La mística wagneriana
Hace unos días, un crítico musical se refería a Parsifal, última obra de Wagner, como “el ‘festival escénico sacro’ que supone síntesis y culminación de la obra del genio de Bayreuth y cima mística de la creación universal”. Ya sabemos lo exagerados que son algunos wagnerianos y especialmente cuando se trata de elevar la figura de su adorado a la cumbre del arte de todos los tiempos. De la genialidad del compositor no cabe dudar, como tampoco del egocentrismo que lo caracterizaba o de su compromiso con la obra propia es, decir, con la belleza, pues autor es de algunas de las músicas más hermosas jamás escritas. Quizá de lo que de religión tuvo, y al parecer, tiene el wagnerianismo militante proceden estas exageraciones que quisieran elevar la gloria del músico más allá de las fronteras de este bajo mundo, comparándolo, sin reparar en gastos, y sin saber de la misa la mitad, con San Juan de la Cruz o Santa Teresa, con Teresa de Lisieux o con Simone Weil. Y si en la religión hallamos la ascética y la mística, es decir, la preparación y la llegada, el per aspera ad astra que a tantas empresas ha servido de lema, aquí nos encontramos con que todo pareciera camino de perfección con la sola excepción de un par de obras de juventud bastante indignas de lo que luego habría de dar de sí el talento convertido en genio. Cómo negar la extraordinaria obra que supone esa cosmología puesta sobre un escenario que es El anillo del nibelungo, aunque pueda no estarse de acuerdo con quienes también sitúan su texto a la misma altura. O la cima de belleza, drama y sensualidad que supone el Tristán… Y qué satisfacción la que alcanza el modesto aficionado cuando ello no se niega a pesar de los glosadores de semejante genio. Es cómo cuando el lector de poesía llega a la conclusión de que le gusta Cernuda a pesar de los cernudianos o descubre los originales a los que se imita con experiencias de recuelo.
Pero, una vez considerado el valor enorme del autor que nos ocupa, volvamos a lo de la mística, que tiene más que ver con el concepto de que existe una mística de algo, en este caso del wagnerianismo —como se dice de otras cosas: “está en la mística del fútbol”, por ejemplo—, que a la propia mística y su definición teológica, es decir, su definición sin más. Es como cuando Gerard Mortier —escribimos de esto aquí mismo hace unos años— se refería a San Francisco de Asís como un precursor de los hippies olvidando —seguramente por comodidad marquetinera pues, formado en los jesuitas, debiera saber algo del asunto— la otra cara de la realidad: el querer ser como Jesús y la respuesta recibida en forma de estigmas —una pequeña salvedad: se puede tener el mismo derecho a creer en Dios que a creer en Wagner. En ese aspecto de la acepción moderna y secundaria de la palabra mística podemos engarzar esa mística wagneriana que comienza en el foso de la orquesta —el “abismo místico”, nada menos, en el que se agolpan muertos de calor un centenar de honrados profesionales que cobran por ello— y termina en Parsifal, la obra de alguien que comprueba cómo el camino ascético ha consistido en el ejercicio profesional del egoísmo y que es capaz de articular de modo estéticamente conmovedor un tema religioso en el que lo místico, en efecto, aparece por la vía de lo narrativo como base para una música absolutamente sublime. No le basta al buen wagneriano con reconocer ello sino que, superada la prueba nietzscheana, trata de convertir en místico al autor, a su obra y a la experiencia de contemplarla —la versión de Fulano es “poco mística”, aunque lo sea más que la de Zutano, en el epígrafe “místicos” de una discografía que recoge, igualmente, apartados como “analíticos” o “románticos”.
Rilke o Steiner han hablado de esa experiencia que hace que la estética, que la belleza formal de la obra de arte, cambie la vida de quien la contempla o de quien la escucha o de quien la lee. Dudo que esa transformación vital suceda tras la escucha de Parsifal por mucho que el espectador se aísle de la posible no contemporaneidad de lo que se le propone —si se aggiorna suele ser aún peor. La mística es transformación, es conversión hacia el misterio. Aquí, grandeza y miseria de los seres humanos y del arte que son capaces de crear, la mirada final de un hombre más débil de lo que él pensaba, las dudas ante lo que podría venir después —resueltas desde hacía tiempo por su suegro— desembocan en la corriente inefable, mas no infalible, de un río que lleva, con cierto teatro, hacia una redención, reconozcámoslo, un tanto impostada.
Luis Suñén