LA CORUÑA / Catherine Larsen-Maguire con la OSG: toda una sorpresa
La Coruña. Palacio de la Ópera. 2-VI-2023. Lucas y Arthur Jussen, pianos. Orquesta Sinfónica de Galicia. Directora: Catherine Larsen-Maguire.
Gratísima sorpresa la presencia en el podio de la Orquesta Sinfónica de Galicia de la estupenda directora británica Catherine Larsen-Maguire (Mánchester, 1971) —a la que este crítico no había visto nunca antes— en un programa que comenzaba y terminaba con música de su país. Para empezar la Obertura de la “suite aristofánica” Las avispas de Ralph Vaughan Williams, una pequeña obra maestra que suma a la agudeza de su arranque el lirismo de su muy inglés segundo tema más alguna señal de lo que será algo después esa Segunda Sinfonía, cuyo manuscrito se perdería y daría lugar a la posibilidad de confrontar dos versiones distintas. La lectura de la maestra mancuniana resultó impecable, con una orquesta que dio enseguida la sensación de estar muy a gusto con ella, y en la que destacaron cuerdas en el arranque, maderas y unas trompas que están llegando en muy buena forma al final de la temporada.
La segunda parte estuvo ocupada por unas Variaciones “Enigma” de Elgar excelentemente planificadas por Larsen-Maguire, que demostró una muy buena técnica de batuta que le permitió diferenciar adecuadamente los planos sonoros, graduar las dinámicas de manera natural, extremando los pianos y aguantando en los fortes sin forzar la máquina innecesariamente —así, en el Finale. No sólo entiende perfectamente esta música, sino que la pone en pie con intensidad, conocimiento de causa y esa mezcla de naturalidad y nobleza que la caracteriza. La orquesta siguió su concepto en una demostración de clase que abarcó a todos sus atriles, aunque haya que destacar necesariamente al clarinete Iván Marín —magnífico con José Trigueros a la caja en Romanza—, la flauta María José Ortuño, el fagot Steve Harriswangler, el oboe David Villa, el trompa Nicolás Gómez el violonchelo Raúl Mirás y el viola Francisco Miguens. Y un sobresaliente, una vez más, a la timbalera Irene Rodríguez, que impartió lección magistral en W.M.B y en el Finale. Fue una gran versión, a la que quizá la única pega que quepa ponerle sea el exceso de pausa entre variaciones, así la que separó de Dorabella —de modo que se perdió el precioso contraste— un Nimrod muy bien resuelto a pesar de que a su inicio —donde más duele— surgiera triunfante, como todos los viernes, un teléfono móvil. En fin, una muestra elgariana admirablemente resuelta que añadir a la inolvidable Primera Sinfonía ofrecida hace unos meses por Juanjo Mena y que acrecienta la expectativa frente al Concierto para violín que abordarán en quince días Franz Peter Zimmermann y Dima Slobodeniouk.
Estreno en España era el Concierto para dos pianos y orquesta «In Unison» del holandés Joey Roukens (Schiedam, 1982), quien demuestra un dominio pleno de los recursos de la orquesta puestos al servicio de un discurso en el que pesa mucho más el ruido que las nueces, la cáscara que lo que contiene. La pieza comienza como termina, es decir, en una demostración rítmica implacable —a la que le va perfectamente el título del movimiento: Neon Toccata— de no demasiada sustancia —lo que será una constante a lo largo de la partitura— pero sí de una importante densidad sonora que se disolverá después en una cadenza que amaga con citar el Dies Irae. El inacabable tiempo lento —What if— es una suerte de soliloquio un tanto hueco que nos lleva a un crescendo más aparatoso que verdaderamente expresivo tras el cual la calma de una marea baja permite el descanso de los dos pianos que volverán a ser protagonistas antes del final del movimiento. En el tercero, Dark Ride —de nuevo el guiño de los títulos—, volvemos al frenesí del arranque con momentos que no dejan de resultar curiosos, pero que fatigan por acumulación de recursos —el autor los posee por docenas— como es esa suerte de semicoral de los metales o el episodio del timbal con los pianistas.
En fin, en In Unison, Joey Roukens se muestra como un poderoso dominador de todo el utillaje orquestal, de todas sus virtualidades y de todos sus efectos, como un maestro consumado del ritmo y del color pero, también, como un creador que diera la sensación de que su propia facilidad le lleva a un terreno demasiado cómodo, ese en el que tiene todo el derecho del mundo a permanecer y a disfrutar de sus réditos. Pues no faltaba más. Otra cosa es la intensidad de lo que se narra con tan buena letra o la verdadera emoción que produce una caligrafía tan suelta. A todo, a lo mejor y a lo no tan bueno, respondieron impecablemente Lucas y Arthur Jussen, un dúo simplemente sensacional para el que no hay dificultad que se resista y que tuvieron su momento un poquito teatral en el morendo conclusivo —ya sabemos que la pareja de pianos es una formación que inevitablemente parece tender a sobreactuar—, echados sobre el teclado tal vez por mor de la fatiga, quizá por la emoción incontenible o tal vez también por el amor al efecto, tan presente, como decíamos, en la pieza. Difícil pensar en una dirección más comprometida, implicada a fondo y precisa que la de Larsen-Maguire. Y pocas respuestas se pueden pedir tan virtuosísticas y eficaces como la de una Sinfónica de Galicia que parecía que tocara la obra todos los días. El encore regalado por los hermanos holandeses me pareció el arreglo para piano a cuatro manos de György Kurtág de Gottes Zeit ist die allerbeste Zeit, de la Cantata BWV 106 de Bach.
Luis Suñén