Joaquín Achúcarro: ¡Qué bien, mañana más!
Se lamenta Joaquín Achúcarro (Bilbao, 1932) de que los melómanos comiencen a referirse a él como ‘leyenda viva del piano’. “Ni soy tan viejo ni soy tan grande; además, con los años, uno va encogiendo”, dice con sonrisa cómplice y casi picarona. A sus contentas 88 primaveras, el maestro bilbaíno conserva intacta su mirada inteligente, contagiosa y franca. Los ojos transparentes también mantienen la luminosidad de siempre. Como su pianismo. El 16 de febrero vuelve al Ciclo Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo, con un todo Brahms sin concesiones, solo apto para grandes del teclado y los mejores melómanos. Él lo es, como también el público del veterano ciclo promovido por esta revista hace ya 26 años.
Se dice pronto… tocar a los 88 años un obrón como la maravillosa pero extensa y endemoniada Sonata op. 5 de Brahms. ¿No sería más ‘confortable’ un repertorio menos comprometido, menos arriesgado? A sus años, y después de una carrera en la que ha hecho todo lo imaginable y más, ¿qué necesidad hay de adentrarse en obras que son un reto y riesgo para cualquier pianista?
La tengo programada también en el Festival de Verbier (mi cuarta visita a este maravilloso festival suizo) y en mi tournée por Japón, que extrañamente no ha sido ‘coronaviruscancelada’, quizá porque las fechas están cercanas a sus Juegos Olímpicos. Estoy enamorado de Brahms desde hace muchos años. Toqué esta sonata en Londres en un recital Brahms el día del 150º aniversario de su nacimiento (por cierto, fue la única conmemoración en su honor que hubo en Londres aquel día), y no la he abandonado nunca. Sigo encontrando cosas magníficas en la partitura. Y sorprende que se pueda ser así de genial tan joven. Quizá aquel genio de 20 años quiso demostrar lo que podía como compositor, emulando a Beethoven y haciendo una sonata tan grande y difícil como la Hammerklavier. Aunque, efectivamente, uno no puede evitar la sospecha de que, en ciertos pasajes, deliberadamente complicados técnicamente, quizá pensaba en que el Liszt pianista no pudiera con ellos. Lo cierto es que, además, es musicalmente una obra enorme y que el abismo de dolor del cuarto movimiento, que tiene esa estrecha relación emocional con la alegría del triunfo y pasión del segundo, nos da la medida de hasta dónde llegaría Johannes Brahms. Por eso completo el programa con últimas obras suyas, que siguen siendo terriblemente difíciles; es una dificultad distinta, pero no menor. La profundidad de algunos de sus últimos intermezzi, en los que él sabe que su final está cercano, es increíble. Curioso que la tonalidad de Si menor del Intermezzo op. 119 nº 1 sea la misma del último tiempo de la Sinfonía “Patética” de Chaikovski y del último Nocturno de Fauré… ¿Casualidad?
Apenas unos cuantos pianistas han alcanzado su prodigiosa longevidad. Suma usted así su nombre a un grupo de intérpretes con los que, además, tuvo una estrecha relación, como Arthur Rubinstein, Menahem Pressler, Gary Graffman o Abbey Simon. ¿Algún secreto o simplemente cuestión genética?
Claramente, no puedo contestar a eso. Sí es cierto que mi abuela noruega murió con 96 años, en un tiempo en que lo normal era a los setenta. Sí le puedo decir que yo he tenido una vida sana, he hecho natación y bicicleta (muy mal, pero muy seguido), no he fumado y he bebido poco. ¿Es eso una respuesta? Recuerdo que, en París, en 1951, a Cortot y Marguerite Long les llamaban ‘los viejos prodigios’ ¿Quizá estoy entrando en ese grupo? ¡Quién sabe! (…)
Justo Romero
(Comienzo de la entrevista publicada en el nº 370 de SCHERZO, de febrero de 2021)