La hora de los festivales
Al escribir este editorial, los sentimientos ante el fin del estado de alarma por la pandemia se enfrentan entre la esperanza por la vacunación generalizada y la decepción ante una reacción inesperada que reúne a la política, la judicatura y los irresponsables que se echan a la calle como si no hubiera un mañana. Una reacción que puede condicionar la vuelta a ese punto de normalidad que todos deseamos y cuya llegada, más o menos conscientemente, hemos cifrado en los días del verano, en los días de esos festivales de música que, es verdad que cada vez menos, van pautando cada temporada, marcando esas tendencias que la industria aprovechaba antes en forma de novedades discográficas y que hasta hoy seguían suponiendo una parte importante en los ingresos por turismo de las ciudades que los acogen. Los festivales han supuesto una forma de atracción de ese turismo de calidad que, al fin y a la postre, es el que vale y que en cierta manera es el heredero de un cierto gran mundo que se encontraba a través de ellos en una Europa que se miraba, autosatisfecha, en su cultura común. Entre nosotros, sin embargo, ha sido más el público local, en algunos casos el que veía el festival como una forma de relación social privilegiada, el que ha primado sobre ese otro al que todavía es imprescindible atraer y que es el que debe aún integrar, salvo alguna excepción muy contada, a los festivales españoles en el gran circuito europeo.
Respecto al cambio de modelo programador, ya veremos. Es un tema recurrente al que, sin embargo, la pandemia dio una vuelta de tuerca al poner de manifiesto en todas partes la necesidad de rediseñar espacios, recalcular aforos y retocar presupuestos, apostar por la proximidad de los públicos y la presencia de los artistas nacionales. Por historia y por ambición algunos de los grandes festivales difícilmente asumirán esos retos. Otros han sido siempre más transgresores —de verdad, no con el pretexto de una provocación que sólo servía para irritar a un público que se negaba, pues pagaba, a ser adiestrado—, mientras alguno ha partido de su propia tradición para renovarse, sobre todo, a través del aumento de la calidad y la cantidad de sus propuestas, aprovechando también que la pandemia llegó coincidiendo con el agotamiento del modelo. Y luego están los pequeños, los que nacieron con vocación local y, con paciencia, han ido ganando en espacio y en profundidad y han sabido hacerse notar. Habrá que ver qué sucede con esos otros que han caminado al trantrán, apoyados en ofertas previsibles, compartidas sin demasiados riesgos y perfectamente homologables casi con cualquier programación y que, por ello, resultan los más previsibles.
No sabemos cómo estará la evolución pandémica según vaya avanzando la temporada de festivales, si habrá o no restricciones internas y externas, aunque desde estos días de la sensación de que la expansión ha vencido a la prudencia, la economía a la salud, las ganas de diversión a la paciencia, el aquí no ha pasado nada a ese cambio que tan ingenuamente llegamos a pensar que alcanzaría a la sociedad entera, a sus costumbres y a su sentido de lo común. En cualquier caso, habrá que lidiar sensatamente con los riesgos, aunque sepamos que el público de la música clásica no es precisamente dado a sacar los pies del tiesto.
Esa misma música clásica ha sido en España durante la pandemia una isla de sensatez valorada en todo el mundo. No ha hecho falta cerrar, sino adecuar la oferta a las necesidades de una situación que exigía responsabilidad por encima de todo. Ya se sabe que para los medios de comunicación prácticamente no existimos salvo necesidad perentoria de afirmación de alguna gloria nacional y que lo que para muchos es normal es excepcional para nosotros. Pues bien, aquí, en la respuesta de la música clásica española a semejante crisis, en esa respuesta con escaso, tardío y poco visible apoyo oficial, estuvo el punto de apoyo para que ahora, cuando parece que vamos a mejor, no demos ningún paso atrás. El verano, los festivales que lo pueblan, deberán empeñarse en ello. ¶