Inés Rivadeneira, gracia y dicción
Sin duda la recientemente fallecida Inés Rivadeneira fue una de las voces más celebradas de nuestra postguerra, presente en multitud de acontecimientos y abarcadora de un muy amplio repertorio centrado sobre todo en la zarzuela y en la ópera. Fue una alumna muy disciplinada desde que empezara a abrir la boca para cantar, aun niña, en el Coro de las Dominicas de San Pablo de Valladolid, ciudad a la que, desde su Lugo natal, sus padres la habían llevado a poco de nacer. Siempre le estuvo muy agradecida a don Heraclio García Sánchez, director de esa formación coral y quien la encauzó y animó para estudiar canto en serio.
A los 18 años, llena de entusiasmo, se trasladó a Madrid, donde bebió de las acreditadas fuentes vocales de Lola Rodríguez de Aragón y, más tarde, de Ángeles Ottein, dos antiguas sopranos ligeras que, sin embargo, supieron salvaguardar con conocimiento y cariño, acreciéndolo y potenciándolo, un juvenil instrumento, estupendamente contorneado, de mezzosoprano lírica de agradable timbre, bien coloreado, y de extrema facilidad emisora. La alumna se aplicó y ganó varios premios, entre ellos el tan prestigioso Lucrecia Arana. Como nos cuenta, entre otras muchas cosas, el investigador y crítico Joaquín Martín de Sagarmínaga en su apreciado Diccionario de cantantes líricos españoles (Acento, 1997), bajo la recomendación de Jesús Guridi la joven fue becada por la Fundación Juan March para estudiar en el Conservatorio de Viena lied y oratorio bajo la experta guía del pianista Erik Werba, famoso colaborador de algunas de las más grandes voces de la época.
Fue una buena ayuda en orden a la ampliación de su repertorio y como vía de exploración, análisis y apertura de nuevos territorios, al tiempo que la ponía en camino de redondear su ya lustrosa emisión y de centrar del todo su instrumento, que ya había manejado, exhibido y puesto en juego –y en órbita- tiempo atrás, desde aquel ya lejano 1947 en el que había debutado en Madrid cantando la Maddalena de Rigoletto junto a la soprano María de los Ángeles Morales. Las actuaciones no cesarían ya, en los más diversos campos, hasta su hasta cierto punto temprana retirada en Londres, en un recital en compañía de otra ilustre, Victoria de Los Ángeles, según nos cuenta el cronista. Corría el año 1980. A partir de ese momento se entregó a la enseñanza en la Escuela de Canto de Madrid, presidida por su antigua maestra Lola Rodríguez de Aragón, ocupando la plaza que había ganado justo un año antes.
La voz de Rivadeneira, como se ha dicho, no carecía de atractivos: era de agradable tintura, de inequívoca personalidad tímbrica, no especialmente brillante de color, ni singularmente extensa, ni estaba dotada de una robustez o de una amplitud determinantes que pudieran igualar a otras voces más o menos similares de nuestro firmamento canoro femenino. Mencionemos, por ejemplo, la Teresa Berganza, más espejeante, grácil y encandiladora; la de Consuelo Rubio, más redonda, rotunda, ancha, vigorosa, de mayores ínfulas dramáticas; la de Tony Rosado, más flexible y densa; aunque en todos estos casos, sobre todo el de las dos últimas, sus propietarias en ocasiones fueran calificadas de sopranos. Las tres, curiosamente, alumnas de Rodríguez de Aragón, a la que frecuentemente se la crítico por empequeñecer los instrumentos y de no favorecer su proyección hacia las cavidades superiores en busca de la necesaria amplitud. Un tema para debatir; o para seguir debatiendo.
El de Rivadeneira, quizá más modesto en diversos órdenes, sin las resonancias de los de aquellas, era, sin embargo un instrumento muy manejable, canónicamente emitido, regulable, que ganaba muchos enteros cuando su propietaria lo proyectaba en la zona central de la tesitura, en la que sonaba con excelentes armónicos y un bien controlado radio de acción. El agudo solía quedar algo estrecho, falto de redondez, de la conveniente vibración, a veces pasajeramente calante. La zona grave andaba un tanto desguarnecida y, a medida que pasaba el tiempo, resultaba algo descolorida, pero la artista sabía salir del paso con buena técnica e inteligencia. Lo que no impedía que la emisión fuera poco a poco trastabillando y adquiriendo un acusado vibrato.
Fue quizá por ello buena idea la retirada en torno a los cincuenta años, cuando aún se desenvolvía, pese a todo, con oficio y apoyada sobre todo en un muy convincente fraseo, siempre intencionado, que la servía particularmente para incorporar algunos de sus mejores papeles de zarzuela, que llevó en buena parte al disco, en no pocas oportunidades con Argenta, que, junto con Ana María Iriarte, otra mezzo muy destacada en partes similares, y también alumna de Rodríguez de Aragón, la consideraba poco menos que insustituible. Bien que la Iriarte –nacida un año antes que la destinataria de esta nota pero aún viva- tuviera, en mayor medida, problemas en la zona alta de la tesitura.
Más que ella, Rivadeneira sabía desplegar un gracejo retrechero de primer orden, una dicción ejemplar, en la que cada fonema se escuchaba con nitidez. Lo que la convirtió, efectivamente, en una de las mejores servidoras de nuestro género lírico. Son copiosas las grabaciones, en algún caso señeras, en las que intervino: La Revoltosa, La verbena de La Paloma (la célebre de Argenta, Ligero y Ausensi), La boda y El baile de Luis Alonso, El último romántico, Agua, azucarillos y aguardiente, Doña Francisquita (con ella se había presentado en Madrid, como Beltrana, en las históricas representaciones de 1956 junto a Kraus y Olaria), La Gran Vía, La Chula de Pontevedra, La Reina Mora, Moros y Cristianos, Los de Aragón…
Hay que anotar asimismo El amor brujo con Markevitch en el podio y La vida breve con Frühbeck. De sus actuaciones operísticas no quedan testimonios conocidos que sepamos. Fue una importante intérprete de Carmen e hizo suyo en muchas ocasiones el de La Beltrana. Cantó bastante asimismo Maddalena, ya citada, y, lo que es no poco sorprendente, Ulrica de Un ballo in maschera de Verdi. La evocamos en algunas representaciones del Teatro de la Zarzuela (Goyescas de Granados, en 1966, y una poco afortunada Khovantchina de Mussorgski, 1967, en la que creemos recordar que la mayoría de los intérpretes cantaba en italiano…) y, particularmente, en una pícara Preziosilla de una histórica La forza del destino, con Carlo Bergonzi y Piero Cappuccilli a la cabeza del reparto.
Para quienes quieran profundizar en su figura y conocer las muchas peripecia de su carrera, existe un libro muy aconsejable: Inés Rivadeneira, una vida para el canto, de Julián Jesús Pérez Fernández editado por la Universidad de Valladolid, publicado hace pocos meses. El biógrafo nos recuerda los atributos de la cantante y resalta el amor por su terruño galaico (interpretaba las canciones de aquella tierra cuando podía) y alaba su labor en pro del estreno de nuevas composiciones de autores coetáneos (Esplá, García Abril y otros).
Arturo Reverter