LA CORUÑA / Concierto para orquesta

La Coruña. Palacio de la Ópera. 1-II-2020. Orquesta Sinfónica de Galicia. Director: Josep Pons. Obras de Dvorák, Brahms y Bartók.
La cancelación por enfermedad del pianista Pierre-Laurent Aimard obligó a la Orquesta Sinfónica de Galicia a decidir si sustituía al francés o variaba el programa previsto —con el Concierto para piano y orquesta nº 2 de Bartók— y eligió la segunda de las opciones, articulando así, como muy bien señalaba en sus notas al programa Xoan M. Carreira, una propuesta fascinante acerca de las músicas centroeuropeas desde la crisis del Imperio Austrohúngaro al exilio a que los nazis obligaron a muchos creadores que con mayor o menor fortuna trataron de seguir con su obra en la lejanía geográfica y anímica, entre la necesidad y las dificultades propias de la emigración.
Para ese viaje —un continuo concierto para orquesta, y no solo en el caso del de Bartók que cerraba el programa— se necesitaban no ya las alforjas habituales de una buena orquesta sino, además, un guía experto y versátil, analítico y práctico pero, a la vez, artista consumado a la hora de transformar tantos estímulos en el arte que en definitiva son. Y Josep Pons confirmó con creces que ese perfil es el suyo. Primero negociando las Danzas eslavas 1 y 2 de Dvorák y las Danzas húngaras 1 y 3 de Brahms como la gran música que son, algo que el buen aficionado sabe pero que a otra clase de oyentes suele parecerle poca cosa a la hora de hacer valer sus derechos para escuchar lo que verdaderamente le gusta. Para eso hay que situarse en el punto justo en el que se equilibra lo que en estas composiciones hay de popular y de culto, de afirmación y de tradición pero también de contribución al conjunto de la producción de sus autores. Podía, así, pensarse en ello cuando se escuchaba la Danza húngara nº 3 de Brahms y venía a la memoria, merced a la insistencia de Pons en determinados acentos, la orquestación schoenbergiana del último movimiento, Rondo alla zingarese, del Cuarteto con piano, op. 25, es decir, la presencia del progresista Brahms en una obra en la que tal calificativo —que le adjudica el propio Schoenberg— pareciera como el límite de un horizonte lejano y, sin embargo, ahí estaba. Escuchar estas piezas fuera de los discos o de los ascensores es un placer y una lección. Y como tal lo tomaron Pons y los sinfónicos gallegos.
Llegarían después las Danzas de Galanta de Zoltán Kodály en una versión modélica que, sobre ser magnífica, pareció ir preparando lo que vendría en una sensacional segunda parte. De nuevo la excelencia de Pons en materia rítmica y aquí, además, el punto de emoción de las muy hermosas melodías que se van sucediendo en la pieza y en las que fue apareciendo la enorme calidad de algunos de los solistas de la OSG, así el clarinete Juan Ferrer, el trompa David Bushnell o el oboe David Villa. Con un momento mágico: ese, en el pequeño intermedio que precede a la coda, en el que la flauta de María José Ortuño salió límpida desde una especie de más allá.
El Concierto para orquesta de Béla Bartók fue una demostración palpable de lo buena que es esta orquesta, de cómo sabe exigirse a sí misma cuando tiene un maestro a su altura, que no se conforma con la velocidad de crucero de una formación que sabe muy bien cómo dar lo mejor de sí. Y no es sólo cuestión de entrega, pues un buen Concierto para orquesta no lo hace quien quiere sino quien puede. Y aquí poderío hubo por toneladas pero también sutileza, disciplina pero también esa soltura que da el convencimiento del valor propio. Pons trabajó con lógica analítica, desmenuzando la partitura, ordenándola con atención y con la respiración necesaria para el caso. De nuevo los solistas en maderas y metales, la percusión, la cuerda y ahora muy especialmente las violas dieron una lección de primera clase en una versión extraordinaria. Una orquesta así no se puede perder por nada del mundo.