LA CORUÑA / Un inesperado viaje escocés de la OSG
La Coruña. Palacio de la Ópera. 25-XI-2022. Javier Comesaña, violín. Orquesta Sinfónica de Galicia. Director: Frans-Aert Burghgraef. Obras de Berlioz, Bruch y Mendelssohn.
Fue una pena que no pudiéramos escuchar el formidable programa inicialmente previsto para este concierto de abono de la Orquesta Sinfónica de Galicia: la suite sobre Pelléas et Mélisande de Debussy que preparara Marius Constant y La sirenita de Zemlinski. La cancelación por enfermedad, anunciada desde hace tiempo, de quien debía dirigirlo, el americano James Conlon, nos ha llevado hasta otro bien distinto. Es verdad que no debe resultar fácil encontrar un director con una agenda medianamente ocupada capaz de asumir ese par de obras, de preparárselas bien y de ofrecerlas en condiciones, así que la orquesta recurrió al maestro holandés nacido en 1983 Frans-Aert Burghgraef, quien, salvo error u omisión por mi parte, no había tenido contacto con ella —digo en concierto, pues sí estuvo en clases magistrales con Dima Slobodeniouk— más que una sola vez, la pasada temporada, en un concierto para familias con música de películas de Walt Disney.
La impresión en aquella ocasión fue muy buena y verlo en un repertorio tan distinto no dejaba de tener su interés, siquiera como mediano consuelo a la caída de un programa como el inicialmente anunciado al que sustituiría otro mucho más convencional con un curioso sesgo escocés en sus dos tercios: la Fantasía escocesa de Max Bruch y la Tercera sinfonía, “Escocesa”, de Mendelssohn, esta más evocadora pero menos literal que aquella por más que el autor ni le puso el nombre ni quiso saber nada de posibles citas folclóricas. Para abrir boca, la obertura El carnaval romano de Berlioz. Ya puestos se podía haber dado, en lugar de esa obertura, Rob Roy o Waverley, de tema igualmente escocés pero que se tocan mucho menos, con lo cual se completaba el cien por cien del programa. El propio maestro se encargó de ampliar el panorama cuando, al final de la sesión, nos anunció, tras ponderar la calidad de la OSG, un encore introducido por la flauta y cantado, bastante bien, la verdad sea dicha, por la propia orquesta. El gesto fue muy aplaudido, aunque a este crítico le pareciera improcedente.
Frans-Aert Burghgraef es maestro extrovertido, de gesto amplio, sin batuta, seguro en todo momento, con una cierta predilección por la parte alta de la dinámica y que supo perfectamente dónde estaba la espina dorsal de su Berlioz y, sobre todo, de su Mendelssohn, con la colaboración de una orquesta en excelente forma y en la que actuaba como concertino invitada Joanna Wronko, titular del atril en la Noord Nederlands Orkest. La lectura de El carnaval romano funcionó bien en esa intensidad casi fulgurante que pide y en ella destacó el corno inglés —Ana Salgado— al que el autor reserva un verdadero bombón. La sinfonía de Mendelssohn gozó de una muy buena lectura, incluido ese momento tan especial —el que quizá debiera haber sido el verdadero final— antes de la entrada de un Allegro maestoso assai que a uno le ha parecido siempre como ese copete que le ponen a algunas casas, que les priva de la armonía de formas que parecían poseer sin él y que desdice un poco del equilibrio admirable del todo. Se hablaba en el programa de ‘versión original de 1842’, es decir de la que, publicada por Breitkopf & Härtel, utiliza la partitura del (re)estreno londinense del 13 de junio de aquel año, antes, pues, de las modificaciones que, tras la cita londinense, introduciría también el propio compositor —versión, digamos, definitiva—. Por cierto, que, entre otras cosas, en esta llamada versión original se acelera la coda en el añadido a que hacíamos alusión y se observa un silencio entre cada movimiento en lugar del attacca indicado en la definitiva.
La Fantasía escocesa de Bruch es mucho menos inspirada que su Concierto nº 1 para violín y orquesta que hace un mes escuchábamos en memorable versión a Sergei Khatchatryan y Andrew Litton. Música de segunda clase, grata, tópica, de esa que ya nace un poco vieja y que apela aquí y allá a melodías de la tierra que le da título. El solista fue el joven y premiado Javier Comesaña (Sanlúcar de Barrameda, 1999), que lució técnica y estilo admirables, pero con un sonido muy pequeño —que creció sin embargo en el Capricho nº 14 de Paganini que ofreció como encore. Toca maravillosamente, pero se le oye poco. Y aquí no hay medias tintas: o se apuesta por la brillantez —aun tomándola como a beneficio de inventario— o el conjunto se queda pálido. Y eso es lo que ocurrió en una versión en la que el solista pecó de tímido cuando no tenía razón aparente para ello, dando la sensación de que ese estilo de que hablábamos no casaba demasiado bien con la obra. Creo que Comesaña debiera haber añadido más efusión a tan buen gusto y que probablemente le falte un punto de soltura escénica que adquirirá con el tiempo. Otro defecto menor que ha de corregir es que no debe ser él quien invite a levantarse a los atriles solistas de la orquesta —sobresalientes, por cierto, la arpista Cecille Landelle y la flauta Claudia Walker-Moore— sino el maestro, que es el que manda en escena. Me encantaría volver a escuchar al violinista andaluz en un repertorio más favorable porque me parece que es un artista de verdad.
Luis Suñén