Las óperas de la Sala Olimpia
El primer artículo de Tomás Marco en el libro Música en escena (Asociación de directores de escena, 2020) se refiere a una experiencia de mucho interés; él fue uno de los responsables de la misma.
El escrito de Marco me hace recordar que fue en 1987 cuando se inició una experiencia muy interesante. El INAEM (Ministerio de Cultura) a través de tres unidades de producción estrenaba una ópera de compositor (compositora) en activo: La Zarzuela, El Centro para la difusión de la música contemporánea y el Centro de nuevos tendencias escénicas. Este último fue suprimido años más tarde tras una acumulada secuencia de fracasos que parecían orgullo de la casa (no es broma), y que se basaban en la arbitrariedad y el sectarismo de la dirección. Pero era en su sede, la Sala Olimpia, donde tenían lugar aquellos estrenos, que si no me equivoco llegaron a ocho, aunque Tomás Marco dice que fueron diez, no lo sé. Si no me equivoco, asistí a todas excepto a una, por ausencia y lejanía, Timón de Atenas, de Durán Loriga.
El Centro para la difusión continúa hoy sus cometidos como uno de los departamentos del Centro Nacional de difusión musical, no sin cambios notables de formato y cierto seguidismo en la composición oficial (lo oficial no tiene que ver con las instituciones públicas o los partidos políticos); digo cierto, tan solo, y esa pequeña parte puede ser debida solo a inercia. La Zarzuela ha reforzado su apoyo (en la medida de lo posible) a estrenos de compositores contemporáneos de relieve, aunque según la dirección de turno (sea en el propio teatro, sea en la Plaza del Rey) se ha producido algún caso de sectarismo. Pero nada de esto tiene interés como noticia. En el mundo cultural no la tiene porque todo el mundo sabe lo que se cuece: “no descubras el Mediterráneo, Santi”. En el resto, porque no interesa, no es noticia: a mí qué me importa que Fulano (que no sé quién es) no estrene en el Centro de nuevas tendencias o que Mengano (al que desconozco) sí estrene, en ambos casos por razones ajenas a la calidad de su producto artístico.
En fin, que una experiencia como aquella hace tiempo que no tiene lugar. Y sería provechoso que se reanudara. Con encargos a compositores solventes.
La experiencia de los tres centros tuvo gran interés. En especial, y que me perdonen los demás, en las dos primeras óperas, Sin demonio no hay fortuna, de Fernández Guerra; y Fígaro, de José Ramón Encinar. Lo cierto es que componer una ópera requiere dominio de la voz, no puedes encargar una ópera a quien apenas ha compuesto una canción de concierto. Requiere también un sentido dramático, capacidad de desarrollo, o al menos de cambios de temática que permitan definir una situación de conflicto o puramente lírica. El libreto tiene que poseer musicalidad en potencia y escasa literatura en presencia. Poco aprenderemos de Wagner en ese sentido hoy en día. Más aprenderemos del todavía más lejano Felice Romani, sobre todo si lo ponemos en relación con Bellini, para el que tanto trabajó. Aprenderemos más del Berg de Wozzeck que del Berg de Lulu. Aprenderemos mucho de Janáček y, hoy día (insisto), nada especialmente aprovechable de los espléndidos libretos de Hofmannsthal para Richard Strauss.
La música es la que manda. Como hace notar Tomás Marco, no puedes añadirle gran cosa a textos soberbios como Divinas palabras. Pero no te van a surgir libretistas de fiar en el mundo del teatro, hoy por hoy ajeno a la música, aunque algunos directores de escena usan a menudo espectaculares páginas muy o demasiado conocidas para envolver lo que son incapaces de resolver. Al final, arrancan el aplauso del público, pero ¿a quién aplaude el público? Al Réquiem de Mozart, no te engañes.
Lo cierto es que, en ópera, la dramaturgia es la música.
Continuará, porque este libro de Tomás Marco tiene mucha miga. ¶
Santiago Martín Bermúdez