La música en su burbuja
A veces el mundo de la música clásica parece vivir en una burbuja. De hecho, vive en una burbuja. Cree que sus problemas interesan verdaderamente a la gente y considera que sin ella la cultura no será lo mismo. Ambas cosas son igualmente evidentes.
Habla de la ópera como una necesidad, pero solo se la pueden pagar unos pocos —también ir al fútbol es caro pero la vía de la comparación empobrece el debate. O de la importancia de que sigan haciendo giras las grandes orquestas para tocar en abonos privados que antes de languidecer se llenaban. Un periodista cultural llegó a decir que parecía mentira que el Ministerio de Cultura no subvencionara a uno de esos ciclos. Más serios que su valedor de ocasión, sus responsables nunca quisieron ser subvencionados.
Alguien que va a un gran ciclo de abono a ver a orquestas de gira que a veces se defienden ejecutando el bolo perfecto e ignora la programación de la orquesta local es alguien a quien la cultura de su comunidad le interesa poco. Y seguramente protestará si sabe que parte de sus impuestos van a la cultura subvencionada que él no consume. Naturalmente, los grandes defensores de tales actividades son, en primer lugar, los que se las pueden permitir independientemente del interés que les despierta. En segundo lugar, los críticos que tienen sus entradas gratis —no por nada Celibidache colocaba a estos entre lo peor del métier después de los propios músicos—. Por algo el mejor de los empresarios musicales españoles ha dicho que la música en España es una gran mentira. Él lo sabe muy bien, al menos en alguno de sus aspectos más vistosos. Quizá no tanto una gran mentira como un perfecto malentendido.
Desde esa burbuja —clasista, misógina y sibilinamente racista— nos cuesta entender que haya quien hable no solo de música sino también, en ella, de cuestiones de género o de la importancia de que los ejecutantes no sean solo hombres blancos. Quizá, sin reconocerlo, estemos también, los del clásico, apelando a esa apropiación cultural —con coartada: la excelencia por delante— que tanto hemos criticado cuando la han utilizado otros, los flamencos, por ejemplo. Quizá no acabamos de considerar, en la práctica, el derecho de quienes no tienen la misma procedencia que nosotros —y no tanto que nosotras, afectadas de género y por eso experimentadas en la materia— a querer llegar a donde ni podían ni debían, a donde perturbaban, como el público que aplaude a destiempo, la normalidad adquirida con el esfuerzo de siglos. A veces los portadores de malas noticias anticipan que cada vez costará más a las instituciones reconocer que tienen que apoyar a un arte que se cierra sobre sí mismo más de la cuenta y, entonces, echarán mano de cuotas y políticas de ocasión que acabarán por estropearlo todo (véase: https://slippedisc.com/2020/07/what-you-have-to-tell-the-arts-council-before-you-see-the-money/
Quizá lo que se juega en un momento como este, en el que coinciden una pandemia, una crisis brutal de oferta y demanda —que pide más poder para los pequeños y más ayuda para lo local— y la rebelión contra las discriminaciones por sexo o raza, es lo suficientemente importante como para que el mundo de la música suspenda la clausura en su burbuja y piense si vale la pena abrirla, sumarse al cambio mientras haya tiempo de escribir un capítulo nuevo de la historia social de nuestro arte, o morir poco a poco en el lecho de Procusto del streaming o de las discotecas virtuales.
Luis Suñén