LA CORUÑA / OSG: un violinista descomunal (y más cosas)
La Coruña. Teatro Rosalía de Castro. 18-X-2022. Claudia Walker Moore, flauta. David Villa, oboe. Juan Ferrer, clarinete. Steve Harriswangler, fagot. David Bushnell, trompa. Massimo Spadano, violin. Jeffrey Johnson, viola. Ruslana Prokopenko, violonchelo. Todd Williamson, contrabajo. Andrew Litton, piano. Obras de Poulenc y Schubert. • Palacio de la Ópera. 21-X-2022. Orquesta Sinfónica de Galicia. Sergei Khatchatryan, violín. Director: Andrew Litton. Obras de Bruch y Prokofiev.
Andrew Litton, actual director musical del New York City Ballet, maestro fogueado previamente en Dallas, Bergen o Bournemouth como titular, mantiene desde hace años una estupenda relación con la Orquesta Sinfónica de Galicia. Ambos no pueden negar que trabajan muy a gusto juntos y los resultados saltan a la vista cada vez que se reúnen de nuevo. Es la suya una visita habitual, esperada y satisfactoria para la orquesta.
Esta vez precedió al concierto de abono una sesión en la Sociedad Filarmónica de A Coruña en la que Litton, al piano, se unió a un grupo de miembros de la OSG en un programa verdaderamente hermoso: el Sexteto para piano y vientos de Poulenc y el Quinteto “La trucha” de Schubert. Hermoso y exigente al mismo tiempo pues se trataba de hacer música de cámara de referencia que, además, exige, como debe ser, lo máximo de sus intérpretes.
Podría pensarse que la convivencia en una orquesta presupone una cierta disposición para entenderse con los colegas —cosa fundamental en la música de cámara— pero esta es más que el roce y se acerca a esa siempre difícil comunión de criterios. Como tituló su biografía el Cuarteto Guarneri: Indivisible by Four (Indivisible por cuatro). Pues bien, Litton y los músicos de la orquesta coruñesa demostraron cohesión a partir del virtuosismo individual y con una conciencia muy clara de estar haciendo una música que crece sobre sí misma, en una suerte de desarrollo formal y expresivo, lógico y anímico a la vez. En Poulenc se supo traducir perfectamente esa combinación tan suya de alegría y melancolía sutil. En Schubert perjudicó a la claridad del conjunto —al menos desde mi butaca— la disposición en el escenario de violín y viola, demasiado juntos, dificultando que esta proyectara con la misma suficiencia que aquel, y de contrabajo y violonchelo que quizá debieran haber intercambiado sus lugares en aras de mejorar esa misma proyección en este último. Versión, muy luminosa, muy afirmativa, en todo caso.
No tendría sentido destacar a ninguno de los protagonistas de la velada, pues todos estuvieron espléndidos. Hagámoslo, si acaso, con el contrabajista Todd Williamson, que hizo en La trucha un impagable trabajo como de cimentación del sonido conjunto, dando a su instrumento toda la importancia decisiva que tiene en la pieza. Litton es un magnífico pianista, siempre lo ha sido —ahí está ese disco suyo con música de Oscar Peterson, por ejemplo— y así como el Ipad le jugó una mala pasada en el último movimiento de Poulenc —que hubo que interrumpir rompiendo el discurso de un movimiento final que hubiera sido mejor reiniciar— en Schubert anduvo sobrado.
Ya el viernes, en el concierto de temporada, nos encontramos con uno de los grandes, grandísimos del violín de nuestro tiempo, con un artista descomunal, el armenio Sergei Khatchatryan, que hizo una versión de no creer del muy bello Concierto nº 1 de Max Bruch. A la sombra de los más transitados de Beethoven, Brahms, Mendelssohn o Chaikovski resiste, sin embargo, en el repertorio por mor de la belleza de sus temas y lo bien armado de su construcción —incluyendo la curiosidad de que no haya en él ninguna cadenza propiamente dicha para el solista. Es una pieza perfecta para un violinista como Khatchatryan que une a un virtuosismo impecable y riguroso una línea expresiva de altísima tensión emocional. Desde su entrada en el primer movimiento puso a la audiencia al borde de la butaca en lo que sería, por decirlo en corto, media hora inolvidable. Contribuyó a ello, claro está, el maravilloso instrumento que tañe el armenio, y que no es ya, por cierto, el Guarneri de 1740 con el que anduvo los últimos años, el llamado Ysaÿe. El sonido de este nuevo violín es, como el arte de su propietario actual, verdaderamente único. A la excelencia de la versión colaboró el acompañamiento de la OSG y Andrew Litton, midiendo las dinámicas con un cuidado exquisito, creyendo el maestro en las virtudes de la partitura, sabedores una y otro de que estaban viviendo un momento muy especial en el que todo debía aspirar a lo mejor. El éxito, clamoroso, propició, como encore, Havoun, havoun, un canto espiritual atribuido a San Gregorio de Narek, monje armenio del siglo X.
En la segunda parte, Litton demostró por qué es un experto en Prokofiev —ha grabado todas sus sinfonías con la Filarmónica de Bergen para el sello BIS— y la orquesta la madurez que sabe lucir en este repertorio. No es el neoyorquino un maestro que destaque por su elegancia en el podio, su mano izquierda se cierra muchas veces en un puño más que desplegarse para matizar. Queda casi todo, da la impresión, bajo el control de su técnica de batuta y, con toda seguridad, de una eficacia indudable en los ensayos. Fue una versión la que escuchamos de la Quinta Sinfonía en la que estuvo al completo lo que la pieza propone, el desarrollo de sus líneas melódicas y de sus claves maestras en lo formal —la claridad con la que aparecieron en el último tiempo las reminiscencias del primero—, el lirismo unas veces y lo grandioso sin asperezas otras, la gracia irónica pero sin pasarse del Allegro marcato —con un episodio central bien luminoso—, el sentido de los momentos más intensos en lo sonoro en el Allegro giocoso final. Como en Bruch, el equilibrio orquestal y las dinámicas fueron admirablemente resueltos y todo contribuyó a que escucháramos una versión modélica de una de las mejores sinfonías del siglo XX. Y con una OSG dando todo lo que tiene, que es mucho. Magnífico concierto.
Luis Suñén