonadora, y que continuará con los largos La infancia de Iván y Andrei Rublev-, se observa la tendencia a un subrayado sonoro sometido a reglas internas de corte tradicional, aunque ya entonces Tarkovski marca distancias con los cineastas de su tiempo en el uso avanzado de ciertas técnicas: el estilo empleado demanda traspasar los límites temporales de la escena, dejar a un lado el mero trasunto emocional. Desde una perspectiva musical, las dos partituras cinematográficas de Ovchinnikov son de gran valor -al contrario, El violín y la apisonadora carece de una marcada seña de identidad-. Mientras La infancia de Iván es una obra que transita el vanguardismo, con afilados clusters que coronan una partitura violenta y crispada, donde Ovchinnikov emplea la música aleatoria alterando electrónicamente, por primera vez en la historia del cine ruso, algunos pasajes orquestales; Andrei Rublev resulta una composición más contemplativa, un ejercicio de estilo donde resalta el empleo de una masa coral asentada sobre el tradicionalismo religioso ortodoxo. La escena final, donde Tarkovski repasa algunos de los frescos más hermosos creados por el artista medieval, está acompañada de una de las mejores piezas musicales compuestas para el cine, coronada por un magnífico crescendo coral y orquestal.
A pesar de transitar, de nuevo, técnicas de vanguardia que incluyen una novedosa transformación de los sonidos, Tarkovski no consigue la complicidad del compositor sobre las innovaciones sonoras que persigue. Ovchinnikov, más comprometido con el pensamiento de las instituciones culturales soviéticas, en tanto entiende el cine como espectáculo y no como arte, no aprueba la deriva abstracta hacia la que se conduce el cineasta. La situación, explota. Ovchinnikov aduce sentirse anulado por las innumerables especificaciones que recibe del cineasta, su escaso margen de creatividad. El acta de defunción se certifica al comprobar que la música compuesta sobre el guión, como acompañamiento del campo de batalla de Kulikovo -escena que no llegó a rodarse por ajustes presupuestarios-, ha sido reutilizada en la coda final sin haber sido consultado. Su venganza la servirá en plato frío cuando años más tarde el compositor de Voronezh valora el cine de Sergei Bondarchuk por encima del de Tarkovski, sabedor del profundo desprecio de este último por la estética convencional del cineasta de Guerra y paz.
La importancia que para Tarkovski van a adquirir los sonidos electrónicos adquiere carta de naturaleza en su encuentro con Edward Artemiev. Es la primavera de 1970 cuando coinciden en el apartamento del director artístico Mikhail Romadin. Al derivar la conversación hacia la música electrónica, Tarkovski se muestra interesado en visitar el estudio del músico. Lo hará durante el otoño siguiente. Bajo el brazo, el guión de Solaris y una oferta laboral con una única carga musical: Bach. De Artemiev solicita la creación de sonidos procesados al sintetizador que tengan una estructura rítmica y tímbrica, una textura original y expresiva.
La dramaturgia musical de Solaris se halla muy unida al concepto filosófico de la película: un planeta que domina las mentes de la civilización terrestre, habitantes de la estación espacial que lo orbita. Al mismo tiempo, Tarkovski añade el conflicto emocional de Kelvin y su conciencia materializada en Hari, la esposa fallecida. La música recoge ambas esferas en un ejercicio de contraposición a la acción fílmica basada en tres estratos narrativos. El primero corresponde a los ruidos asociados a la Tierra. El segundo apela a la memoria, a través de una de las más importantes manifestaciones del espíritu humano, el Preludio coral en fa menor de Bach. El tercero, a una civilización extraterrestre que controla la estación espacial y que se construye, a través de la música de Artemiev, sobre elementos seriales y técnicas aleatorias, incluyendo el uso de clusters, cuartos de tono y un sintetizador ANS -denominado así en honor a las habilidades sinestésicas de Scriabin-. Solaris es, sin duda, la más musical de todas las películas de Tarkovski.
Pese a que su intención inicial en El espejo es la de prescindir de música original, la inserción de piezas documentales de la Segunda Guerra Mundial -el lanzamiento de la bomba de Nagasaki o las tensiones en la frontera chino-soviética-, le animan a contar de nuevo con el músico de Novosibirsk. Su trabajo electrónico bascula aquí desde la imitación de sonidos de la propia naturaleza, a la creación de otros que operan como conciencia alternativa a la imagen: para el paso sobre el río Sivash por el ejército soviético, utiliza un simple acorde que manipula a través de improvisaciones aleatorias y cambios irregulares en su volumen. En el plano rigurosamente musical, Tarkovski visita a Bach -utiliza fragmentos de Das alte Jahre vergangen ist BWV 614 y La Pasión según San Juan-, junto a piezas del Stabat Mater de Pergolesi y de la ópera The Indian Queen de Purcell.
En Stalker, las instrucciones que recibe Artemiev son las de leer sobre el budismo zen y utilizar alguna pieza del acervo tradicional para ser interpretada por un instrumento oriental. El tema elegido es la Pulcherrima Rosa, una melodía católica italiana del siglo XIV, sobre la que conjuga al tiempo un sonido occidental, con una fría interpretación de la flauta travesera cuyo timbre es modulado por un sintetizador Sythi-100, y otro oriental, simbolizado a través del empleo del tar -un laúd del Cáucaso-. Tarkovski confía en la música electrónica para conseguir una transformación de los sonidos naturales, logrando de éstos una resonancia nueva. Así, mientras Stalker viaja en tren, al estruendo de las ruedas se le suma una réplica deformada del famoso crescendo coral de la Novena. Tarkovski no pretende establecer ninguna metáfora, solo rinde tributo a un elemento evocador y poético: el traqueteo del tren utilizado como la organización rítmica del sonido de las ruedas. A cada espectador ese sonido debe inspirarle sus propios recuerdos. Los del cineasta ruso, a partir de esa peculiar organización rítmica, se ven asociados a Beethoven.
Tras las experiencias con Artemiev, Tarkovski decide emular a los maestros Bresson y Bergman usando exclusivamente fragmentos de piezas escogidas de música clásica, convirtiéndose en el director musical de filmes como Nostalgia y Sacrificio. Beethoven y Bach, respectivamente, vuelven a ser parte del equipaje. Pero, antes del estreno de Sacrificio, su frágil salud se ve sacudida por un episodio irreversible. El 15 de diciembre de 1985 es diagnosticado de un cáncer de pulmón. Consciente de que el final está cerca anota en su diario: “ahora sé cuándo moriré, y nada puede ayudarme a vivir”. Un año después, la noche del 28 al 29 de diciembre, como el eco apagado de una última burla, los teletipos informan de su fallecimiento. Tenía 54 años. A su oficio religioso, en la catedral Alexander Nevski de la parisina calle Daru, acuden multitud de rostros conocidos. De fondo, Rostropóvich interpreta una suite para violonchelo de Bach. Su admirado Bach. Seguro que Tarkovski nunca pudo imaginar mejor despedida.
Miguel Ángel Ordóñez
Tarkovski visto por Tarkovski : Bibliografía
– ANDREI TARKOVSKI: Atrapad la vida. Lecciones de cine para escultores del tiempo. Errata Naturae ediciones. 2017
– ANDREI TARKOVSKI: Martirologio. Diarios. Ediciones Sígueme. 2011
– ANDREI TARKOVSKI: Esculpir en el tiempo. Ediciones Rialp. 1991
(Artículo publicado dentro del dosier “Los maestros del cine y la música (II)” publicado en el nº 336 de SCHERZO, de enero de 2018, disponible para descarga en nuestra hemeroteca abierta)