LA CORUÑA / Una orquesta para una ciudad
La Coruña. Plaza de María Pita. 17-VIII-2024. Rosalía Cid, soprano. Carmen Artaza, mezzosoprano. Matteo Ivan Rasic, tenor. Gabriel Rollinson, barítono. Coro y Orquesta Sinfónica de Galicia. Director: Roberto González-Monjas. Beethoven: Sinfonía nº 9 en re menor, op. 125.
Los conciertos llamados populares, si se hacen como es debido, son una forma estupenda de acercar la música a la gente. Una perogrullada que no siempre se entiende, generalmente porque se menosprecia el formato, se toma a beneficio de inventario por sus protagonistas o una parte del público —la que presume ser, en efecto, la más respetable— lo mira por encima del hombro. Curiosamente, la tradición del concierto veraniego en la plaza coruñesa de María Pita a cargo de la Orquesta Sinfónica de Galicia es una muestra de que hay otra forma de hacer las cosas, con la misma seriedad con que se plantea un concierto de campanillas. Y en esa tradición estuvo la Novena de Beethoven del sábado día 17.
Se celebraba el segundo centenario del estreno de la obra en un panorama mundial que no invita precisamente a ese optimismo que propone la Oda a la alegría que la corona. Roberto González-Monjas animaba micrófono en mano a compartir el mensaje de Schiller y Beethoven. Pero también, aquí y ahora, en el momento preciso que está viviendo la OSG, recordaba a quien correspondiera —bueno, el escenario estaba instalado enfrente a la fachada del ayuntamiento de la ciudad— que “en A Coruña tenemos esta orquesta y este coro, que son una auténtica joya”. Una joya que hay que preservar, que se puede y se debe mantener más allá de puntuales crisis económicas y que constituye —y ya es hora de asumirlo abiertamente por parte de todos— el mayor bien cultural de la ciudad y uno de los emblemas —segunda acepción de la RAE— de la cultura gallega. En estos días se conocía el informe de gestión de la gerencia de la orquesta y con él la necesidad de aumentar sus presupuestos, resolver de una vez el onerosísimo alquiler del Palacio de la Ópera —pensar en un cambio de sede es una quimera— y comprometer en el desarrollo de su actividad a posibles patrocinadores privados, algo también difícil mientras no se aclare todo lo anterior y unir el nombre de una empresa a la OSG no sea participar de un problema recurrente sino rentabilizar el apoyo a una institución solvente y fiable.
Así que, sin hacer de menos a Beethoven, pues no faltaba más, en realidad el concierto del sábado sirvió, sobre todo, para poner de manifiesto que La Coruña tiene una magnífica orquesta, capaz de hacer una Novena de primera clase en un espacio tan especial, repleto de un público que la respeta y la ha hecho suya. Y que la etapa como titular iniciada por Roberto González-Monjas, heredero del extraordinario trabajo de Dima Slobodeniouk, es una oportunidad irrepetible. El tándem que forman la OSG y su maestro es una apuesta ganadora. Lo entendieron en Winterthur y en Salzburgo con sus respectivas orquestas y aquí no debiéramos ser menos listos.
Yendo a la música, digamos que González-Monjas y los coruñeses hicieron, de principio a fin, una Novena de gran intensidad y fueron capaces, como la propia audiencia, de que ni el chirimiri que iba y venía, ni los ruidos inevitables del muy populoso centro coruñés, ni siquiera los aromas a calamares fritos que llegaban de alguno de los bares aledaños fueran capaces de limar la concentración precisa. Por eso hubo esa tensión en el arranque, se dijo con esa rítmica implacable el Molto vivace, se alcanzó el lirismo que pide el Adagio molto e cantabile y se negoció el final con una fuerza y una emoción admirables.
Estupenda sorpresa fue la prestación del Coro de la OSG que prepara Javier Fajardo y dirige artísticamente Carlos Mena. Poco a poco la labor de ambos está dando sus frutos y la de María Pita ha sido la mejor actuación de sus huestes en mucho tiempo. Partiendo de las conocidas y casi dadas por inevitables limitaciones de la formación en cuanto a organización y a calidad de voces, Mena y Fajardo han trabajado intensamente y los resultados están ahí. No el menos importante de ellos una menor descompensación entre hombres y mujeres —siempre favorable a ellas— y, como resumen, un empaste y una naturalidad expresiva que, más allá de la influencia de la amplificación, ya son otra cosa.
Excelentes también los cuatro solistas vocales, jóvenes y ya muy competentes. La escritura beethoveniana es aquí bastante inmisericorde pero todos salvaron la papeleta con nota bien alta. Fresca, bella y bien timbrada la voz —animosa mejor que imperativa— del barítono Gabriel Rollinson, que en estos días actúa en Villabeltrán con el pianista Hartmut Höll. Matteo Ivan Rasic, a sus veinticinco en el elenco del Gärtnerplatztheater de Múnich, salvó su parte resolviendo con brillo el temible alla marcia. Y, en esa misma línea, la compostelana Rosalía Cid, que abrió temporada en La Scala y le espera Musetta en la Semperoper, y Carmen Artaza, que será Rosina en El Barbero en Oviedo y Hänsel en Bonn. Toda una lección de casting.
Como no podía ser de otra manera en tan festiva ocasión, hubo encores, tres para ser exactos: un modélico Les toréadors de la Carmen de Bizet, la siempre emocionante Negra sombra, esa canción que escribió Juan Montes sobre el poema de Rosalía de Castro un día de 1892 en que le vino Dios a ver. Para cerrar —y aunque esa misma tarde había perdido— El rock del Depor.
Es de justicia reseñar la impecable realización de video simultáneo, a cargo de Antonio Cid, en un par de pantallas gigantes en las que todo se veía perfectamente.
Luis Suñén