Lo que no puede encerrar la barra de compás
Tal día como ayer, un 17 de mayo, pero de 1866, nacía en Honfleur Éric Alfred Leslie Satie, más conocido en los ambientes como Erik Satie a secas. Compositor inefable, personaje casi indescriptible, músico embriagador, hipnótico y fascinante, caleidoscópico, sarcástico, melancólico y cínico, y finalmente, faltaría más, profundamente emocionante, por mucho que el delicado y hondo sentimiento que tantas veces hay en su música aparezca entrelazado en una nebulosa trama en la que corremos peligro de emborracharnos y hasta perdernos.
El pianista Jean Pierre Armengaud, en su biografía “para piano” del compositor (Parsifal Ediciones, 1991), ya nos despierta la sonrisa cuando, antes de la introducción, nos obsequia con un regalo que bien podría ser daliniano: “Me dedico esta obra, E.S.”, auto dedicatoria que aparece en el Preludio de la puerta heroica del cielo, en la que, como tantas veces, con las Gnossiennes como ejemplo más conocido, prescinde de la barra de compás.
Como señala el citado Armengaud, uno no sale del todo indemne de una integral de Satie. De hecho, uno, por lo menos el que suscribe, no salió indemne ya la primera vez que entró en trance cuando se sumergió en la partitura de la primera Gymnopédie. Recuerdo haberme preguntado, entre perplejo y desconcertado, qué clase de embrujo seductor, qué sutileza contenía aquella música que era como viajar al no tiempo, a una suerte de paz en la que había a la vez nostalgia y sensualidad, fantasía y sueños.
Cuando después descubrí más música de Satie, encontré la primera Gnossienne. Acostumbrado al formalismo convencional, me desconcertó la ausencia de barras de compás. Igual que cuando leí a Saramago por vez primera levanté las cejas cuando vi la ausencia de comas. Luego, como antes en la Gymnopédie, me sumergí en la música y entendí que la magia que contenía la reiteración de los tres motivos y la casi obsesiva repetición de un acorde de fa menor, el misterio que había allí, esa especie de anestésica seducción, no podía quedar encarcelada en la barra de compás. Y sin embargo, una vez entendido el discurso, uno no echaba de menos para nada la barra de compás.
Más allá de las surrealistas indicaciones del compositor (la última, en la lengua, es verdaderamente irrepetible), uno se da cuenta de que esa música pide, exige, prescindir de la barra de compás, para que cada iteración de cada motivo adquiera su propia individualidad, su genunina e hipnótica sensualidad, su misterio particular. Tengo la sensación de que eso justamente consigue Alice Sara Ott en esta grabación, incluso con su dosis de inegalité.
Luego uno va y descubre otro(s) Satie(s). A mi me enganchan todos, pero tengo especial debilidad por un vals, Je te veux, perteneciente a lo que Armengaud llama Las músicas del payaso triste, impregnada del estilo music-hall y que le lleva a uno, con una inevitable pero encantadora nostalgia, al ambiente de cautivadora fascinación de los tugurios del cambio de siglo. Una música que, como la Marcha de Piccadilly, tiene aromas de Nueva Orleans, que (quien haya estado allí sabe a qué me refiero) respira ambiente francés.
Aquí les dejo la interpretación de Pascal Roge:
Sirva este pequeño recuerdo como homenaje a ese compositor iconoclasta e irrepetible, absolutamente fascinante, que fue Erik Satie. Hay magias que no pueden quedar encerradas por la barra de compás. ¶
Rafael Ortega Basagoiti