LA CORUÑA / OSG y González-Monjas: una ilusión muy justificada
La Coruña. Palacio de la Ópera. 6-X-2023. Clara Jumi-Kang, violín. Orquesta Sinfónica de Galicia. Director: Roberto González-Monjas. Obras de Hillborg, Sibelius y Dvorák.
Alguna vez ha insistido Roberto González-Monjas en que no habría que hablar tanto de si siempre escuchamos las mismas músicas cuanto de si siempre escuchamos las mismas versiones. En realidad, lo que hace con esa afirmación es llevarnos al terreno de la perdurabilidad de los clásicos de generación en generación. Lo escrito es lo mismo, pero la forma de percibirlo y de transmitirlo es distinta —volveremos más arriba sobre ello— mientras, es verdad, se ofrece una explicación plausible a la crítica tantas veces justificada de determinadas presencias excesivas en esas programaciones que se explican como necesarias también para fidelizar al público de siempre. Una orquesta es un edificio en permanente equilibrio inestable entre la tradición y la necesaria obligación de atender el presente.
La Sinfónica de Galicia ha adquirido el hábito diferenciador de estrenar obras extranjeras en España, algunas de primera importancia y, por ello, de ampliar el horizonte de lo que se escribe por el mundo justo antes de llegar a la frontera de lo que llamamos música contemporánea para, en realidad, referirnos a estéticas, por decirlo así, menos convencionales. Esta vez le tocó el turno a una pieza del sueco de 1954 Anders Hillborg, Eleven Gates —un título que hace pensar en las distintas traducciones de esas puertas que son las que conocemos en la vida diaria pero también esas otras que tienen que ver con la electrónica y que estaban detrás de las Phrygian Gates de John Adams—, encargada por la Filarmónica de Los Ángeles y estrenada bajo la dirección de su entonces titular, Esa-Pekka Salonen, en 2006. La obra va de lo deslumbrante a lo humorístico sin dejar de lado ni una cierta emoción ni un punto de inquietud en el oyente, pues lo tranquilo no es aquí tranquilizador. Un descomunal acorde de re mayor sorprende por la personalidad que el autor imprime a algo tan fácil de describir. Y ahí ya se observan las toneladas de oficio que atesora, con esas cuerdas siempre por debajo como un continuo casi vocal. Lo mismo ocurre con el par de movimientos —son once, como el título dice, los que se suceden sin solución de continuidad en veinte minutos— que se dirían scherzi entre juguetones e irónicos, en sus homenajes al surrealismo —y a Beethoven y a John Williams— o en esos momentos en los que aparece esa como invariante castiza de la música nórdica que es la apelación a la naturaleza, al mar en este caso. Quizá el final llega un algo deshilachado, como menos abrochado de lo que fuera de esperar. Gran música, magníficamente escrita y formidablemente interpretada por la Sinfónica que con su nuevo titular firmaba el preludio a lo que habría de ser una velada llena de interés.
Con Sibelius entrábamos en lo antes dicho de las obras que vuelven una y otra vez. De hecho, la última era tan reciente como de enero de 2022, es decir, la temporada pasada, con Stefan Jackiw como solista y dirigiendo Anja Bilhmaier. Y antes, en 2019, con el tándem Gringolts-Schuldt. La alemana de origen coreano Clara-Jumi Kang (Mannheim, 1987) —en su tercera presencia con la OSG y de la que recordamos un maravilloso recital en la Sociedad Filarmónica con el pianista Sunwook Kim— es violinista muy distinta a sus colegas, lo que ya ofrecía la posibilidad de una mirada diferente, esta vez muy equilibrada entre la pasión y la inteligencia, diríamos que más expansiva que la de Gringolts, más sutilmente interiorizada que la de un Jackiw más dramático en el mejor sentido de la palabra y en todo momento muy fresca, un poco como la alternativa a la grandeza que otorga a su parte una Lisa Batiashvili imperial en su grabación con Barenboim. Kang sabe expandir la expresión muy controladamente, por más que su a veces casi danzante presencia escénica pareciera desmentirlo, y demuestra con creces las razones de su buena carrera. Técnicamente sobrada —impecable la larga y difícil cadenza— toca, además, el Stradivarius “Thunis” de 1702 que perteneciera a la violinista y pedagoga Jeanette Dincing, viuda de Eugène Ysaÿe.
Dicho lo cual, hay que reseñar que, sobre ser estupenda la versión de la, con razón, aplaudidísima solista —que ofreció como encore el Largo de la Tercera Sonata de Bach— lo que a este crítico le llamó la atención muy especialmente fue el magnífico acompañamiento de González-Monjas. Idiomático siempre, con la sensación de que la parte orquestal es puro Sibelius aunque no hubiere solista, empezando por un pianísimo inicial que aquí es básico y cuya importancia supo trasladar a la violinista que lo siguió con igual fervor. Los tutti fueron plenos, las dinámicas muy bien planteadas y desde los momentos más potentes —esos acordes cortantes en el primer movimiento— a los más sutiles —final del segundo— o los más festivos —en el Allegro ma non tanto con una coda intensa y restallante— todo tuvo, como diría un clásico, su porqué pero a través de un cómo. Y no olvidemos el sonido y el empaste de unas cuerdas que firmaron en su día un ejemplar Lemminkainen con Dima Slobodeniouk.
Con la Sinfonía “Del Nuevo Mundo” de Dvorák volvemos al terreno de lo conocidísimo. Aquí la última referencia procedía de febrero de este mismo año, pero el hecho de que la dirección de Ludovic Morlot no hubiera sido precisamente memorable, hacía que la expectativa de la novedad en la visión rectora ofreciera un plus sobre la posibilidad de volver a escuchar una obra genial se mire por donde se mire. Y la coartada perfecta de la lectura renovada de González-Monjas funcionó a la perfección porque escuchamos una traducción de muchísimos quilates que no quiso dejarse nada por el camino, ni uno solo de esos detalles que a veces se pasan por alto por mor de esas visiones que se justifican diciendo que se fue más a la línea general que a las células que explican el cuerpo completo de la pieza. Funcionaron perfectamente la dialéctica entre el Adagio y el Allegro molto —aquí, en algunos momentos, se hubiera dicho Allegro feroce, como el de la Cuarta Sinfonía—, la intensidad del Largo, el juego engañoso del Scherzo y de nuevo esa ambivalencia entre lo grandioso y lo íntimo del Allegro con fuoco. Hubo riesgos asumidos con valentía y resueltos con absoluta solvencia —así el fino rubato de las cuerdas en el Largo, incluido el sutilísimo octeto de las mismas con sus silencios— y Carolina Rodríguez Canosa estuvo espléndida en su solo de corno inglés. Una sensacional OSG mostró que encara la nueva temporada en plena forma y rebosando una ilusión que, a ojos vistas, comparte con su nuevo titular y que el público parece dispuesto a seguir.
Luis Suñén