LA CORUÑA / Mahler en plenitud (a pesar de la pandemia)
La Coruña. Coliseum. 2-X-2020. Orquesta Sinfónica de Galicia. Director: Dima Slobodeniouk. Mahler, Sinfonía nº 9.
Como muy bien dijo su gerente, Andrés Lacasa, antes de iniciarse el concierto — dedicado a la memoria de su recientemente fallecido trompeta principal, John Aigi Hurt— son muy pocas en el mundo las orquestas que, como la Sinfónica de Galicia, pueden permitirse abrir su temporada con una Novena de Mahler, que requiere un orgánico muy numeroso y, por tanto, un espacio capaz de albergarlo completo en medio de las restricciones lógicas impuestas por la realidad de la pandemia que vivimos. El traslado del acústicamente problemático Palacio de la Ópera al espacioso Coliseum —del centro, también, a la salida de la ciudad, a su área comercial extramuros—, permitía a la Orquesta Sinfónica de Galicia esa necesaria amplitud escénica y también la asistencia, en los dos conciertos del fin de semana, de todos sus abonados sumando a ellos el siempre necesario público nuevo. Un público, veteranos y noveles, que deberá acostumbrarse al cambio de lugar, saber que allí se aparca sin problemas, que todo el mundo procura facilitar las cosas y que algunos fallos propios de la novedad se subsanarán sin duda. Menos fácil será acabar con el ruido de fondo, a veces acrecentado por eso que antes se llamaba un escape libre, que llega a una parte de la audiencia procedente del tráfico cercano.
Lo que en los conciertos de rock —recordemos que el Coliseum, obra, entre otros, de nombres señeros de la ingeniería y la arquitectura española como el muy melómano Julio Martínez Calzón o Salvador Pérez Arroyo, no fue específicamente creado para la música clásica— podía no ser inconveniente mayor, en los de clásica puede afectar a momentos clave en piano o pianissimo. Imagino que aislar el edificio en la medida de lo posible en esos sectores comprometidos para la escucha no debe resultar fácil ni arquitectónica ni económicamente, con lo cual habrá que acostumbrarse a lo que hay si queremos, como queremos, que la temporada siga y crezca. Uno, que es ya algo mayor, recordaba cuando en el Teatro Real, todavía sala de conciertos, se colaba en nuestras emociones el ruido del metro que pasaba por debajo. En cualquier caso, un gran trabajo de todos. Pero no olvidemos que se trata de una solución de emergencia y que como tal debe contemplarse mientras se piensa en el futuro.
La Novena de Mahler —para Adorno primer ejemplo de música moderna— es obra gigantesca en todos los conceptos. Comparte con otras de su autor lo que su estética tiene de liquidación de las formas recibidas en y evolucionadas desde el periodo clásico, ese entrelazarse de forma inaudita el yo y su circunstancia moral y estética, el ponerlo todo a disposición de un discurso capaz de ser en la misma pieza exultante y depresivo, animoso y lo contrario. Recordemos esa frase dura pero reveladora de Bernard Haitink: “Mahler tenía talento para sufrir”.
La versión de Slobodeniouk con la OSG trató con éxito de ir desvelando los pliegues de una partitura que, como señalaba en sus notas al programa, Pablo Sánchez Quinteiro, ha hecho dudar acerca de si lo que hay detrás es la certeza de la muerte o el afán por vivir a toda costa: crisis y nueva luz para el gran director mahleriano Michael Gielen, que decía que la Novena empieza superando la forma sonata y termina abriéndose a lo desconocido. El Andante comodo —con lo que tuvo, inevitablemente, de tanteo del lugar, de la circunstancia del concierto— fue una suerte de puesta en situación, de ir leyendo, desvelando, las señales a seguir. Se podría haber ido más directamente al grano, tal vez, pero sería injusto decir que la versión fuera de menos a más. Diríamos mejor que fue del planteamiento al desenlace con lógica y con conocimiento de causa, imponiéndose de manera natural, involucrando al oyente con señales muy claras de dónde estaba lo esencial —no en lo aparentemente exultante, aquí muy medido—, aquello que luego iría completándose con lo que iba llegando. Los dos movimientos intermedios estuvieron muy inteligentemente trazados en su apariencia de mirada a lo que rodea el drama que de verdad representan los otros dos, con eso tan mahleriano que es la apelación a lo exterior y que a veces incluye un cierto elemento desconcertante para quien crea que Mahler es solo conflicto, o una clase de conflicto.
En el Rondo-Burleske —con ese título que nos matiza lo que en otras obras del autor pareciera más callejero— fue muy interesante cómo el maestro graduó el punto dramático que introduce la fanfarria en el episodio intermedio, pasando de una suerte de interrupción natural y sin mayores consecuencias emocionales —luego ya cumplidas en el motivo de las cuerdas y en la dialéctica, tan de la casa, entre felicidad y duda— a un adecuado desarrollo expresivo. Lo que en un principio pareciera poco intenso se reveló, por tanto, como estupendamente dosificado paso a paso. El tan emocionante Finale —“por última vez vuelve a la tierra”, decía Alban Berg— estuvo magníficamente construido por Slobodeniouk y la OSG, incluyendo ese Adagissimo del que el silencio es única conclusión lógica y cuya resolución en falso puede arruinarlo todo. La emoción se podía cortar con un cuchillo en los segundos que siguieron desde el fin de la música hasta el comienzo de los aplausos.
Luis Suñén