Los comienzos del Juilliard
Juilliard String Quartet.
The Early Columbia Recordings 1949-1956 / Sony. 16 CD.
Esta gran caja no es sólo grande por su tamaño, sino también por el contenido. El Cuarteto Juilliard se fundó en 1946 y, como dice el título, aquí vienen algunas de sus grabaciones iniciales. Por lo tanto, lo primero es confirmar que el sonido es, no ya aceptable, sino singularmente bueno e incluso muy bueno. Es una aventura editorial con riesgos, de modo que les quiero explicar sus múltiples áreas de interés porque lo considero muy atractivo para oyentes serios.
La joya del conjunto son los cuatro cuartetos de Schoenberg y los seis de Bartók grabados en fecha tan temprana. Tienen la frescura y el nervio de un descubrimiento juvenil. Para que se hagan una idea, tocaron los de Schoenberg delante del compositor y éste se quedó pensativo y les dijo que nunca hubiera imaginado que se pudieran tocar de ese modo. Al ver el terror en sus rostros añadió: “¡Pero sigan así, sigan así!”. Estas primeras versiones son fabulosas. Las he comparado con famosas versiones posteriores como la de los Arditti o la del Schoenberg Quartet y no hay color. En el Segundo Cuarteto, por ejemplo, una lírica despedida de la tradición armónica, la soprano es Uta Graf, voz expresionista y straussiana que en el adiós (Entrükung) muestra una exaltación magnífica al liberarse de la tonalidad, mientras que en la versión de 1975 canta Benita Valente, muy apreciable (ganó un Grammy), pero sin el carácter adecuado.
Los vieneses vienen representados, además, con versiones sobresalientes de Webern (el sublime Op.5 de 1909 que hizo exclamar a Schoenberg: “¡Tengo que ocultar mis ideas a este Webern porque me las copia y luego creen que soy yo quien le plagia!”) y de Berg (el op.3 de 1910 y la fenomenal Suite Lírica).
Lo mismo sucede (y es la segunda área de interés) con los seis cuartetos de Bartók. Los grabaron tres veces (1949, 1963 y 1981). La de 1963 ha sido durante muchos años la canónica, pero esta primera me parece superior en claridad, exactitud y fiereza. Más matizada aún que la de 1963. Por ejemplo, si se compara la música nocturna del nº 5, se advierte una primera diferencia relevante: dura casi medio minuto menos. La lentitud obedece a una mayor trascendencia en la versión moderna, pero la antigua me parece más espontánea y enérgica, aunque la moderna sea estereofónica.
La tercera área de interés es la serie Modern American Music en la que el conjunto expuso la música moderna más relevante del continente. Y es interesante por varios motivos. Primero porque en su mayoría son desconocidos u olvidados, lo que no quiere decir que carezcan de interés, ni mucho menos. Dan una idea muy completa de cómo se estaba desarrollando la vanguardia americana en aquellos años. Algunos músicos son de primera fila, como Copland (estupenda transcripción de su Short Symphony para clarinete, piano y cuarteto), Samuel Barber (el ciclo Hermit songs con la Leontine Price de 1954), Virgil Thomson (la primera versión de su cuarteto nº2 que luego reharía en 1957) o Lucas Foss (su primer cuarteto, de 1947, pero grabado por el American Art Quartet). También figura William Schuman con un extenso cuarteto (el nº4) como era de esperar en quien fuera durante años el director intelectual de la Juilliard.
Los otros, menos o nada conocidos, son Ellis Khos (interesante seguidor de Stravinski), Ingolf Dahl, Leon Kirchner (discípulo directo de Schoenberg en California), Irving Fine, Peter Menin, Andrew Imbrie, William Bergsma (el único neoclásico) o Alexei Haieff. Todos merecen atención y lo más curioso es el aire de familia que comparten, como si la vanguardia hubiera nacido en los años cincuenta más a partir de una técnica compartida que de una invención personal e individualizada. Algo así estaba sucediendo también en pintura con los expresionistas de Nueva York. En realidad, el modelo original habría que buscarlo en el cubismo que se expandió como una pandemia. No en vano Donald Mitchell comparaba la aparición y desarrollo de la escuela de Viena con el cubismo.
No querría cerrar esta breve incursión sin mencionar otras piezas más convencionales, pero que los Juilliard resuelven magistralmente, como los cuartetos de Mozart nº20 y nº21, el de Ravel en Fa mayor o un par de piezas de Milhaud poco congruentes con el conjunto. Vienen a ser la exhibición de un artista abstracto que quiere mostrar que también sabe dibujar figura.
Félix de Azúa