LA CORUÑA/ El Bruckner de Markus Stenz: ‘quod erat demonstrandum’
La Coruña. Palacio de la Ópera. 10-II-2023. Orquesta Sinfónica de Galicia. Sharon Kam, clarinete. Director: Markus Stenz. Obras de Mozart y Bruckner.
Haber sido once años Generalmusikdirektor en Colonia y, por tanto, director titular de la Orquesta Gürzenich es un episodio que ennoblece cualquier hoja de servicios y hace suponer una competencia más que suficiente. Markus Stenz, que cumple dentro de unos días los 57, fue el sucesor de James Conlon y el antecesor de François-Xavier Roth en una formación que se creó en 1827 y estrenó obras de Brahms, Strauss o Mahler. Ha acreditado también su solvencia en Ámsterdam y Baltimore, entre otras plazas, incluida alguna en el competitivo mundo asiático como Seúl. Es, pues, maestro bregado, con actividad, además, en los estudios de grabación y responsable en ellos nada menos que de una integral mahleriana con la que fue su orquesta a orillas del Rin.
Y no ha habido, por ese lado, sorpresa alguna en la admirable capacidad de Stenz para poner en pie un edifico sonoro como la Séptima de Bruckner —que grabó en 2018 con la Orquesta Sinfónica de Stavanger y excelentes resultados, beneficiándose, además, de la acústica de la sala en la que trabaja la orquesta noruega— desde presupuestos sólidamente asumidos. Se trata de un músico de un oficio indudable, elegante, con una planta envidiable, claro en gestos que denotan una evidente técnica, brazos amplísimos, manos enormemente expresivas —quedó bien de manifiesto en su acompañamiento sin batuta en el Concierto para clarinete de Mozart— a las que se suman si es necesario los hombros o la cabeza. Todo ello al servicio de unas ideas muy claras.
El camino que señaló en su día Sergiu Celibidache en Bruckner puede ser seguramente el más cercano al ideal, pero eso no significa que no haya otros más cómodamente transitables y perfectamente de recibo. Stenz propone, así, una sinfonía ligera de tempi —19’34”, 20’07”, 8’50” y 12’11”— en la que todo fluye con perfecta lógica —se comprobó en los desarrollos de los dos primeros movimientos—, la agógica no se extrema, sino que se flexibiliza, los detalles acaban apareciendo a veces de manera casi insospechada —es decir, también es, por momentos, una lectura reveladora— y las dinámicas atienden a las necesidades tanto expresivas como puramente formales. En eso fue ejemplar el trabajo del director alemán con unas cuerdas —la exigencia a los violines en el episodio anterior a la preparación de la coda en el Finale o los violonchelos en su frase antes del trío en el tercer movimiento— tan comprometidas con la tarea como todos sus compañeros.
El equilibrio orquestal estuvo siempre bien medido, las gradaciones en los clímax llegaron por la vía natural —es verdad que pudo ser un puntito más intenso el del Adagio, pero también que las tubas wagnerianas respondieron con la emoción necesaria después del golpe de platillos. Hubo hasta cierta ferocidad en el arranque del Scherzo y un muy buen planteamiento de la conclusión de la obra, nada fácil en los últimos compases. La OSG lució en plenitud. Citemos esta vez, dentro de la gran altura general, a la flauta Claudia Walker Moore, el clarinete Juan Ferrer y la timbalera Laura Melero. Toda la orquesta se entregó a fondo, pareció compartir convencida la idea de Stenz y el resultado fue una magnífica Séptima de Bruckner por un maestro sólido de verdad pero, también, capaz del destello inesperado y al que nos gustaría volver a ver por estos lares.
En la primera parte, Stenz planteó una versión del Concierto para clarinete y orquesta de Mozart que, desde el Allegro inicial, pareció una como mirada nostálgica al estilo galante que el autor había dejado atrás hacía tanto tiempo. Solista —estupenda, muy musical, la israelí Sharon Kam— y director se ajustaron a una expresión a la vez elegante y vivaz. No hubo conflicto en el Adagio, si acaso una leve melancolía, como en la tranquila afirmación del Rondó. Pudiera parecer, tal vez, todo demasiado amable, pero tan maravillosamente tocado —precioso el sonido de la clarinetista en los graves— y tan coherentemente planteado —como el Bruckner de después— que cupo poco espacio para lo que no fuera la felicidad del momento. Kam y las cuerdas de la OSG ofrecieron como encore una deliciosa lectura de Promenade de George Gershwin.
Luis Suñén
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