LA CORUÑA / OSG: dos mundos
La Coruña. Palacio de la Ópera. 2-XII-2022. Cañizares, guitarra. Orquesta Sinfónica de Galicia. Director: Juanjo Mena. Obras de Albéniz/Frühbeck de Burgos, Cañizares y Beethoven.
Estrenado en 2016, el Concierto “Al-Andalus” para guitarra y orquesta de Cañizares —su nombre artístico, el que usa prescindiendo del Juan Manuel previo— se va imponiendo en las programaciones de las orquestas por razones que van de suyo. Se trata de música enraizada en algo tan popular como el flamenco –“concierto flamenco” lo llama su autor— que, además, ha ido viviendo una creciente apertura a distintas mezclas que, nos gusten más o menos, han hecho crecer también su presencia —la del propio flamenco— en otros mundos musicales. Su escritura es perfectamente accesible para cualquier oyente y esas mismas orquestas parecen disfrutar de veras con ella. Y, no sé si por encima de todo ello, la sensación de buen resultado que presenta respecto de sus intenciones, de su carencia de otra pretensión que no sea la de decir lo que se quiere decir y hacerlo de la mejor manera posible. Hay en la pieza aspectos especialmente destacables, el primero, desde luego, el protagonismo de la guitarra como solista —con la cadencia del segundo movimiento como ejemplo—, o la falta de complejos en algunos aspectos de la orquestación —que aprendió el autor con Joan Albert Amargós— así como y, por descontado, una capacidad para transmitir esa suma de raíz y cordialidad —en los momentos finales, cuando aparecen, en forma de tanguillos, las citas a la música de Paco de Lucía— que el viernes en A Coruña saltó a la vista.
Ni que decir tiene que Cañizares fue solista impecable de su propia obra y que Mena lo acompañó con suma atención y sabiendo muy bien de qué iba la cosa. Pero he aquí que el elemento complementario —los palmeros Charo Espino y Ángel Muñoz, palmas agudas y graves respectivamente, o sordas y abiertas, como se prefiera y ellos saben explicar—, que había cumplido estupendamente con su cometido, se hizo con la situación al terminar. Cañizares ofreció su encore, como parecía natural, pero ellos también hicieron lo propio, sobre todo Muñoz, que es un bailaor estupendo y se arrancó con un zapateado que adivino virtuosístico a más no poder pero que se alargó hasta eclipsar al verdadero —y bien generoso con sus compañeros— protagonista. A Muñoz se le sumó Espino y a ellos dos Cañizares y así remató lo que pareció cuajar en una pequeña fiesta flamenca que encandiló al respetable. Menos mal que, finalmente, todo confluyó en la figura del autor, a quien parecía iba a acabar tragándose tanto suplemento.
El concierto se inició con una muy paladeada versión de Granada de la Suite española de Albéniz en la versión orquestal de Frühbeck de Burgos que, en la modesta opinión de este crítico, nada añade al original ni lo glosa tampoco con eficacia, sino que más bien lo desustancia un poco. En la segunda parte, cambio absoluto de referencias o de chip como dicen ahora, mente en blanco o reseteado para afrontar una Séptima de Beethoven que resultó magnífica. Ya hemos dicho aquí más de una vez que Juanjo Mena es ya un músico muy hecho en el mejor sentido de la palabra —aunque él repita que lo suyo es aprender continuamente—, capaz de enfrentarse al gran repertorio con plenas garantías, entre otras cosas porque lo ha hecho ya con grandísimas orquestas. Es un seguro de vida para ellas, pero también les ofrece la posibilidad de dar lo mejor de sí a través de un concepto clarísimo. En el caso de esta Séptima de muchos quilates, recuperando eso de la apoteosis de la danza sumado a la idea, me parece, de que se trata también de una suerte de apoteosis del clasicismo. Por eso parecía una versión en mármol en la que a la solidez del basamento se fuera uniendo lo aéreo de los detalles, sustentados estos en lo cuidadoso de las dinámicas, en la pertinencia de los silencios, en lo razonadamente impecable del planteamiento rítmico. Todo fluyó con sentido, muy especialmente, a mi entender, el Allegretto, con un precioso arranque y la sucesión de primer y segundo temas en las cuerdas, y el exultante Allegro con brio en el que Mena y orquesta —esta vez con Giovanni Fabris, titular del puesto en el Teatro Carlo Felice de Génova, como concertino invitado— caminaron decididos y cómplices hacia un final pletórico. Tenemos todo el derecho del mundo a ir a los conciertos a pasarlo bien y a intentar que no se acaben. Pero al final, amigos, es Beethoven el que nos salva.
Luis Suñén