LA CORUÑA / Del color y los colores
La Coruña. Palacio de la Ópera. 8-IV-2022. Petri Kumela, guitarra. Orquesta Sinfónica de Galicia. Director: Dima Slobodeniouk. Obras de Rimski-Korsakov y Sánchez-Verdú.
El estreno del Concierto para guitarra y orquesta de José María Sánchez-Verdú era, sin duda, uno de los acontecimientos más esperados de la temporada de abono de la Orquesta Sinfónica de Galicia. Debía haberse producido el 23 de octubre de 2020 pero no pudo ser. Ahora se ha ofrecido en condiciones mucho mejores pues recordemos que en aquel entonces, en plena pandemia, la OSG estaba exiliada en el Coliseum, un espacio muy poco adecuado a la página y con fortísimas restricciones en el aforo. Así, pues, en lugar de la pieza del compositor algecireño se ofreció Dona nobis pacem de Juan Durán.
El Concierto de Sánchez-Verdú se subtitula Memoria del ocre y sus cinco partes son un recorrido por la formalización de materia y color en diversos momentos de la historia del arte, de su presencia en la naturaleza y en la pintura. Saberlo de antemano, como brindaba el fragmento de la entrevista de Paco Yáñez a Sánchez-Verdú en la web El compositor habla que citaba Maruxa Baliñas en sus notas al programa, ayuda con toda seguridad al oyente menos dado a las abstracciones que considera de obligado cumplimiento en la música de nuestros días. Más aún cuando sabemos de la importancia de la sinestesia en su obra. Pero la propia música de Sánchez-Verdú es capaz de permitir que quien escucha abandone esa falsilla y disfrute de su propia libertad.
Lo primero con lo que va a encontrarse, nada más empezar, es un universo reconocible, pues el compositor ha establecido a lo largo del tiempo sus estilemas, esos que nacen del dominio de la materia sonora, de la elegancia en su desarrollo, de la inteligencia a la hora de trazar los episodios en que la divide, de su sabiduría para la tímbrica —incluido el soplo en los vientos o la percusión sobre la boquilla en el caso de las trompas— y, en definitiva, de plantearse muy bien lo que quiere decir y resolver su propio enigma. Y aquí está todo ello a través de un discurso en el que la dinámica se sitúa generalmente entre el piano y el mezzoforte, con la excepción a veces de la frase de los trombones que parece hacer de puente entre cada una de las partes.
El solista tiene ante sí un trabajo nada convencional y que a la vez le permite extraer de su instrumento una expresividad inédita en obras de este carácter. Se integra perfectamente como un elemento más de un continuo que es a la vez paisaje y relato pero también tiene a su cargo cambios de ritmo, más o menos disimuladas semicadenzas —una basada en la célula de los trombones, la otra acercándonos a algún efecto que nos recuerda a cierto minimalismo— o repeticiones de una misma nota como elemento caracterizador, tanto que ahí es donde nos conduce en su conclusión.
El conjunto conforma una obra enormemente atractiva que es una muestra más de la solidez de la creación de su autor y de cómo sus presupuestos consiguen ser llevados a la práctica tan seria como brillantemente. La audiencia coruñesa lo supo valorar con una reacción muy positiva a la conclusión de una pieza de rasgos no muy habituales para la mayoría de ella.
El guitarrista finlandés Petri Kumela, para quien fue escrito el Concierto, supo ajustarse perfectamente a las exigencias técnicas y expresivas que se le pedían y asumir muy bien las limitaciones dinámicas a que le obligaba la escritura, con todo y la necesaria y bien dispuesta amplificación. Como encore ofreció el Homenaje a Debussy de Manuel de Falla.
Como primera y última propuestas del programa, dos obras de Rimski-Korsakov. El brillante, un poco por demás, Capricho español y la genial Schehérazade, otro ejemplo —otra época, otro pretexto— de colorido orquestal. Las dos las entendió perfectamente Slobodeniouk, la primera con toda su bombástica batería de temas bien conocidos y la segunda desde la doble necesidad de trazar un relato sinfónico y hacerlo con pleno virtuosismo orquestal, atril por atril y en su plenitud. La versión de Schehérezade fue soberbia y una de esas muestras de lo que el maestro ruso finlandés ha conseguido con esta orquesta. No solo cada cosa estuvo en su sitio sino que fluyó con una suerte de sensualidad siempre en equilibrio, de dramatización suficiente, nunca hipertrofiada de lo que se cuenta, aquí finalmente por detrás de su forma de ponerlo en música gracias también a esa técnica que Slobodeniouk atesora y que a veces damos por supuesta.
El público que asistiera al anterior concierto de abono, aquí comentado hace siete días, pudo comprobarlo, por comparación, en la manera de graduar las dinámicas, en cómo los metales nunca se comieron al resto de la orquesta del forte para arriba, en cómo el director cuidaba esos detalles no precisamente sin importancia. Los primeros atriles de la Sinfónica estuvieron espléndidos en toda la velada. Citemos, con el riesgo de olvidar a alguien, al concertino Massimo Spadano —su modo casi feroz de abordar su solo al principio del último movimiento de Schehérezade—, el fagot Steve Harriswangler, el clarinete Juan Ferrer, la flauta Claudia Walker Moore, el oboe David Villa, la arpista Celine C. Landelle, el trompa Marcos Cruz o la violonchelista Rouslana Prokopenko.
Luis Suñén
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