Lecturas de Brahms
BRAHMS: Las Cuatro sinfonías; Doble concierto; Serenata n.2 / London Symphony Orchestra. Dir.: Bernard Haitink / LSO Live
BRAHMS: Las Cuatro sinfonías / Orquesta de Cámara Danesa. Dir.: Adam Fischer / NAXOS
BRAHMS: Lieder / Anna Lucia Richter, soprano; Ammiel Bushakevitz, piano / PENTATONE
Durante los dos años pandémicos, el compositor al que más he echado de menos ha sido Johannes Brahms. De otros autores podía disfrutar sin demasiado problema gracias a los discos, la radio e internet, pero Brahms se resistía a una escucha distanciada. Es el más físico de los compositores: una personalidad imponente de ricas y tangibles texturas que exigen una inmersión corporal en su totalidad musical. En pocas palabras, hay que estar ahí.
Brahms existe en la sala de concierto. Escucharlo en disco es, citando a Otto Klemperer, como hacer el amor con una fotografía de Marilyn Monroe. Durante la pandemia escuché algunas grabaciones muy admiradas, pero las únicas que ofrecían un destello de la ‘cosa en sí’ eran las que procedían de tomas en vivo: Furtwängler en plena guerra, Mariss Jansons en Oslo y Claudio Abbado en Berlín, entre las mejores. Una grabación de estudio apenas genera esa “fuente inagotable de genuino placer y estudio fecundo” que el crítico vienés Eduard Hanslick diagnosticó como el principal activo musical de Brahms.
Habida cuenta de que me considero fundamentalmente un mahleriano, esta necesidad visceral de Brahms me sorprendió; pero es que a Brahms le gusta sorprendernos. Hanslick sostenía que, aunque la música puede manipular nuestras emociones, el impacto de Brahms se produce en la imaginación y la fantasía. Es el Thomas Cook de los compositores, trasladándonos a lugares que no sabíamos que existían.
A finales del verano, a punto de sumergirme en una especie de tournée brahmsiana, abrí dos paquetitos que acababan de llegar a mi casa: uno de ellos contenía los conciertos de Bernard Haitink en el Barbican en 2003-4 con la Orquesta Sinfónica de Londres, a la mayoría de los cuales asistí; el otro lo protagonizaban Adam Fischer y la Orquesta de Cámara Danesa, en grabaciones del año pasado. A primera vista, dos propuestas muy diferentes. Haitink se inclina por una visión panorámica, desplegando una gran orquesta a través de un amplio frente sonoro. Fischer reduce Brahms con audacia a dimensiones mozartianas, sin margen para el error. La escucha sucesiva de ambos registros ofrece lo mejor de dos restaurantes: el gran panqueque holandés de Haitink y el toque especiado made in Budapest de Fischer.
Cualquier evaluación de un ciclo sinfónico de Brahms debe comenzar por el finale de la Primera sinfonía, una obra que fue inevitablemente saludada como la Décima de Beethoven, pese a haber sido escrita medio siglo después de la Novena del gran sordo. Brahms se demoró veinte años hasta completar su primera sinfonía y no permitió que se publicara hasta después de que hubiese sido aclamada por el público de seis ciudades. La Primera se estrenó en 1876, el mismo año del Anillo de Wagner: las espadas estaban en alto y había todo un mundo que ganar o perder. Los wagnerianos la tacharon de regresiva, incluso de reaccionaria. Pero es que Brahms, a sus cuarenta años, no estaba dispuesto a ofrecer recompensas baratas, ni a los oyentes ni tampoco a los intérpretes. Brahms invitaba a profundizar.
El finale de la Primera es tan difícil de timonear como cualquier meandro del Rin wagneriano. Muchos directores aceleran la aproximación a su catártica melodía principal, vroom-vroom, como los Ángeles del Infierno en un 4 de julio; Karajan, Solti y Bernstein se cuentan entre los peores delincuentes. Un verdadero brahmsiano permite que la melodía crezca orgánicamente a partir del suelo circundante, sin necesidad de fertilizantes químicos. Haitink es un jardinero natural, Fischer un diseñador de interiores. Cada uno produce una lenta y calibrada postergación de la satisfacción holística, el diez perfecto de los finales de Brahms.
Las dos aproximaciones no pueden ser más diferentes, y sin embargo he disfrutado de ambas casi por igual. El sonido de la LSO, retocado por el difunto maestro de productores James Mallinson, es aún más elegante de lo que recordaba, y aunque la acústica danesa roza el renunciamiento vegano, los intérpretes alcanzan la grandeza por acumulación. Mis preferencias varían de una escucha a otra. La ausencia de ornamento en Fischer confiere una mayor profundidad a la bucólica Segunda, mientras que la largueza de Haitink resulta abrumadora en la Tercera. El minimalismo de los de Copenhague me convenció en la mayor parte de la Cuarta, aunque el orgullo londinense le hace sombra en el finale.
En caso de que no haya sido lo suficientemente específico, lo digo de otra manera: he disfrutado de una semana de inmersión en el mejor Brahms, la dosis más concentrada que se puede obtener de la mejor música sinfónica. El set de la LSO incluye además el Doble concierto, la Obertura trágica y la Segunda serenata, pero las sinfonías constituyen el plato principal y estas lecturas devolverán a cualquiera la fe en su perdurable relevancia.
Sin embargo, es muy difícil describir por qué. Hanslick tenía el mismo problema que yo. La Tercera sinfonía, escribió, ‘es una fiesta mucho mayor para el melómano y el intérprete que para el crítico, (cuya)… elocuencia declina en proporción inversa a la del compositor’. Brahms es siempre más grande de lo que parece en una primera escucha y extremadamente difícil de describir. Su música llega a las partes más remotas de la psique, a menudo con un retardo considerable, de modo que una sinfonía sólo puede impactar en los lóbulos frontales del oyente una o dos semanas después de haber entrado por los oídos. Brahms es la inversión que nunca deja de producir réditos.
Para los que necesiten una gratificación inmediata, recomendaría sus canciones para voz y piano que, destinadas al salón de té, no encierran ni grandes ambiciones ni excesivas pretensiones. Apenas había acabado con la inmersión sinfónica, me llegó un recital de Lieder de Brahms por la soprano alemana Anna Lucia Richter con el pianista israelí Ammiel Bushakevitz (Pentatone). Richter, a diferencia de muchas voces jóvenes, logra el énfasis sin estridencias, prácticamente susurrando las nanas que todos hemos escuchado a la hora de dormir. Cada vez que escucho los Lieder de Brahms me sorprende su versatilidad. Brahms se las arregla para ser nuevo cada vez que lo escuchamos, un portador de color y luz sin el cual la vida sería monocromática. A medida que los años de la peste se alejan, doy gracias cada mañana por las bendiciones de Brahms.
Norman Lebrecht