Los maestros del cine y la música / Alfred Hitchcock

Juan Lucas me señala la ausencia de música en la secuencia de la avioneta que acosa a Cary Grant en North by Northwest (Con la muerte en los talones); y añade que, al estrellarse, surge la música. Veo más ejemplos. Tampoco hay música en una escena de To Catch a Thief (Atrapa a un ladrón), secuencia que no deja de tener suspense pese al humor: Cary Grant va de copiloto aterrado en el auto que conduce Grace Kelly temerariamente; es una huida bastante cómica. (Un paréntesis: desde nuestra perspectiva, Grace protagoniza ahí una escena con ironía trágica: ella misma morirá años después en un accidente en esa carretera o en otra cercana). En la secuencia, al abandonar a los conductores y elevarse la toma en picado, a la tensa comicidad le sigue el alivio musical. Son dos ejemplos de sentido común, o de genio si quieren: el soundtrack no debe acumular efectos; una de dos, o tenemos el efecto del motor, como amenaza fundida con la imagen (a la que corresponde), tanto si es amenaza emotiva como si es humorística; o tenemos música que nos habla de lo dramático o del puro y simple alivio. De Cary Grant, en ambos casos.
Los inevitables
Al historiar la música y los sonidos en Hitchcock hay tres ejemplos que se repiten siempre: se trata de música y de sonido paramusical en tres de sus películas. En los tres casos está implicado el compositor y director de orquesta Bernard Herrmann, que hoy sabemos que fue uno de los grandes compositores de Estados Unidos. Pensemos en la bellísima partitura de Vértigo, tan filowagneriana con su peculiar acorde —o al menos intervalo— tristanesco, un tesoro en el que no podemos detenernos hoy, y además ha sido muy comentada desde hace años. Se piensa también en la eficacísima, emotiva, escalofriante partitura de Psycho, en especial dos escenas para Janet Leigh: el ostinato durante el viaje de la joven en auto bajo la lluvia abrumadora, y los estridentes graznidos de los violines en la escena del asesinato en la ducha (en Psycho, Herrmann solo usa un conjunto de cuerda, más acorde con el blanco y negro; no hay color en las imágenes, y en consecuencia no hay juegos de timbres en la partitura). Hay en ambas secuencias una cierta (no total) percepción subjetiva de la protagonista, que, de acuerdo con los códigos inconscientes del público acostumbrado al cinematógrafo, no tenía que morir en el centro mismo de la película: la crisis del film (segundo acto) es la catástrofe (propia del tercero) de la protagonista, que deja de serlo; y el protagonismo pasa a Bates (Perkins), y el reflejo de la víctima Marion pasa a su hermana Lia (Vera Miles). Al desaparecer Marion, ¿qué sucede con el Mac Guffin, que al fin y al cabo no es sino el robo que perpetra la joven?
Y, en fin, como tercer elemento habitual de comentarios, quedan los sonidos obtenidos para Los pájaros (película en la que no hay música) por métodos bastante dificultosos entonces, a comienzos de los sesenta del siglo XX; no se trata de música electrónica, de música concreta. No estaba en la mente de Hitchcock sustituir a Herrmann por remedos de Nono, Stockhausen o Pierre Henry.
Y ya que mencionamos Los pájaros… Los aficionados conocen el libro de Truffaut en conversación con Hitchcock. Lástima que en sus páginas apenas se mencione la música, y nunca como portadora de sentido para la imagen; que es lo que es la música en el cine: subrayado, o bien desmentido, a menudo matiz. Pas la couleur, rien que la nuance, como proclamó Verlaine en aquella Arte poética. Los silencios de Hitchcock sobre Herrmann son dolorosos para quienes admiramos a ambos, y creemos ver un resentimiento o una mezquindad en el maestro del cine hacia el maestro de la música.
Ya veremos algún día el caso de Cortina rasgada. Citemos ahora un momento del diálogo entre Truffaut y Hitchcock (El cine según Hitchcock, traducción de Ramón G. Redondo, con la colaboración de Ricardo Artola, Miguel Rubio y Jos Oliver, en Alianza Editorial).
Truffaut: “Una discusión sobre Los pájaros sería incompleta si no se hablara de la banda sonora. No hay música de fondo, pero los sonidos de los pájaros fueron trabajados como una verdadera partitura. Por ejemplo, pienso en una escena puramente sonora, como el ataque de la casa por las gaviotas”.
Hitchcock: “Cuando rodé la escena del ataque desde el exterior, con los personajes aterrorizados dentro de la casa, la dificultad principal con la que me enfrentaba era conseguir unas reacciones de los actores a partir de nada, pues no teníamos todavía los ruidos de alas y los gritos de las gaviotas. Por eso pedí que me trajeran un pequeño tambor al estudio, un micrófono y un altavoz, y cada vez que los actores interpretaban su escena de angustia, los golpes del tambor les ayudaban a reaccionar. Luego, pedí a Bernard Herrmann que supervisara el sonido de todo el film. Cuando se oye a unos músicos, mientras componen o hacen unos arreglos, o también cuando la orquesta se prepara para tocar, suelen hacer sonidos en lugar de música. Y esto fue lo que utilizamos para toda la película. No había música”.
Truffaut: “Cuando la madre encuentra el cadáver del granjero, abre la boca, pero no se la oye gritar… ¿Lo hizo para valorizar los ruidos?”
Hitchcock: “La banda sonora es capital en ese momento, precisamente. Se oye el ruido de los pasos de la madre corriendo por el pasillo y, sobre este sonido, se produce un eco ligero. El interés sonoro estriba en la diferencia del ruido de los pasos en el interior de la casa y fuera. Por eso, precisamente, encuadré a la mujer corriendo en plano general y la recojo en primer plano sólo cuando queda inmovilizada, paralizada por el pánico. Silencio”.
En Los pájaros la banda sonora no es música, entonces. Pero es música en un sentido amplio. Se trata de sonidos pregrabados y estilizados, más que distorsionados, que se integran en la secuencia progresivamente acelerada y angustiosa de todo el film, hasta ese aún más angustioso silencio al final —y el silencio es importante en música— cuando los personajes avanzan hacia el auto mientras parecen vigilarlos los pájaros que se han adueñado de Bahía Bodega.
Bates: patologías
No somos pocos los que nos sentimos incómodos con la explicación psicológica de Martin Balsam (Inspector Arbogast) al final de Psycho. La psicología como explicación es la antipoética. Felizmente, en Psycho, después de la explicación de Arbogast, Hitchcock nos ofrece una escena de cierre magnífica: sigue siendo psicología, pero ahora hay un humor destemplado que clausura aquello de manera tajante porque nos deja sin palabras acusadoras. Es cuando Bates, a solas, tiene esa especie de monólogo interior (otro recurso dudoso del cine), pero no es él, sino la parte de él que es su madre: el ventrílocuo posee ahora voz interior, no sonora; y esa madre perdona la vida a una mosca para que los que lo vigilan vean lo ‘buena’ que es. Podría ser descacharrante si no fuera porque nos deja sin risa nada más empezar a reírnos. La música que parece apoyar esta breve escena no ayuda a la risa, y eso que es música muy tenue, muy de fondo (no en pianissimo ni en sordina, sino lejana), para que produzca efecto y no se advierta en ese momento del discurso final: cuerdas, pero ahora cuerdas contrarias a las de la ducha, porque aquí son caricia y no por ello dejar de sugerir suspense, son notas tenidas, valores amplios (no sé, blancas, o negras con puntillo), un tema que apenas si sugiere lirismo y melancolía.
Magistral aún: tras esta escena de cierre, un fundido con calavera para el rostro de Bates, calavera poco perceptible (ahora podemos detener, fijar esos fotogramas que se funden en nuestro DVD), apenas diez segundos incluido el “The End”, y se nos permite ver el rescate del auto de Marion del barro: no, nunca hay que olvidar el MacGuffin, no hay que dar la sensación de que lo abandonamos cuando estorba: una sola imagen, fugaz, cargada de sentido y de palabras anteriores, permite saldar la deuda con él. Y para ello es precisa otra música, que surge inmediatamente de la anterior: esas cinco notas siniestras, largas, un acorde-arpegio hasta la aún más siniestra nota final, sostenida: el auto emerge de la ciénaga. Es la música trágica, pero ahora más lenta, que proviene de la solución sonora que Herrmann da al asesinato en la ducha, cuando cae el cuerpo de Marion, cuando ésta se agarra a la cortina y la hace caer. Es un final acorde en lo musical con la soberbia partitura de todo el film, desde la alarmante obertura con los créditos de Saul Bass, que ya sitúa al espectador; no le pone en antecedentes de lo que va a ver, tan solo le inquieta lo suficiente como para que esté alerta desde ese mismo latigazo inicial, desde esos minutos de introducción con desasosegantes ostinati, que se repetirán en lo que concierne a Marion.
Rumores y ruidos del vecindario
Los ruidos del ambiente, los ruidos de la ciudad, los del mar, los del campo tienen especial importancia en algunas películas del maestro. Hasta el punto de prescindir de la música en algunas ocasiones. No como en el caso de Los pájaros, con sonidos obtenidos (digamos) artísticamente; sino con sonidos diegéticos, esto es, que forman parte de la realidad de los personajes de la acción. Una de sus primeras películas para Hollywood, Lifeboat (Náufragos) fue una auténtica proeza, porque los ochenta minutos de la película tienen lugar en una barca en medio del mar, sin que la barca sea vista desde fuera en ningún momento (Hitchcock insistía en esto) y siempre con la mira puesta en los personajes. Tras una música grave de introducción de los créditos, del agua agitada, de la vistas del naufragio hasta la aparición en la barca del primer personaje, femenino, la música cesa por completo a lo largo de la película. Solo los rumores del mar y otros peligros, solo los diálogos de los personajes, no siempre crispados o delirantes.
Me gustaría detenerme en la banda sonora para una película que podemos considerar ‘sin música’: Rear Window (La ventana indiscreta). Franz Waxman compone una partitura que desagrada a Hitckcock, el cual mantiene ese combo inicial desaforado sobre la vista del patio interior desde la ventana, un patio que se ve cada vez mejor al levantarse los estores. La música de Waxman desaparecerá pronto en la acción, aunque no su estridencia. Quedará el sonido diegético del barrio, como en tantas películas en que los ruidos de la ciudad definen el contexto; en el caso de Hitchcock, hay un film tardío, Frenzy (Frenesí), con numerosos sonidos londinenses de aquel mercado del Covent Garden todavía existente hacia 1970, que definen el ambiente ciudadano en que tiene lugar la acción, lo que lleva a potenciar lo indisoluble de imagen y sonido como soportes de la acción. Desde Rear Window el maestro ya no querrá saber nada del compositor que ha trabajado con él en Rebecca (su primera película en América, 1940), Suspicion (Sospecha) y The Paradine Case (El proceso Paradine). Así se las gastaba don Alfredo.
La transición de la música de los créditos a los sonidos del patio es sutil, aunque con estruendo (no hay contradicción); la música de obertura no se convierte en música extradiegética, sino en uno de los ruidos que configuran la sonoridad del patrio y los vecinos, ruidos diegéticos (que forman parte del mundo sonoro de los personajes). Las músicas que escuchan los que se despiertan o se despabilan o se asean en ese momento de la mañana (la atractiva vecina de enfrente, que sin duda es bailarina, por cómo se estira, se mueve y bailotea), el joven que se afeita y que tocará el piano más adelante, y eso es música que es sonido del patio o de la calle inmediata; hay muchas músicas que provienen de detrás de aquellas otras ventanas en las que vive gente, se trasladan unos recién casados, se trama una tragedia familiar, se organizan fiestas. Los ruidos exteriores no cesan al introducirse la indiscreta cámara a través de la indiscreta ventana: son sonidos que permiten matizar con desenfado los objetos y fotografías del piso de nuestro protagonista, Jeff, que es fotógrafo. Pero lo mejor es repasar toda esa secuencia de sonidos, que a veces parecen música incidental (extradiegética) y nos dejan en la duda. Con esto les invito a revisar ese film espléndido y a que esta vez —si no lo hicieron antes— se fijen de manera especial en su banda sonora.
Cuando la música ya no es solo incidental
En The Man Who Knew Too Much (El hombre que sabía demasiado, 1956) la música se presenta como situación dramática, sonido diegético. No está Grace Kelly, que era la destinada al papel de Jo, pero ante la secuencia nos preguntamos qué demonios habría hecho en esta familia de clase media alguien tan sofisticado como Grace. Si en Rear Window caía en desgracia el compositor, aquí quien cae en desgracia es el guionista, John Michael Hayes.
Hitchcock rodó dos versiones de El hombre que sabía demasiado. La primera, en 1934, en el Reino Unido. La segunda, en 1955, con exteriores en Marruecos y Londres. Más la amplia secuencia a la que nos vamos a referir, en el Royal Albert Hall de la capital británica. Al negarse Hayes a reconocer la autoría parcial del guionista de 1934, el maestro lo pone en su lista negra particular (¡después de To catch a thief, Rear Window y The Trouble With Harry!).
El aficionado conoce bien la trama: Ben MacKenna, médico (James Stewart), su esposa Jo, que fue cantante (Doris Day) y su hijo de diez años, Hank (Christopher Olsen) están de vacaciones en Marruecos, donde Ben tuvo destino médico-militar durante la guerra. Allí se enteran de que existe determinada conspiración, pero el agente secreto francés que conoce la trama, Louis Bernard (Daniel Gelin), es asesinado ante ellos. No tiene tiempo, antes de morir, más que de indicarles un nombre: Ambrose Chapell. Un matrimonio con el que habían cenado antes se ha marchado del país. Y al niño lo han secuestrado. Si dicen algo, el niño morirá. Hay una doble intriga, la de Ben y Jo en busca del niño, tratando de que no intervenga la policía; y la trama contra un político de un país del que no nos dan detalles, ni falta que hace.
La protagonista musical de esta película es la cantata The Storm Cloud, del compositor australiano Arthur Benjamin (1893-1960), la misma que había utilizado el director para su versión de 1934 y que el músico había compuesto expresamente para el film. En la secuencia sobre la que aparecen sobreimpresos los títulos de crédito aparece ya la cantata, avanzada, con profusión de metales y percusión y un nutrido coro; la imagen se aproxima a los percusionistas, uno de los cuales espera para intervenir, y cuando lo hace sujeta los platillos para determinado acorde especialmente nutrido; el músico, ya en poco menos que primer plano, prepara los platillos y los hace chocar justo cuando leemos “Directed by Alfred Hitchcock”, a lo que sigue una leyenda: “A single crash of cymbals and how it rocked the lives of an American family”. En dos minutos y medio ya se nos anuncia que esa música y en concreto esos platillos tendrán gran importancia en la trama. A continuación, todo cambia: los MacKenna viajan en un autobús que va de Casablanca a Marrakech; parece una película para familias, pero ya se nos ha advertido que es otra cosa.
Avancemos casi una hora. El conspirador, Drayton (Bernard Miles) y el sicario (Reggie Nalder) están frente a un tocadiscos y el primero instruye al otro en su misión. Suena la cantata desde el disco. Llegan los platillos. Ahí, Drayton hace la señal de apretar el gatillo; es el momento de mayor nivel decibélico de la obra sinfónico-coral. La misión está clara: ahí se producirá el disparo. La acción ha tenido lugar en Ambrose Chapell, la capilla que sirve de fachada y en la que se prepara el atentado. No era un nombre de persona, como creíamos y creían los personajes, sino de pequeño templo.
Veinte minutos después llega la secuencia culminante de la película, la interpretación de la cantata en el Royal Albert Hall. Ahí está Bernard Herrmann; es el director de la orquesta y el coro (y la música del film es suya, salvo la cantata, que él orquesta, y la canción que ahora veremos). Suena la música, avanza ante nuestros ojos la partitura dirigida por Herrmann, y no importa no saber música, porque aquello avanza y avanza (Hitchcock, sin embargo, dijo que era mejor saber música). Se nos llama la atención sobre los platillos. Ningún diálogo, ni una palabra en toda la secuencia. La música avanza. Jo, de pie, aterrada por la suerte de su hijo, sabe ya donde está el sicario, desde qué palco va a disparar. La cantata continúa, en un crecimiento sonoro que cumple el cometido de un aumento de la tensión. Vemos —pero no lo oímos— que Ben trata de convencer a los policías que custodian el palco del político que va a sufrir el atentado. Finalmente, ante la llegada del momento del choque de los platillos, Jo grita y el político se aparta; solo recibe una herida en el brazo. La cantata es la protagonista de la situación; no la ilustra, no la acompaña, es la que lleva a los personajes a la acción, a Jo, a Ben, al sicario (que perece en la acción, claro está).
Hay que señalar otra música, dentro de este film, que cumple también una función dramática. Es la canción Qué será, será, (Whatever Will Be, Will Be), de Jay Livingston y Ray Evans. El político, agradecido, invita a los MacKenna a una recepción en la embajada, sin saber que ahí está el núcleo de la conspiración contra él; es más, allí se han llevado a Hank, secuestrado. Y le pide a Jo que, como cantante que ha sido, cante algo para los invitados. La canción, lejos de ser una típica ilustración musical que más o menos detiene la acción dramática, acelera la misma por la comunicación que se establece entre la voz de Jo y el silbido de Hank que, escondido en el desván, oye de lejos el canto de su madre.
Un maestro en el uso de la música como situación dramática, ese era Hitchcock.
(Artículo publicado dentro del dosier “Los maestros del cine y la música (II)” publicado en el nº 336 de SCHERZO, de enero de 2018)