La propina
Entre bis, propina y encore, que como términos de un espectáculo musical quieren decir lo mismo, me quedo sin duda con el último, más clásico, con más que ver con cómo se pierde el francés, aunque bien sea cierto que en el mundo anglosajón se usa con normalidad. Mucho más que entre nosotros, que preferimos propina, de sentido más ligado a lo que se da por añadidura. Es curioso porque, aquí, esta la pone quien cobra —el intérprete— no quien paga —el respetable. Quizá por eso, y porque hay muchos que prefieren la cantidad a la calidad, las audiencias no se afligen por lo que estiman un rasgo de generosidad que, además, les hace sentir que reciben, como se decía en el anunció que presentaba la Coca Cola Doble en los tiempos del cuplé, “más por su dinero”. A más propinas, se piensa, mejor concierto y, dividiendo el importe por los minutos de audición, con aquellas incluidas sale más a cuenta.
Con el paso del tiempo, el encore, el bis, la propina se han convertido tan en una costumbre que no estaría mal que se incluyeran en los programas, por anticipado, sin miedo a errar. Y es que es ya muy raro que el pianista o el violinista o el chelista de turno que tocan en un concierto para su instrumento y orquesta —que es a lo que se refieren estas líneas— no ofrezcan un complemento, muy a menudo no solicitado por nadie, tras su actuación. Hay una frase clásica en las crónicas taurinas que sirve muy bien para el caso: “Dio la vuelta al ruedo por su cuenta”. Pues en los conciertos pasa hoy lo mismo. Basta una ovación de intensidad media y algún bravo habitual para que el solista que ha compartido trabajo con orquesta y director decida por sí propio ofrecernos un supuesto regalo. Antes el encore se obtenía tras petición insistente en forma de cerrada ovación y salidas repetidas a saludar. Hoy basta con dos de estas para que llegue la propina. Lo que antes suponía exigencia hoy deviene despilfarro.
—¿Y a usted qué más le da?—, preguntará alguno de mis quizá lectores. Pues, en efecto, me da exactamente igual pero no deja de parecerme que esta generosidad propinera abarata el arte. Es lo que tiene que ver con el público como soberano juez lo que me llama la atención de viejo aficionado que ha visto broncas —muy mal, es más educado el silencio— a malas actuaciones y que ahora se sorprende de la liviandad de la exigencia, de modo que una interpretación notable sin más merezca la misma consideración a esos efectos que la que resultara sobresaliente. ¿Que ello aumenta el disfrute de chicos y grandes, como en las fiestas de pueblo cuando se pide a la orquesta de bailables otra y otra? Pues adelante, que no se diga que hemos venido al mundo a sufrir. Pero es un poco decepcionante para nuestro arte que se pierda esa forma de destacar lo verdaderamente excepcional de la técnica consuetudinaria que adorna a tantos y tantas desde donde sale el sol hasta su ocaso. Esa que, ya sabemos, no es suficiente para hacer de un ejecutante un artista. Es como ir perdiendo atributos en favor de la diversión más ligera a que nos convoca tanta mala vida. Qué le vamos a hacer. ¶
Luis Suñén