LA CORUÑA / OSG: potencia y tensión
La Coruña. Palacio de la Ópera. 24-III-2022. Orquesta Sinfónica de Galicia. Director: Josep Pons. Obras de Rosinskij, Schreker y Richard Strauss.
Volvía Josep Pons a su cita anual con la Sinfónica de Galicia con un programa tremendamente potente en lo que se refiere a la exigencia sonora y al grado de expresividad de las tres obras, un estreno absoluto y las otras dos por vez primera en los atriles de una orquesta que, esta vez, no dejaba un resquicio en el escenario del Palacio de la ópera.
En febrero de 2017 estrenaba la OSG Concierto misterio del ruso nacionalizado austríaco Vladimir Rosinskij, viola de la orquesta y compositor, decíamos entonces en nuestra reseña, “de una enorme ambición formal y expresiva”. No le falta esa misma ambición, si bien más embridada en su duración —la tercera parte de aquella— a este nuevo estreno, PangoliNN, que parte de la idea de reflexionar sobre —describirla podría decirse también— la sensación de vivir en el engaño que el compositor experimentó durante la pandemia y las noticias contradictorias que de ella le llegaban. En las notas al programa de Julián Carrillo, siempre tan inteligente desentrañador de la creación de Rosinskij, señala el propio autor: “Uno piensa, ¿es todo mentira o hay algo de verdad? ¿Dónde está la verdad? Y esta música quiere expresar este estado de inquietud. Yo he escrito esto muy rápido, en dos meses, y lo expreso con un término nuevo, ‘pangoliNNismo’, un símbolo de la manipulación de nuestras cabezas, las de millones de personas”. Y esa reflexión del autor se corresponde con una música de gran potencia expresiva y sonora, en la que esa aprensión no llega casi en ningún momento a encontrar reposo. Es una suerte de no parar en el que la energía y un ritmo casi imparable trabajara como a la sombra de la densidad orquestal que conduce, tras un momento de calma engañosa, al punto de partida, es decir, a la victoria del pangoliNNismo y, por tanto, de la duda.
La pregunta es obvia: ¿hasta qué punto esta música resiste la audición más allá de su pretexto o, por decirlo de otra manera, exenta de él? Pues bien, aquí también Rossinskij lo deja claro: “Esto es lo que significa para mí, yo explico así mis sentimientos; lo que vaya a ser para el oyente puede ser otra cosa”. La cuestión es si la escritura hubiera existido sin esa reflexión que, sin embargo, no es esencial en su escucha. Podríamos plantearnos si lo que piensa el autor lo refleja la partitura y respondernos que, en realidad, da lo mismo. Hay un punto de fracaso inevitable en esa distancia entre planteamiento y desenlace, pero también es un triunfo que este se imponga a aquel, como en este caso sucede. Lo que sería imperdonable en la literatura lo es menos en la música. Y es que hay mucha sabiduría en el estro de Rossinskij, un dominio del medio verdaderamente apabullante, un conocimiento de la orquesta ciertamente admirable, una suerte de eclecticismo selectivo propio de quien sabe mucho de por dónde han ido y van los tiros y todo ello mezclado con el añadido de una indudable personalidad. Quizá no haya sido tan acertado su título, que remite a un animal y a una situación concretas, perfectamente datables cuando, sin embargo, las sensaciones que describe la composición podrían ir más allá de ese episodio para concentrarse en el desasosiego interior del ser humano sometido al engaño, la zozobra y el desconcierto. Son opiniones de crítico tras una sola escucha. El mismo crítico que afirma que Rossinskij es un magnífico compositor cuya producción —como ya sucedía con Concierto misterio— merece ser programada por las orquestas y conocida por los públicos. La obra fue muy aplaudida y Josep Pons hizo de ella una versión capaz de darla en toda su esencia.
Franz Schreker fue antes de la llegada del nazismo y de su muerte por un infarto en 1933, uno de los compositores de más éxito en Europa, sobre todo con sus óperas. Su Preludio para un drama es una versión ampliada del que escribiera para Los estigmatizados, sobre un texto de Frank Wedekind —dato este que ayuda a situar al compositor en su día— y responde a la estética postromántica, opulenta en el tratamiento orquestal, sabia en la disposición de lo brillante y lo emotivo y que supera en su intención el papel inaugural de su primera función para alzarse casi como un poema sinfónico. La suite sinfónica de Elektra de Richard Strauss —recordemos que la OSG ya diera esta misma temporada la de Ariadne auf Naxos de D. Wilson Ochoa—, preparada entre 2013 y 2014 por el director de orquesta Manfred Honeck —responsable del concepto— y el compositor Tomas Ille —de la realización—, y al margen de lo que nos parezca reducir una ópera —y no digamos esta en la que el texto posee tan extraordinario peso—, es un trabajo musicalmente admirable y de una eficacia expresiva sin paliativos. Ahí están, naturalmente, y por su orden, los grandes momentos de aquella manteniendo una tensión continua —de hecho en ese aspecto la pieza supera las posibles desconexiones que a veces son un peso para intentos parecidos— como realmente sucede en la escena, empezando por el motivo de Agamenón y siguiendo por la evocación de su padre por parte de Elektra, la soledad de Chrysothemis, la danza de Elektra, el encuentro de esta con Klytaemnestra, la aparición de Orestes y su revelación a Elektra con el triunfo final de la venganza. Dicho lo cual es fácil adivinar la tensión que acumula su escucha y el resultado que su conclusión tuvo en el respetable, es decir, el de un éxito grande. Para que ambas cosas se produjeran fue decisivo el magnífico trabajo de Josep Pons. Ya hemos hablado más de una vez de la creciente madurez del maestro, de la suma que en él se da de comprensión de la música y su contexto, eso que llamamos cultura, y la pericia técnica para resolver los problemas que plantea la partitura, empezando por un trabajo de ensayos exigente e intenso. Su especial afinidad con la OSG —lucidísima toda la velada— volvió a dar excelentes frutos.
Luis Suñén