LA CORUÑA / Prueba y error
La Coruña. Palacio de la Ópera. 25-I-2020. Orquesta Sinfónica de Galicia. Director: Massaki Suzuki. Obras de Mozart, Haydn y Mendelssohn.
Cuando se analizan las temporadas de las orquestas los críticos solemos quejarnos de la sobreabundancia de repertorio tradicional, sobradamente conocido por esos mismos públicos que, de otra parte, suelen felicitarse por ello. Pero he aquí que a veces aparecen estupendas coartadas para que lo conocido sea también piedra de toque de nuestra propia experiencia como oyentes, como aficionados más o menos conspicuos y enfrentados, aunque sea de golpe y porrazo para algunos, con otros modos —más o menos acertados— de entender ese repertorio. Al método se le suele llamar prueba y error.
Y eso ha sucedido en el último concierto de la Orquesta Sinfónica de Galicia, dirigido por Masaaki Suzuki. El grandísimo director bachiano —que ha grabado para BIS todas las cantatas sacras de Johann Sebastian— planteaba un programa tan atractivo como hasta cierto punto trillado —es verdad que la 97 de Haydn no es de las sinfonías que más se interpretan entre las de su autor— en el que, como era de esperar, pondría de manifiesto sus características interpretativas bebidas de su frecuentación barroca. Y, empezando por el final, digamos que con enorme éxito entre la audiencia, que aplaudió de lo lindo —como la orquesta— una propuesta nada habitual en sus maneras y por ello lejana a lo que la mayoría de los asistentes al concierto tendrían seguramente entre sus referencias. Quien, pongo por ejemplo, hubiera escuchado el Haydn de Colin Davis o el Mendelssohn de Peter Maag antes de acudir al concierto hubiera quedado o encantado de saber cuántas moradas tiene la casa de la música o espantado al creer que le habían cambiado esta por la de los horrores. En el Palacio de la Ópera ganaron los primeros por goleada
Vayamos por partes. Suzuki está poco a poco ampliando su repertorio y trabajando cada vez más con orquestas, por así decir, convencionales, de instrumentos modernos, pero aplica, como no puede ser de otra manera, los principios de su escuela. Así el control del vibrato o la tendencia a un dramatismo expositivo, a una cierta teatralidad unidos a un sentido un tanto extremado de los tempi. Ello no se vio del todo en una Obertura de “Don Giovanni” expuesta muy correctamente pero sí afloró en Haydn y en Mendelssohn, de manera diferente en un caso y en otro probablemente porque se trata de músicas que soportan en distinto grado las maneras del maestro japonés. En la 97, Suzuki optó por circular entre el humor y la rusticidad, ambos, digámoslo, de buena ley, que hicieron de la suya una versión muy divertida. Así, por ejemplo, en la respuesta de las maderas al fraseo de las cuerdas en el Adagio ma non troppo, tan teatral, tan de dueto cómico —podría haber sido hasta galante en el extremo opuesto— pero, a la vez, tan naturalmente gracioso. El Minuetto con su trío, con esa apelación al yolde tirolés que para algunos comentaristas lleva dentro, fue igualmente vivaz mientras el Finale, por su parte, exhaló alegría campestre, aldeana diríamos mejor, en este Haydn ya londinense.
El mismo planteamiento nos esperaba en Mendelssohn pero aquí el terreno a pisar no es el mismo, los equilibrios siguen siendo necesarios pero varían y lo excéntrico —en el mejor sentido de la palabra— exige mayores dosis de sutileza expresiva que de eficacia rotunda. Suzuki planteó una Escocesa de un solo trazo, así en lo discursivo como en lo rítmico, dicha a uña de caballo por una orquesta que demostró una competencia admirable frente a cualquier clase de planteamiento rector y, por ello, incompleta en su mensaje. En todo momento dio la sensación de que predominaba el lenguaje del maestro sobre el del compositor, que este se nos quedaba atrás, que a su intención, digamos, más íntima, se la iba comiendo la traducción más externa de la misma. Y esta se superponía a aquella, incluso, desde la consideración de las indicaciones: un Allegro un poco agitato que resultaba agitadísimo o, en el segundo movimiento, un Vivace non troppo que era igual de Vivacissimo que el así marcado en el Finale. Esa intensidad un tanto impostada, toda dramatismo, toda tormenta —más allá de lo que la pieza tiene de descriptivo—, hizo que se echara de menos una línea horizontal más clara, más cantante, más reveladora de un discurso cuya energía —primer movimiento— no es esa energía implacable en la que algunas de las intervenciones solistas quedaron demasiado sumidas en la vorágine —el inicio del segundo y el cuarto movimiento hubiera requerido algo de ese vuelo feérico tan del autor— mientras el conjunto daba a veces la sensación de cierto apelmazamiento sonoro, sino un sentido de lo dramático equilibrado por el propio vuelo de la música, poco aireada en ocasiones. Como si aún funcionara en nuestro autor el Sturm und Drang a toda pastilla. Tampoco el Allegro maestoso assai que hace casi de coda actuó con eficacia, pues la inmediatez de todo lo escuchado —es verdad que con el descanso del Adagio— impedía lo que esta conclusión tiene de elemento tan lógico como retórico, sobre todo en su aparición.
Dirá el lector que para ese viaje no hacían falta alforjas. No lo creo. No debemos hacer de nuestras opciones las únicas posibles. Los críticos a veces son muy unilaterales y casi siempre pretenden llevar razón. Personalmente, el planteamiento de Suzuki, enormemente comunicativo, no me ha parecido el más adecuado para esta música pero sí creo que es bueno que orquesta y audiencia —las dos, repito, encantadas con el resultado— se enfrenten con estas posiciones que aparecen con normalidad por el mundo adelante y que surgen de toda una revolución como fue la de las interpretaciones históricamente informadas.
Luis Suñén