¡Habla, memoria!
Habla, memoria, con el tono de exigencia de la exclamación es, en efecto, el título de las evocaciones del provocador, excéntrico y genial novelista Vladimir Nabokov, cuestionado por recrearse tanto en el verbo y entramado de sus obras. Cuestionado, a veces, con tanta contundencia como la esgrimida por él mismo en Opiniones contundentes, otro de sus absorbentes libros. Tan inusitadas son sus remembranzas que urge escuchar a otro gran autor, W. G. Sebald, que con palabras escogidas como si salieran así de un molde, narra el terror instantáneo que sintió Nabokov cuando vio por primera vez una película casera poco antes de nacer. “Cada una de las imágenes que tiemblan en la pantalla le resulta familiar —dice—, todo tiene su razón de ser, salvo el hecho, que lo perturba profundamente, de que él mismo falta donde siempre había estado (…)”.
Sin embargo, el proemio es sólo una excusa para dedicar estas justas palabras a la pianista británica Moura Lympany. Fuera del ámbito francés, donde ha habido muchas amigas del toque perlado, o de Martha Argerich, abrumador ciclón de consecuencias aún activas, si se habla de belleza sonora, el cerebro suele proponer 3 nombres: Ania Dorfmann, Magda Tagliaferro y Moura Lympany. Se trata pues de evocarla con los escasos, pero intensos, recuerdos personales, y creo que la frágil memoria estará de acuerdo en evocarlos, con apoyo puntual del disco. La acotación femenina es para ceñir mejor el tema y que no haya dispersión.
Al margen de alguna sonata gran de Mozart, como artista está encuadrada, casi con ahínco, entre el Romanticismo de Mendelssohn, Chopin y Liszt, las Variaciones sinfónicas de Franck y el concierto de Grieg. Románticos también, pero con respiración asistida, son Rachmaninov, Litolff, o el concierto de Khachaturian; de los modernos, apenas Prokofiev. Pese a varios grandes nombres, alguno los leerá sin mucho entusiasmo. Pero con Mozart y Mendelssohn congenió gracias a la transparencia y eufonía de ellos. Chopin o Rachmaninov importan por la cuantía de piezas abordadas, y como Un sospiro de Liszt son ‘hijos’ queridos. Khachaturian parece un capricho, pese al fino pincel que dibujó el pronto exultante tiempo lento, y la dificultad de los extremos. Lo de Litolff es ya una excentricidad anglo; aunque grabó el Cuarto concierto, sólo sobrevive su Scherzo.
Más misterio hay en Prokofiev. Tocaba los Conciertos nº 1 y 3, que acapararon el repertorio profesional en Entreguerras, cuando ella se consagró, y hoy también son populares. Quizá por ello, no hizo el descomunal Segundo, quizá el mejor, como reivindicó en los años 60 John Browning, y muy luego Yundi. Más raro aún es que, siendo alumna del pianista manco Paul Wittgenstein, no tocase el Cuarto concierto, a él dedicado, aunque no sea el mejor.
Las dos únicas veces que la oí en vivo bastaron para advertir su singularidad. La primera fue en Oviedo, durante las Jornadas Internacionales de Piano que fundó Luis Iberni. En la primera parte, la memoria no recuerda si tocó los Preludios op. 23 u op. 32; es tan fácil trastocar su numeración como los números 69 y 66 de un viejo motel de carrera. Arduos para sus dedos maduros, hubo dubitaciones y roces. Clavando la vista en su ejecutora, recelé que estuviera frente a lo que, con fastidiosa reiteración, llaman una gran dama del piano. ¡Ay, Santo Tomás nuevo! Fue como si su agente, que la acompañaba, le susurrase al oído durante el descanso un alto secreto de Estado. Salió a escena otra Moura, esta vez con Chopin, incluido el difícil Scherzo op. 31 y su Presto inicial. En eso aparecieron la belleza del sonido y su delicadeza tan afín, con una sección central que regaba el oído de cascadas luminosas, y no es que antes no existieran sino que sucedieron sin la línea continua de ahora. De propina —retén lector a este autor—, el Claro de luna de Debussy y sus dedos rejuvenecidos con ardor primigenio.
Años después fui en coche con mi amigo el crítico Paco Zea para verla en el Palau de la Música valenciano. La parte del león fue Chopin. Posterior el recital, es raro que no hubiera altibajos suyos ni agobios míos. El bis fue una elegante traducción de Haydn. Lo siguiente me da vergüenza confesarlo, y lo hago para reírme de mí, de Paco, y, por extensión e todo lo humano. Vivíamos el cenit de Chiquito. Al acabar Haydn, sin previo acuerdo y en pie, gritábamos Propimore!, algo así como, Más propinas, Mour. Obsérvese que no podíamos aplaudir, encima por imitar a un ex palmero y tener los dedos estáticos cerca del cuello. No entendió nuestro esperanto y no tocó más.
Lo ocurrido hace sólo unos meses fue una epifanía, de las que no se dan muchas al año, aun con grandes músicos. Oscuridad, sólo atenuada en la única vivienda vecina que a la una de la noche mantiene iluminada una ventana. Silencio, mi persiana algo baja, en la mano rebrilla cada calada del pitillo cuyo humo corre hacia los vidrios y el intercalario. En el equipo el Claro de luna por Lympany. Elementos propicios, mas sólo eso. Y de repente, al oír los acordes fundentes y afelpados, la sucesión de arpegios que trae el tema melódico y su estallido en filtraciones y colores, poco a poco el CD de 1951 se unió con la versión de Oviedo. Se percibían los dedos más usados en la segunda, pero el concepto era idéntico hasta en la manera de echar el cierre.
Joaquín Martín de Sagarmínaga