Josep Soler: un autorretrato
En julio de 1986, las páginas de SCHERZO (que por entonces apenas contaba con nueve meses de vida) publicaban el siguiente artículo de Josep Soler, que acompañaba una extensa entrevista con el compositor firmada por Santiago Martín Bermúdez y realizada al calor del estreno en Barcelona de su ópera Edipo y Yocasta y del Concierto para violonchelo y orquesta. En el texto, titulado simplemente ‘Autorretrato’, el músico, poeta e intelectual catalán realizaba en primera persona unas interesantes reflexiones acerca de su ópera recién estrenada y, sobre todo, acerca de su relación, como creador y como artista, con las vanguardias musicales de la segunda mitad del siglo XX (tema muy recurrente por entonces). Reproducimos a continuación, a modo de homenaje al ilustre compositor recientemente fallecido, este ‘resumen de un resumen’, como el propio autor califica estas líneas.
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“… es sabido que no acostumbra a hacer comentarios sobre su música: considera que la música se expresa por si misma y así, no hace ninguna concesión para facilitar al oyente una más clara imagen de la obra…”: así comentaba Carles Guinovart. en el programa del estreno del Concierto para Violoncelo y Orquesta, la posición del compositor frente a un posible autoanálisis o descripción de sus obras.
Ciertamente que siempre le ha sido difícil hablar de su música y hacer de ella un comentario literario o técnico; le parece que con su sola audición basta. Ello no quiere decir que, por las circunstancias, no haya escrito sobre alguna de ellas aunque cada día sienta menos la necesidad de hacerlo: invitado a comentar su Concierto para violoncello y la ópera Edipo y Yocasta, obras recientemente estrenadas en Barcelona, intentará decir algo sobre ellas.
Las dos son trabajos realizados años ha, el Concierto para violoncello es de 1973 y la ópera se escribó entre 1972 y 1973; ambas son de concepto y sonoridad muy parecidas y su sustancia musical —una sola serie de doce sonidos que se repite indefinidamente— es, como idea, idéntica en las dos, así como es muy parecida la orquesta que se emplea en ellas y las determinadas y típicas sonoridades que de ésta se pretenden extraer.
Pero si detrás de Edipo y Yocasta hay una idea dramática, sicológica, moral, que informa la obra —o que pretende hacerlo— y que, al representarse, se intenta que incida en el espectador, en el caso del Concierto para violoncello, a pesar de las indudables similitudes de técnica y escritura, únicamente existe la voluntad consciente de crear una tensión abstracta, sin paisaje alguno que delimite el diálogo —la lucha dialéctica— entre el violoncello solista y la orquesta que nunca le acompaña pero sí le surge al paso, le rodea y entabla con él una relación, no por carecer de cualquier nivel semántico, menos expresiva y, quizá por ello, aún más —y ésto es lo que se pretende— emocionante: como en todas sus obras, la música intenta cantar, ser portadora de unas líneas que podrían haber sido dichas por la voz humana pero que en los instrumentos han hallado su determinada y particular sintaxis: las palabras, el verbo determinado, se esconden tras una estructura de arabescos lineales que sólo tienen significado como significantes en la comprensión del oyente y sólo en él, en su íntima elaboración del material que se le entrega, halla su definitiva expresión como enunciado y como emoción.
El autor de ambas obras se siente, por ello, cada vez más y más, apartado de todo experimento de vanguardia, de cualquier tipo de obra en la que se pretende hacer algo nuevo; el solo hecho de pretenderlo ya implica la destrucción de aquello que es lo único que debería tratar de salvarse al precio que sea: la íntima y profunda personalidad del artista y su necesidad interior de hablar, a través de la obra de arte, su propia palabra, sea cual fuere ésta, y sin que ningún condicionante de moda o de oportunismo del momento pueda interferir en la proclamación de esta palabra.
Lo nuevo, para la vanguardia, es sólo pretensión de algo nuevo y la auténtica creación de imágenes y símbolos todavía no expresados pasa a través del difícil camino estrecho y de la puerta aún más estrecha de la inquisición interior, de la búsqueda en lo más profundo de uno mismo, en el mensaje, si se quiere —por muy asemántico que éste sea—, pero nunca en la elaboración de un medio o unas escrituras, quizá hermosas o fascinantes en sí mismas, pero que deberían ser únicamente portadoras de signos y signos íntimos y personales, no gráficos para ser diferentes de los demás artistas.
Esta es la gran tragedia del artista de vanguardia: querer ser nuevo cuando los grandes artistas, del presente y del pasado, jamás han pretendido serlo y únicamente han querido ser ellos mismos, ellos y la circunstancia de su obra que, al venir a ser, al existir como tal, se convierte en una parte tan indiferenciada del autor que, al fin, es inseparable de él mismo. Este es el deseo y la voluntad —que nada garantiza del resultado final que ha guiado al compositor al escribir éstas y sus demás obras, y por ello, piensa que, al hablar de una de ellas (o por lo menos, al hablar de sus intenciones al escribirlas) ya ha hablado de todas ellas.
Réstanos unas palabras sobre la ópera Edipo y Yocasta; la tragedia familiar de Edipo nos parece, por sus especiales circunstancias, la tragedia por excelencia y, en muchos de sus aspectos ideológicos, sicológicos o morales, la más profunda meditación que occidente haya realizado sobre la condición humana y su relación con los dioses, lejanos, inaccesibles, pero presentes y siempre actuantes, agentes causales por excelencia, a través de su voluntad o a través del atroz camino de nuestra propia voluntad y deseo.
Sobre la música de esta obra nos remitimos a lo anteriormente dicho; el autor, frente a la larga meditación sobre el ser en el mundo —y en la que hace hincapié muy en especial en la polítíca, en el gobierno del pueblo y las intenciones (e íntimos miedos) de los gobernantes— y en la incapacidad esencial del hombre para comunicarse con los demás hombres, porque no puede vivir la vida de los demás pero menos le es posible vivir (o morir) su muerte, ha querido renovar, una vez más, la liturgia de la compasión y el horror de ser hombre y su lamento inútil: frente a este llanto cualquier disquisición técnica sobre la obra le parece algo sin sentido y que escapa a estas breves líneas, resúmenes de un resumen pero, al mismo tiempo, intento de clarificar en unas pocas palabras el porqué el compositor actúa de una manera y no de otra e intento, asimismo, de facilitar una posible audición de estas dos obras; cada uno de los posibles oyentes son los que deberían intentar revivir la creación de éstas y debería intentar aceptarlas como causa —que deseamos exista como tal— para hacerlas sentir y comprender, en una intima composición, el sentido de la obra de arte, de aquello que se les entrega como campo de posibilidades propias, únicas e intransferibles.
Josep Soler
De la Real Academia de Sant Jordi de Barcelona
[Foto: Barceló. 1986]
(Artículo publicado en el nº 6 de SCHERZO, de julio de 1986)