LA CORUÑA/ Pacho Flores, el rey de la trompeta

La Coruña. Palacio de la Ópera. 9-IV-2023. Orquesta Joven de la Sinfónica de Galicia. 14-IV-2023. Orquesta Sinfónica de Galicia. Pacho Flores, trompetas y fliscornos. Director: Manuel Hernández-Silva. Obras de Márquez, Flores, Chaikovski, Kalinnikov, Ortiz y D’Rivera.
El trompetista venezolano Pacho Flores (San Cristóbal, 1981) ha sido durante la última semana artista invitado de la Orquesta Sinfónica de Galicia que, con muy buen criterio, ha aprovechado para hacerle comparecer en dos programas con cuatro obras distintas, tres de ellas encargadas a cada uno de sus compositores y la otra a sí mismo, y en un recital, que tendrá lugar el martes 18 en la Sociedad Filarmónica de A Coruña, acompañado al cuatro por Jesús Pingüino González.
Lo primero que habría que decir es que Pacho Flores es a la trompeta lo que cualquiera de los solistas que quienes lean este artículo pueda considerar sus favoritos al violín, el violonchelo o el piano. Su grado de virtuosismo es literalmente apabullante y sólo comparable a su musicalidad. Supongo que no se pueden tocar mejor las múltiples trompetas y fliscornos —ese precioso instrumento que suma a la brillantez de aquellas una carnalidad muy peculiar— que lleva en sus manos al salir a escena como racimos que no puede abarcar el sólo y necesita, por ello, la ayuda del propio director de orquesta. Técnicamente no sólo es que ande sobrado, es que cualquier cosa por difícil que sea da la sensación de que para él es pan comido. Curiosamente, al terminar el estupendo concierto de Gabriela Ortiz lo definió, en un alarde de sinceridad, como “contra trompeta y orquesta”, pero a nadie le pareció que las pasara precisamente canutas frente a semejante exigencia. Ah, y todo, incluido el estreno absoluto, de memoria.
La residencia coruñesa comenzó con una sesión con la Orquesta Joven de la Sinfónica de Galicia, que demostró estar en muy buen momento. Hacía demasiado tiempo que este crítico no la escuchaba y hay que resaltar que el salto cualitativo es muy evidente. Flores empezó su tour de force con el Concierto de otoño de Arturo Márquez, una pieza que volvió a mostrar lo bueno que es el autor mexicano cuando va al grano directamente y saca a pasear su estro y su oficio, aquí bebiendo sin problemas del minimalismo y de lo popular, con ese aire, en ocasiones, como de bolero que iríamos encontrando más veces. Después llegaría una partitura del propio solista, su Concierto para fliscorno y orquesta “Albares”, una curiosa muestra de generosidad y eficacia. Generosidad porque no pueden caber más cosas en lo superabundante de su orquestación y eficacia porque sabe muy bien lo que es mejor para su instrumento. A eso añadámosle unos toques de Piazzolla y una pizca de nostalgia bien medida. No olvidemos detalles de compositor que sabe lo que se hace. Por ejemplo, el episodio fugado de las cuerdas en el tercer movimiento, Periquea en Navajas, título que no le va a la zaga al de los otros dos, antes de meternos de lleno en el joropo final. Como encore un merengue de Aquiles Báez.
Ya con los mayores, Flores protagonizó —primero el jueves en Ferrol y al día siguiente en La Coruña, donde se repetía programa— el estreno mundial de Altar de bronce, el concierto para trompeta y orquesta de la mexicana Gabriela Ortiz, encargado conjuntamente por la OSG, la Real Filarmónica de Liverpool, la Sinfónica de Minería, La New World Symphony de Miami y la Sinfónica de San Diego. La pieza comparte con todas las programadas estos días una parte rítmica muy importante, pero sabe seducir desde el principio a través de una suave ola expresiva a la vez concentrada y bien sujeta —un poco a la manera de algunos compositores nórdicos de ahora mismo que pueden estar en la mente de cualquier aficionado— en la que resulta admirable el papel de maderas y metales como telón de fondo a la línea del solista. Luego llegará ese ritmo al que le precede una evocación del Stravinski de La consagración de la primavera, de Revueltas y de Carlos Chávez. A eso hay que añadir una cadenza improvisada en la que Flores rizó todos los rizos posibles y hasta alguna cita muy bien traída como la de El manisero. La sesión concluía con el Concierto venezolano del cubano Paquito D’Rivera, que quiere ser, a la vez, reflejo de los problemas presentes del país y evocación bien directa de su música de siempre. La seriedad del arranque dio paso a un elegante movimiento lento en el que pareciera que nos encontráramos, otra vez, en una historia de amor imposible con el fondo de un bolero no menos imposiblemente sofisticado, sentimentalón y dulce antes de ese gran merengue en el que lo bordaron los percusionistas José Trigueros, Alejandro Sanz, José Belmonte e Irene Rodríguez. Sobresaliente también para el tuba, Jesper Boyle Nielsen.
El concierto de la Orquesta Joven se cerró con una muy buena versión de la Cuarta Sinfonía de Chaikovski en la que el también venezolano Manuel Hernández-Silva (Caracas, 1962) supo equilibrar intensidad y lirismo. Y el de la Sinfónica comenzó con una manifiestamente mejorable de la Primera de Kalinnikov que, al final de la velada, pareciera no haber tenido lugar, devorada por la brillante segunda parte. Casi nada salió bien en la recuperación de una obra olvidada pero que atesora buenos momentos. Ninguno de ellos floreció desde el desorden de las cuerdas en el primer movimiento hasta lo apelmazado de una conclusión poco equilibrada. Dicho lo cual hay que recalcar que Hernández-Silva fue un inmejorable acompañante en todas las piezas con solista. No sólo eso. También tocó las maracas e incluso el cuatro en los dos encores basados en músicas populares ofrecidos por Pacho Flores con la OSG. Estupendo el trabajo de Pingüino González al cuatro en el Concierto de D´Rivera y al contrabajo en las citadas miniaturas fuera de programa.
Dos citas, pues, que han representado sendas sesiones verdaderamente divertidas, ese calificativo tan desacreditado como clarísimo de entender. El público lo ha pasado en grande, las dos orquestas también —nótese la diferencia de prestaciones de la Sinfónica entre su sosa primera y su deslumbrante segunda parte—, todos hemos comprobado que hay otros mundos que no parecen el nuestro pero a los que afortunadamente pertenecemos, entre otras cosas porque compartimos idioma y algo más —Flores presentó su último encore diciendo que el joropo “es la jota venezolana”. Y, lo que no era nada fácil después de cuatro obras con tantas cosas en común, no digo que intercambiables, pero sí semejantes en muchas de sus propuestas, nadie —este crítico tampoco— parecía ahíto de tanto ritmo y de tanto sentimiento. El simpatiquísimo Pacho Flores, que se dirigía al público y al maestro con toda naturalidad, supo medir muy bien el límite entre el placer y el exceso. El éxito fue tan apoteósico como merecido.
Luis Suñén