La juventud del genio

El nombre de Maurizio Pollini se impuso a la atención general en 1960 cuando con dieciocho años ganó el Concurso Chopin de Varsovia. Lo hizo con una superioridad manifiesta sobre el resto de participantes, y con una madurez musical que dejó estupefacto al jurado: “Este chico toca mejor que cualquiera de nosotros”, dijo Arthur Rubinstein en aquella ocasión. Parecía como si Pollini nunca hubiese sido joven. Por supuesto que lo fue, pero no un joven cualquiera. Aquí tenemos un documento excepcional: el pianista interpretando los Estudios op. 10 de Chopin en torno a 1956. Es decir: Pollini tenía entonces catorce años.
La primera sensación es de asombro. Que un adolescente imberbe domine con semejante desparpajo un repertorio tan endiablado técnica y expresivamente es algo difícil de creer. Luego, una vez superada la sorpresa, resulta inevitable comparar esta versión con su legendario registro de los Estudios chopinianos de 1972. Es evidente que el tiempo no ha pasado en balde. El Pollini catorceañero se zambulle en estas páginas con la gallardía y el ardor de quien se sabe capaz de sortear cualquier obstáculo; el Pollini maduro corre menos, pero tiene un concepto de la partitura más definido.
Veamos por ejemplo el Estudio op. 10 nº 1. La versión de 1972 trabaja la homogeneidad sonora y el legato como si las notas saliesen del arco de un violín: Pollini sumerge las olas de los arpegios en una especie de cantable tímbrico. La versión de 1956 suena simplemente como un estudio de velocidad, resuelto eso sí con unos medios técnicos apabullantes. Faltan todavía la conciencia estilística y la profundización analítica que serán santo y seña del pianista italiano pocos años más tarde. A cambio, se palpa aquí un arrojo y una ebriedad poco habituales en el Pollini posterior: el Estudio op. 10 nº 4 (7’44”) es encarado con verdadera exaltación, mientras que en el nº 9 (19’18”) el pianista acentúa la vena melancólica del final.
En la trayectoria de Pollini, la década de los setenta representará la cuadratura del círculo: una conjunción prodigiosa de juventud y madurez, de ímpetu y raciocinio. Su Chopin (Estudios, Polonesas, Preludios) seduce por el talante firme y objetivo, ajeno a blanduras y volcado en los valores estructurales de la partitura. También su Beethoven (Conciertos para piano nº 4 y 5; Sonatas nº 28-32) es referencial por la plasticidad con la que el pianista logra traducir los valores formales de estas músicas. El primero y el cuarto movimiento de su Hammerklavier transmiten una energía tonificante antes que una impresión de esplendor monumental. Modélicas son también sus incursiones en el repertorio más vinculado con la vanguardia (Schoenberg, Webern, Boulez, Nono).
Pero si hay un registro definitorio de la grandeza de Pollini, éste es su grabación de los Tres movimientos de “Petrushka” de Stravinsky (1971). A diferencia de tantos intérpretes, Pollini no cede a la tentación de reproducir en el teclado los colores de la versión orquestal. Con planos sonoros nítidos, timbres resplandecientes y fríos (ciertos pasajes parecen evocar el xilófono), Pollini ilumina todos los recovecos de la partitura, disecciona su densidad y realza la modernidad de su concepto rítmico y armónico. Se percibe en su lectura un aspecto paradójico: una violencia sometida al escrutinio de la razón, un “fauvismo” álgido y tamizado. Si lo miramos bien, Pollini es del todo consecuente con la cronología stravinskiana. El arreglo pianístico de Petrushka es de 1921, y se encuentra por lo tanto más cerca de Las bodas (1923) que del ballet original (1911), es decir: cercano a un tratamiento del folclore ruso más abstracto que colorista. Esta colocación estilística de los Tres movimientos de “Petrushka” nos muestra no sólo la grandeza de Pollini como pianista, sino también su genialidad como intérprete.
Stefano Russomanno