John Macurdy, robusto y ecléctico

Estados Unidos fue durante algunos años un buen vivero de voces graves, y aún lo es en parte. Conocidos son los nombres de la famosa generación de barítonos inaugurada por Lawrence Tibbett y seguida por cantantes de la talla de Cornell MacNeil, Robert Merrill, Leonard Warren, Sherrill Milnes o, en último término, Thomas Hampson. Por no mencionar a cantantes más modernos y de menor talla como Mark Delavan, Rodney Gilfry, Nathan Gun, Dwayne Croft o Mark S. Doss. Y sin incluir una voz de tantos registros como la del bajo-barítono Samuel Ramey, que realmente mira más hacia la zona inferior y que se hermana con la de pesos pesados anteriores, reyes de la zona abisal, así Jerome Hines, Norman Treigle, Paul Plishka, Giorgio Tozzi o Ezio Flagello, todos ellos posteriores a la segunda Guerra Mundial.
En cabeza de esta falange figuraba por derecho propio John Macurdy, de cuya desaparición se daba cuenta en estas páginas hace tan solo unas horas. Es importante señalar que el bajo de Detroit (1929) fue instruido en los primeros palotes del arte del canto en su ciudad natal; más tarde fue acogido, en Nueva Orleans, por la contralto Elisabeth Wood. una muy considerada profesora, y por el más arriba citado Norman Treigle, un famoso Mefistófeles. Luego conectó, ya en Nueva York, con el director y empresario ruso Boris Goldovsky y con la soprano Thelma Votipka.
Buen bagaje pedagógico que Macurdy supo aprovechar estupendamente aplicándolo a una potente y tonante voz de natura; una voz de bajo cantante de anchuroso centro, de rotunda zona superior, en la que, sin embargo, no todas las notas terminaban de estar colocadas a satisfacción. Un re o un mi agudos, por ejemplo, solían ser emitidos de manera abierta y no en exceso timbrada, aunque, en ocasiones, y más si se subía un peldaño hasta el fa, la proyección quedaba mejor resuelta y el sonido salía por lo común con el deseado campaneo, dotado del deseado esmalte.
El timbre, de por sí, no era lustroso, sino más bien opaco, aunque el cuerpo del instrumento siempre fuera compacto, denso, robusto, de fenomenal amplitud y volumen más que suficiente. Pese a la oscuridad tímbrica y al buen apoyo general, los graves no acababan de tener el relieve requerido y sonaban más bien débiles y engolfados, sin el peso que podrían requerir un Osmin de El rapto en el serrallo, un Sarastro de La flauta mágica o un Comendador de Don Giovanni de Mozart, aunque en esta última parte brilló de manera especial en la grabación salzburguesa de 1977 dirigida por Karl Böhm y en la película de Joseph Losey dos años posterior. La escena en la que la estatua del padre de Doña Ana se aparece ante el conquistador y el temeroso Leporello en medio de una pantagruélica cena y en la que no se ve a Macurdy, sino a su efigie, resuelta cinematográficamente con habilidad, cojea un tanto por los sonidos fijos de Ruggero Raimondi y por la falta de entidad de los graves y las oscilaciones de la emisión de Macurdy, que se luce en mayor medida en la grabación del Festival de Salzburgo.
En todo caso, no debemos poner en entredicho la clase del cantante que nos acaba de dejar y que siempre mostró una enorme profesionalidad y saber estar desde aquel lejano 1952, año en el que hizo su debut en la ópera Sansón y Dalila de Saint-Saëns en Nueva Orleans. A partir de ahí se abrió para él una carrera llena de éxitos, labrados al principio en los principales Teatros estadounidenses, entre ellos, como es natural, el Met, que visitó por primera vez en 1962 cantando el papel de Tom de Un ballo in maschera. Su repertorio, incrementado con entusiasmo durante años, llegó a ser muy amplio y descansaba en óperas de todo tiempo y estética.
Por supuesto también participó en algún estreno sonado como el de Wuthering Heights de Carlisle Floyd (Santa Fe, 1958), o el de Six Characters in Search o fan Autor de Hugo Weisgall (New York City Opera, 1959) o el de The Golem de Abrahan Ellstein (1962) (a no confundir con la de d’Albert, de 1926). O, por último, el de Mourning becomes Electra de Marvin David Levy (1967). Aunque el más importante fue el de Antony and Cleopatra de Samuel Barber, presentada en el Met, en el que ya había desembarcado el cantante, en 1966.
Por supuesto, nuestro bajo cantó repetidamente también, sobre todo a partir de 1970, en los más importantes coliseos y festivales europeos, como el ya mencionado de Salzburgo. En París triunfó como Arkel en el Pelléas de Debussy, en La Scala como Rocco de Fidelio y el Landgrave de Tannhäuser. Era lógico por otra parte esperar una presencia discográfica de cierto relieve. Sin embargo esta fue bastante parca. Entre sus registros, aparte los citados de Don Giovanni, podemos contar los de la Novena de Beethoven con Ormandy (CBS, 1966), Béatrice et Bénédict de Berlioz con Barenmboim (DG, 1981), Otello de Verdi con Maazel (EMI, 1985). Y no mucho más en CD. En video localizamos un Tannhäuser (Pioneer, 1982) y un Lohengrin (1986), ambos con Levine.
Arturo Reverter