James Levine: el tiempo no le será leve
Con Leonard Slatkin y Michael Tilson Thomas, sólo un año más jóvenes que él, James Levine (Cincinnati, 1943-Palm Springs, 2021) ha sido el director norteamericano más relevante de los años posteriores a la muerte de Leonard Bernstein. Sin la solidez del primero ni el estilo del segundo, Levine, sin embargo, supo adaptarse a la realidad del negocio, hacer crecer meteóricamente a la Metropolitan Opera de Nueva York, dejar un importante legado discográfico y arruinar su reputación con determinadas conductas que el tantas veces hipócrita mundo de la música conocía perfectamente.
Levine supo, sin duda, escoger sus maestros: Walter Levin, Rudolf Serkin, Rosina Léhvinne, Jean Morel y George Szell. Sin talento lo hubieran dejado pasar mientras silbaban, pero el joven estudiante demostró enseguida que valía para el oficio. En 1971 debuta en la MET y cinco años después se convertirá en su director musical durante cuarenta. Producciones y grabaciones se suceden y los críticos destacan su sentido teatral, su concepto como acompañante y una indudable capacidad de comunicación con un público que lo adoraba.
En 1999 decide aceptar, con sorpresa para la gente del oficio, la titularidad de la Orquesta Filarmónica de Múnich, la que había sido de Sergiu Celibidache, que encuentra en él el polo opuesto a su legendario antecesor. No es una buena etapa en lo artístico para Levine que, sin embargo, deja algunos buenos conciertos registrados en directo, sobre todo de algunas de sus especialidades fuera de la ópera: Mahler —Novena—, Schoenberg —Gurrelieder— y música norteamericana del siglo XX.
Justo al terminar con Múnich, en 2004, Levine sucederá a Seiji Ozawa en la Sinfónica de Boston, una elección mucho más natural pero que en el terreno artístico o discográfico no le dio demasiado rédito. En aquel entonces Levine había hecho ya una carrera espectacular, dirigido a y grabado frecuentemente con orquestas como la Filarmónica de Berlín, la Filarmónica de Viena, la Sinfónica de Chicago, la Orquesta de Filadelfia o la Staaskapelle de Dresde, en Bayreuth y en Salzburgo y, por supuesto en Nueva York, con diversos resultados. Lo que iría sucediendo en la Met ya lo sabemos: el parkinson, alguna producción ruinosa y el escándalo.
Levine grabó muchos discos. El aficionado a la ópera conoce bien los mejores logros del maestro en ese terreno, sus Verdi sobre todo —Otello para RCA y Giovanna d’Arco quizá lo más recomendable— pero también un estupendo Barbero de Sevilla de Rossini, una Ariadne auf Naxos de Strauss y algún Wagner nada despreciable. La dedicación a la lírica ha podido diluir un tanto sus acercamientos al repertorio concertante y sinfónico. Así, su estupenda casi integral de las sinfonías de Mahler —entre las que se encuentra la Décima en la realización de Deryck Cooke— con Filadelfia, Chicago y Sinfónica de Londres. O sus sinfonías de Brahms, dos veces, en Chicago y en Viena. Con el Réquiem alemán la primera y la Rapsodia para contralto con Ann Sophie von Otter la segunda. Como acompañante —también lo fue, al piano, de Cecilia Bartoli o Jessey Norman—, ahí están sus conciertos de Beethoven con Brendel en Chicago o los de violín de Mozart —de quien grabó todas las sinfonías— con Perlman en Viena.
Una carrera semejante no se hace sin méritos. No puede negarse que Levine ha sido, sobre todo, un magnífico director de ópera pero también un músico completo. Otro asunto es lo que hizo con su vida personal. Ello y el paso del tiempo lograrán que su memoria y su legado artístico se conviertan en arena más pronto que tarde. A su presunta crueldad depredadora responderá la inapelable crueldad del tiempo. ¶
Luis Suñén